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Como tantos usos, fórmulas, romances y canciones que primero fueron patrimonio de adultos y al ser reemplazados por la novedad o el progreso engrosaron el acervo infantil, la honda pasó paulatinamente de las manos recias y varoniles a las no menos curtidas de los niños menestrales, que tuvieron en tan sencillo artefacto el arma arrojadiza con que manejar el ganado o abrir en la cabeza del bando enemigo la brecha por donde las potencias del agredido escaparan al cielo. El Diccionario de Autoridades de la Real Academia definía en 1734 con minuciosidad fotográfica el objeto al que vamos a dedicar las páginas siguientes: "Instrumento que se hace de cáñamo, esparto, lana ú otra materia, del largo de vara y media, y en el un extremo tiene hecho un anillo de lo mismo para afianzarla en el dedo del medio, y en el otro se pone un restaño de seda. En el medio deste instrumento que es hecho de trenza, hai dos ramales á los lados, de quatro á cinco dedos de largo, que vueltos á unir con la honda, forman una como caxa, en la qual se afianza la piedra, para que pueda dispararse sin caerse. Es arma que usaron antiguamente en la guerra, y fue propia de los Mallorquines, y oy la usan los pastores para gobernar el ganado, y espantar los lobos: y también los muchachos para irse á apedrear. Viene del Latino Funda, que vale lo mismo”.
En efecto, y a pesar de su sencillez, esta arma arrojadiza fue en la antigüedad manejada por los valerosos guerreros del archipiélago balear, cuyo nombre, según Plinio y otros autores clásicos, equivaldría a “islas de los honderos”; pues Diodoro, Servio, y otros, hacían derivar la palabra “balear” del verbo griego ballein que significa lanzar; esta etimología parece apoyarse en la habilidad que los isleños tuvieron manejando la honda. Cuando en 123 a.C Roma emprendió la conquista de este archipiélago, Quinto Cecilio Metelo hubo de enfrentarse a sus diestros honderos, y para llegar hasta sus costas, se vio obligado a acorazar sus embarcaciones, forrándolas de cuero, para evitar los disparos de las hondas que apuntaban directamente a la línea de flotación de las naves. De ahí que las legiones romanas tardaran dos años en someter tan reducido grupo de islas. Finalmente, tras la conquista de las Baleares, muchos de estos honderos se integraron como mercenarios en las huestes auxiliares romanas, combatiendo junto a Julio César cuando conquistó la Galia.
Muchos siglos de guerras y guerrillas transcurrieron desde la época romana hasta la última contienda civil (1936-39) y en todas ellas podemos imaginar al hábil hondero lanzando sus proyectiles a uno y otro lado del frente establecido(1); pero fue en 1936, durante el sitio al Alcázar toledano, cuyos jefes militares se unieron a las fuerzas sublevadas contra el gobierno legal de la Segunda República, cuando las hondas giraron por última vez con ardor bélico, lanzando esta vez de su interior no piedras, bolas de barro cocido, o proyectiles de plomo, sino auténticas granadas cuyo destino era el baluarte toledano(2).
Por su fácil construcción y simple manejo, la honda fue utilizada acaso desde el Neolítico, por los pastores, quienes la utilizaron para guiar a distancia el ganado, mantener las lindes y hacer retroceder a las reses más díscolas. En la imaginación de cuantos peinamos hoy ya canas y leímos como en un libro de aventuras el Antiguo Testamento, permanece viva la historia de David, aquel pastorcillo judío que merced a su pericia y valentía venció al ejercito filisteo representado por un gigante llamado Goliat. En el libro de Samuel (1-17) encontramos el detallado relato de la dispar lucha. Para amedrentar al lector y marcar la desigualdad de la lid, Samuel retrata a Goliat incidiendo en su descomunal fuerza y arrogante prestancia: “[...]Salió entonces del campamento de los filisteos un paladín, el cual se llamaba Goliat, de Gat, y tenía de altura seis codos y un palmo. Y traía un casco de bronce en su cabeza, y llevaba una cota de malla; y era el peso de la cota cinco mil siclos de bronce. Sobre sus piernas traía grebas de bronce, y jabalina de bronce entre sus hombros. El asta de su lanza era como un rodillo de telar, y tenía el hierro de su lanza seiscientos siclos de hierro; e iba su escudero delante de él”. Y tras de esta prolija pintura, destinada a encoger nuestro ánimo, el gigante formula el desafío que acabará situándolo frente a frente con la grácil figura del pastorcillo: “Y se paró y dio voces a los escuadrones de Israel, diciéndoles: ¿Para qué os habéis puesto en orden de batalla? ¿No soy yo el filisteo, y vosotros los siervos de Saúl? Escoged de entre vosotros un hombre que venga contra mí. Si él pudiere pelear conmigo, y me venciere, nosotros seremos vuestros siervos; y si yo pudiere más que él, y lo venciere, vosotros seréis nuestros siervos y nos serviréis. Y añadió el filisteo: Hoy yo he desafiado al campamento de Israel; dadme un hombre que pelee conmigo”. Y fue entonces cuando el más pequeño hijo de Isaí, el que aún guardaba el ganado paterno mientras sus hermanos luchaban ya frente al enemigo, se ofreció como voluntario para afrontar el desafío, ganando desde entonces por su arrojo la simpatía del lector. Agobiado por el peso de las armas y defensas con que lo habían revestido, optó el joven pastor por colocarse frente al coloso con su traje habitual: “[...]Yo no puedo andar con esto, porque nunca lo practiqué. Y David echó de sí aquellas cosas. Y tomó su cayado en su mano, y escogió cinco piedras lisas del arroyo, y las puso en el saco pastoril, en el zurrón que traía, y tomó su honda en su mano, y se fue hacia el filisteo [...]”. Esa diferencia de pertrechos y armamentos dio pie a Miguel Ángel para exagerar la desigualdad, esculpiendo a su David como un desnudo adolescente de formas perfectas -Samuel lo pinta como: “muchacho, y rubio, y de hermoso parecer”- cuya musculatura remarca el momento previo a lanzar el certero proyectil que derribó al gigante(3): ”[...] Y metiendo David su mano en la bolsa, tomó de allí una piedra, y la tiró con la honda, e hirió al filisteo en la frente; y la piedra quedó clavada en la frente, y cayó sobre su rostro en tierra [...]”. Tras de este sorprendente episodio, cuyo trasfondo es una vez más la victoria del organizado pueblo judío sobre sus fuertes pero bárbaros enemigos, David llegaría a ser rey sucediendo a Saúl y engendrando para la posteridad al mítico rey Salomón.
En España, como en tantos otros países de economía agropecuaria, fueron muchos los pastores y zagales que manejaron la honda y, sin llegar a abatir colosos ni a ceñir diadema en sus bronceadas sienes, consiguieron manejar con pericia sus rebaños, hatajos, piaras y reatas. Con un pedazo de cuero y unas soguillas de esparto, cáñamo o badana, construyeron los pastores este arma arrojadiza cuya simplicidad no está exenta de habilidad y tino para ser usada. Por toda la geografía española los pastores construyeron sus hondas -en una economía siempre de subsistencia- con las materias primas que tenían a la mano; la maña, el hábito y la costumbre conseguían hacer de ellas curiosas obras pastoriles donde no falta a veces el encanto de lo rústico.
Los vaqueros, que lucían la honda atravesada en el pecho, la utilizaban como llamada de atención con las reses más sueltas y curiosas que solían abandonar la manada, y así un romance popular impreso tras la Guerra de la Independencia (1808-1814), que sirvió a la postre para reponer nel trono español al más nefasto monarca que produjo esta nación, pinta a Don Julián Sánchez El Charro (17741862) como arrogante vaquero, ignorante todavía de los desmanes que la francesada había infligido en Retortillo a su familia:
De lo más alto del monte, guardando toros y vacas,
un fuerte joven gallardo de tez por el sol tostada,
luciendo al pecho una honda como si fuera una banda(4).
Y son muchas las coplas y cantares que retratan la soledad del pastor afanado en menesteres galantes con que descuida a veces obligaciones y vigilancia:
Un vaquerillo, madre, perdió la honda
por andar a claveles para la novia(5).
Los pastores de ovejas y cabras llevaron también honda para recoger con ella al tozudo carnero o a la díscola cabra; tal cual le sucedió a Dominguillo, pastor que en Valdepeñas (Ciudad Real) guardaba su hato cuando la aparición maravillosa de Nuestra Señora le ofuscó al punto de utilizarla contra ella:
¿Habéis oído de nombrar a la Virgen del Castillo?
Se le apareció a un pastor entre las cuatro y las cinco.
Él, creyendo que era cabra, con su honda tiró un tiro.
¿A dónde le vino a dar? A su precioso carrillo.
Tres horas está pasmado hasta que la Virgen dijo:
-Levántate de ahí, si puedes, ves al pueblo a dar aviso.
Se levantó sin montera, sin montera y dando gritos(6).
Y manchegos fueron también los pastores de ovejas que acabaron apedreando al de la triste figura cuando, confundiendo en su delirio a las ovejas con enemigos feroces, comenzó a alancearlas sin duelo: “[...]Los pastores y ganaderos que con la manada venían, dábanle voces que no hiciese aquello; pero viendo que no aprovechaban, desciñéronse las hondas, y comenzaron a saludarle los oídos con piedras como el puño[...]”(7).
La provincia de Madrid,enclavada en la charnela que une ambas Castillas, no podía ser neste caso ni en ningún otro que verse sobre tradiciones distinta ni diferente. Los pastores de la Sierra, los de la Campiña, las Vegas o el Llano, utilizaron la honda para reagrupar el rebaño, para ahuyentar alimañas e incluso para competir entre ellos como buenos tiradores; de ahí que en el habla coloquial escuché decir muchas veces, cuando alguien hacía un atinado y mordaz comentario: este tira con honda. Y aunque fueron muchas las pastoras que con valentía guiaron solas el rebaño por las agrias serranías de la vertiente meridional guadarrameña, nunca recogí testimonios referentes al uso de la honda por las zagalas, pues fue ésta un utensilio asociado al sexo masculino en todos los estratos que consulté al respecto(8). Las primeras y más interesantes referencias madrileñas a esta primitiva arma las recogí en Montejo de la Sierra, en casa de unos campesinos cuyo señorío y sabiduría eran el exponente máximo del saber estar que los menestrales tuvieron hasta que ha poco perdieron la conciencia de serlo. Al hablar de su juventud, cuando afrontaban los más duros trabajos, me comentaron: “Los pastores gastaban honda. ¡Arrea, ya lo creo! Y ya de bien mayores, ¿te acuerdas de aquel pastor que tuvimos?, Felipe se llamaba... Las hacían de material [cuero curtido]. Primero se hacía una carneja [trenza] y en medio se hacía doble, pa que cogiera la piedra. Y en la punta que se queda suelta, ahí ponían un restallo que llamaban, un poquito de seda, pa que aquello chascara. Y lo mejor pa tirar con la honda eran unas bolas, que eran de piedra, de piedra, pero que las llamábamos bolas yerrizas, allí en la molilla, ande...Mingo, ahí siempre hay bolas de esas”(9). Neste breve pero enjundioso párrafo que parece inspirado en la descripción que hacía el Diccionario de 1734, pude sacar curiosísimas referencias que sirvieron para dar por bueno el caudal de información que sin ordenador ni papeles guardaron siempre mis informantes en la memoria. Esos restallos de seda -“en el otro se pone un restaño de seda” decía aquel Diccionario- lujo insólito en una economía paupérrima, aparecen en la lírica popular de una provincia lejana donde, como en toda tierra de garbanzos, vaqueros y pastores manejaban la honda.
Los vaqueros dicen: -¡Olé la vaquera,
que lleva en la honda restallos de seda!
Restallos de seda, galones de plata,
los vaqueros dicen: -Olé las muchachas!-(10)
¿Pero eran sólo un adorno o jugaban un papel importante esas hebras de seda hasta el punto de no poder prescindir de ellas en tan rústico artefacto? Efectivamente, el chasquido sonoro de la honda era el imprescindible aviso que advertía al díscolo animal del castigo inminente; lo explicará por mí con el realismo de lo vivido alguien que siendo niño manejó la honda en Guadalix de la Sierra: “En el final de la punta que se quedaba libre era muy importante poner unas clines de caballo, unas poquitas, pa que dieran un chasquido al soltar la honda. Entonces las ovejas o la cabra que se iba a la linde a comer, que siempre iban a lo más verde, se daba la vuelta porque ya sabía que detrás venía la piedra. Era lo mismo que pasaba con el guarrero que recogía los guarros de todos los vecinos y los sacaba al campo, ande hubiera barro o así, porque a los cerdos les gusta revolcarse y hozar; bueno, pues aquel guarrero llevaba una tralla, que era un palo con una correa en la punta, y cuando les daba con ella sonaba, y el guarro que se escapaba, ya sabía lo que le caía, y el que lo había probao una vez, ese ya no volvía a desmandarse”(11); referencias semejantes pero alusivas a diferentes materiales recogí en Madarcos:
“La usaban mucho los pastores, y la correa que se queda suelta se procuraba dejarla fina en lugar de gorda, pa que silbara más”(12); en Braojos de la Sierra: “La honda se hacía de cuero, y como hay que dejar una punta suelta, porque la otra va metida en el dedo, generalmente en el del medio de la mano derecha, bueno, pues ahí se ataba un poquito de cáñamo, de un cordel o así... y eso era pa que chascara, pa que silbara”(13); o en Aoslos: “Sí, hombre, las hondas las hacíamos nosotros mismos, con dos tiras de cuero y un poquito material en medio, pa sujetar la piedra. De las dos tiras, una se quedaba en el dedo, pero a la otra que se quedaba suelta al tirar la piedra, se le ponía un poquito tomiza pa que sonara, y hacía ¡clas! cuando la tiraban”(14). Residuos simbólicos de este chasquido para advertir al animal quedan en los personajes alegóricos que acompañan en su desfile carnavalesco a las vaquillas artificiales que figuran en las fiestas de invierno en pueblos como Pedrezuela (20 de enero, San Sebastián), donde dos vaqueros restallan sus hondas junto a la vaca alhajada de pañuelos; o Colmenar Viejo (2 de febrero, la Candelaria), cuya vaquilla va guiada por un mayoral y los vaquilleros, que dan chasquidos con sus hondas para conducir la fingida vaca(15). Antecedentes literarios del importante chasquido de la honda en el mundo pastoril, podemos rastrear en un bucólico romance publicado en el Madrid de 1600. Dice así el fragmento que ahora nos interesa:
De ver una escura cueva que un moro Zegrí ha cavado
do desterrado ha vivido con esta tarde seis años,
mártir de sus pensamientos con el buchorno encalmado,
está turbado Riselo, haziendo, junto a un ribaço,
memoria del azebuche, de los mirtos y lampazos.
Mira su vaca cerril, su pendenciero Ribalo,
acuérdase del novillo con la honda chasqueando
diziéndole: -No hagas fuerça en amor y sin cuidado,
como si pudiera ser ser amor y ser forçado(16).
Pero dejemos a Riselo dolido de amor en su ribazo, y volvamos al real e interesante testimonio primero que recogí en Montejo se desprenden aún otras curiosas enseñanzas referentes a los proyectiles de piedra que lanzaban los pastores en el hueco de sus hondas. Piedras eran desde luego, pero en aquel ángulo de la Somosierra había piedras especiales: “Y lo mejor pa tirar con la honda eran unas bolas, que eran de piedra, de piedra, pero que las llamábamos bolas yerrizas, allí en La Molilla, ande... Mingo, ahí siempre hay bolas de esas”. Y fue un conocedor y amante del Guadarrama, en su más amplio sentido geográfico, quien ya aclaraba en 1915 la verdadera identidad de esta munición: “[...]La región de El Cardoso [municipio en la provincia de Guadalajara rayano con el de Montejo], en las proximidades del puerto de Somosierra, es la más interesante de todas para el mineralogista, por la presencia, en un reducido espacio, de terrenos de épocas y caracteres distintos: pizarras y micacitas cámbricas y silúricas que recibieron el influjo del gneis, probablemente cuando se produjeron los impulsos orogénicos. Allí, como en todo el Guadarrama, son los minerales más frecuentes la turmalina, ya antes mencionada, y la fibrolita, que entre el gneis se presenta en nódulos, buscados por los hombres de la edad neolítica para fabricar de esta roca tenaz y dura sus hachas pulidas. Y además se encuentran granates, que en el país se llaman ”bolas yerrizas”, grandes a menudo, como nueces, aunque sin ningún oriente[...]”(17).
Harto hemos hablado hasta aquí del Madrid serrano y de sus escarpadas estribaciones, donde vaqueros y pastores lanzaron sus hondas de cuero y badana; pero nada hemos dicho hasta el momento del Madrid llano donde el esparto era fuente de trabajo y economía complementaria para los más pobres. Como en tierra de esparto nadie muere harto no podían ser torpes quienes disponían sólo de esta materia prima para trenzar sus enseres, y con atochas hicieron sus hondas los pastores de ovejas en la zona Este de la provincia. La suerte nos deparó en Estremera de Tajo una excepcional informante, que a más de fabricarnos con sus manos una honda de esparto, nos aclaraba: “Las hondas las teníamos todos los chicos, los pastores para el ganao y los chicos de las cuevas para sacudirnos con ellas. Cogías una collazá, como cuando hacías peludo o coyunta, y ibas haciendo una soguilla que luego se abría y se volvía a cerrar, y luego dejabas así un redondelico p’al dedo, pa que al tirarla no se marchara la honda”(18).
Durante siglos la línea divisoria que en las propias ciudades separaba la vida rural del mundo urbano, fue muy delgada y aun borrosa, pues en grandes ciudades como Madrid hubo hortelanos que trabajaban los arriates conventuales y aun las huertas particulares situadas en el corazón de la Villa; y hubo también labradores que sembraban los campos inmediatos a los muros de ladrillo con que Felipe IV quiso encerrar, por motivos económicos, el caserío madrileño, de ahí que muchos usos que hoy nos parecen marcadamente campesinos fueran también patrimonio de una chiquillería que, entre los pocos años de escuela y la temprana asistencia al taller y los comercios, empleaba sus abundantes ocios en juegos que hoy nos parecen brutales, pero que -siéndolo verdaderamente- canalizaban de forma primitiva el instinto de supervivencia y la competitividad entre grupos enemigos; instinto y competencia que hoy quizá resuelvan los pequeños manejando individualmente videojuegos y películas cuya agresividad resulta infinitamente más elevada.
Los chiquillos en Madrid -pues aquí, como en casi todas partes, jugaron siempre separados de sus compañeras- utilizaron como munición más barata, abundante y siempre a la mano las piedras que encontraban por doquier, dado el carácter poco urbano que tuvo la Villa y Corte hasta bien pasada la última Guerra Civil (1936-39), especialmente en los barrios periféricos. Las pedreas entre bandas rivales -generalmente llamadas dreas- llegaban aún a mis oídos en los años sesenta del pasado siglo; pero cien años antes, en 1874, ambienta el maestro Galdós una de estas pedreas a que la infancia madrileña tuvo siempre tanto apego. En el paso a nivel ferroviario que hubo entre la calle del Labrador y la Plaza de las Peñuelas hasta los años setenta del siglo XX -donde un servidor tantas veces colocó clavos y chapas de refresco al paso de los convoyes, para obtener moneda de curso legal entre la chiquilleríatomó el maestro canario la imagen de su relato, describiendo una pelea entre un guapo de la barriada, el Majito, y dos golfillos titulados Gonzalete y Zarapicos, trasunto directo de aquella otra pareja cervantina compuesta por Rinconete y Cortadillo. Sobre la posesión de un ros militar fabricado con cartón y galones dorados procedentes de una caja de mazapán, surgió el pleito que como verá el lector acabó en una drea típica: “[...] El Majito, cansado de parlamentar sin fruto ni resultado alguno, lanzó una piedra en medio de la turba de comerciantes. Al voltear haciendo honda de su elástico brazo, parecía un gallito de veleta obedeciendo más al viento que al coraje. Gonzalete, al recibir la piedra en un hombro, gritó: ¡Repuñales! ¡Maldita sea tu sangre! Entonces Zarapicos tiró al Majito, la piedra silbó en el aire y no hirió al muchacho, que al punto disparó la segunda suya. Instantáneamente, sin que se dieran órdenes ni se concertara cosa alguna, generalizose la pelea; muchos se pasaron al bando del Majito sin darse la razón de ello, otros permanecieron abajo y todos tiraban, soldados bravos saliendo a la primera fila y desafiando el proyectil que venía. Bajarse, elegir el guijarro, cogerlo, hacer molinete con el brazo y lanzarlo eran movimientos que se hacían con una celeridad inconcebible. Para que no les viera la gente mayor del barrio ni los de orden público se corrieron al Barranco de Embajadores, lugar oculto y lúgubre. Ninguna orden se dio entre ellos para este hábil movimiento, nacido como la batalla misma por un superior instinto. El Majito y los suyos ocupaban la altura, Zarapicos y su mesnada el llano. Piedra va, piedra viene empezaron las abolladuras de nariz, las hinchazones de carrillos y los chichones como puños; mientras mayor era el estrago, mayor el denuedo: ¡leña, atiza, dale! Qué
ardientes gritos de guerra, ni las moscas se atrevían a pasar por el espacio en que se cruzaban las voladoras piedras [...]”(19). En los años que preludiaban ya el pasado siglo XX, se ambientan las memorias de un madrileño cabal que dedicó su vida a clamar contra ese falso andalucismo del mundo cañí que representaba en su época la afición desmedida por los toros, el flamenquismo y la chulapería; don Eugenio Noel recordaba así su papel de hondero en pleno centro madrileño: “[...] Los buenos padres de San Antón nos pegaban palmetazos con las uñas de los dedos reunidas en haz. Solíamos ir a pelear contra los chiquillos que estudiaban en Los Protestantes de la calle de la Beneficencia, con hondas llamadas de cabestrillo y espiguilla, más la zapateta, cuero en que se colocaba la piedra. Asimismo íbamos a los vallados y descampados clásicos del tío Mereje, en el Paseo de Areneros [hoy Marqués de Urquijo], saliendo por Santa Bárbara a la izquierda, canturreando para darnos ánimos las canciones en boga [...]”(20). Muchos años después seguía girando la honda en Lavapiés o Embajadores para abrir piqueras en las rapadas cabezas del bando contrario, aunque su uso denotaba ya un leve acercamiento a la mala vida: “Yo me crié en la calle Alonso del Barco, que está junto a la Glorieta de Embajadores, y entonces había muchas dreas, porque había muchos chicos que no iban al colegio y porque piedras había por todas partes, había muchos solares y casas en ruinas por los bombardeos, había muchos solares que eran campo, y había muchas calles que no estaban asfaltadas y tenían piedras pequeñas... piedras no faltaban. Pero cuando yo era un chaval, la honda la llevaban los que eran ya más mayores, como de catorce o quince años, aquello ya era otra cosa, porque con una piedra le abrías una brecha a uno, pero con la piedra podías hasta matarle. Las hacían con un trozo de cuero, de material, donde se ponía la piedra, y luego dos trozos de cuerda iguales, y uno llevaba atao al final para que se quedara en el dedo. Había mucha, mucha miseria en aquellos barrios y muchos chavales que no tenían quien se ocupara de ellos”(21). Como vemos, dos siglos largos después de lo dicho por el Diccionario en 1734 sobre el uso de la honda -“y también los muchachos para irse á apedrear”- seguían los madrileñitos atizando sin duelo con ella en la cabeza del prójimo. Hoy será difícil que algún niño de esta villa sepa manejar tan sencillo artefacto; nada hemos perdido con ello, pero insisto, la violencia en nuestros días se ofrece gratuitamente a los pequeños a través de imágenes de una crueldad mucho más sofisticada y lo que es peor, aceptada tácitamente por todos; y si no manejan hondas hoy los chicuelos, ostentan un costoso y variado arsenal de armas fingidas con las que apuntan, disparan y matan desde que son capaces de empujar con el dedo índice el gatillo letal ante la sonrisa y connivencia franca de sus mayores.
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1 Una breve pero bien construida historia de la honda como arma militar puede encontrarse en el artículo “Hondero. Blanco y Negro. Madrid, 2 de abril de 1916. Año 26, número 1298. Pág. 43.
2 En una conocidísima película-noticiero de la Guerra Civil se ve como los sitiadores del Alcázar de Toledo lanzan granadas con hondas desde unos tejados que parecen ser los del Hospital de Santa Cruz. Sobre la repercusión en la prensa extranjera coetánea de esta actividad guerrera, puede consultarse el trabajo de DEL CERRO MALAGÓN, Rafael y RUIZ ROJO, José Antonio. La Guerra Civil en Toledo y en la pantalla.
3 Miguel Ángel Buonarroti realizó esta colosal (mide 5.17 metros de alto) escultura entre 1501 y 1504, por encargo de la Ópera del Duomo de la Catedral de Santa María del Fiore de Florencia. Actualmente se encuentra expuesta en la Galería de la Academia de Florencia, aunque hasta 1910 estuvo ubicada en la Plaza de la Señoría de la capital toscana; desde entonces en su lugar se erige una copia de la obra a tamaño real realizada también en mármol.
4 Fragmento de una versión recitada en La Alberca (Salamanca) por Magdalena Hernández Martín, de 93 años de edad. Recogida en 2001 por José Manuel Fraile Gil y Antonio Sánchez Barés. Este Don Julián, hombre rubio, de ojos azules y de gallarda postura, acabó siendo, como el Empecinado y otros guerrilleros de aquella contienda, un liberal convencido que ocupaba el mando en Vitoria cuando la llegada del Duque de Angulema en 1823 para apoyar el absolutismo de Fernando VII. Sus hazañas dejaron en el cancionero popular huellas perdurables, como la que Pío Baroja recoge en 1915 en una seguidilla que dice: Cuando Don Julián Sánchez/monta a caballo/ dicen los franceses:/ ¡ya viene el diablo! (Los recursos de la astucia. Segunda parte. Los guerrilleros del Empecinado en 1823. Cap. VIII “Don Julián Sánchez”); o esta otra letrilla que usaban en Doney de la Requejada (Zamora) para volver el airao (centeno majado): A las guerrillas de Don Julián/se va mi amante y no volverá. (Cantada por Benedicta. Recogida el día 19 de julio de 1996 por José Manuel Fraile Gil y Eliseo Parra García).
5 Recogida en Aldeavieja (Ayto. Santa María del Cubillo, Ávila) por Agapito Marazuela Albornos, antes de 1936, al Tío Simón, dulzainero. Una magnífica interpretación de la misma por el propio Agapito puede escucharse en el CD Folklore castellano. Segovia-Ávila-Valladolid. (BMG Spain/RCA, 2003), pista 6.
6 Fragmento de una versión de Valdepeñas (Ciudad Real) recitada por un hombre de unos 60 años. Recogida en 1947 por Diego Catalán Menéndez Pidal y Álvaro Galmés de Fuentes. Publicada en El Romancero Vulgar y Nuevo. Ed. Fundación Menéndez Pidal. Madrid, 1999. Pág. 310.
7 CERVANTES SAAVEDRA, Miguel de, El ingenioso hidalgo Don Quijote de La Mancha (1605). Parte Primera. Cap. 18. Curiosamente en el llamado Quijote de Avellaneda (Tarragona, 1614), obra apócrifa de pésimo gusto cuyo autor convierte a Sancho en un grosero campesino y a Don Quijote en un lunático cuya única misión es la de proporcionar risa y divertimento a los modélicos y biempensantes señores, se menciona el pasaje citado poniendo en boca de un dolorido Sancho el siguiente comentario: “[...] Esos ensañamientos quisiera que vuesa merced hubiera hecho cuando aquellos pastores de marras, de aquellos ejércitos de ovejas, le tiraron con las hondas aquellas lágrimas de Moisén con que le derribaron la mitad de las muelas, y no conmigo[...]” (Cap. III). Y es que según una piadosa tradición medieval, las abundantes y copiosas lágrimas que derramó Moisés ante la Tierra Prometida que nunca alcanzaría a pisar, se convirtieron en piedras, y éstas a su vez en reliquias que en la España del Medioevo, apegada aún a la Ley Antigua, se veneraban en determinados santuarios. De un libro heterodoxo, aunque bien documentado, tomo la siguiente referencia que hace al caso: “En la iglesia románica de Santa María (Sangüesa, Navarra) se encontraba, en un inventario que se hizo en el año 1300, aceite de la tumba de San Juan, un poco de maná que dio Yaveh a los judíos, un poco de barro que usó Dios para hacer a Adán, astillas del árbol sobre el que se apareció el Ángel a Abraham, y hasta algunas de las lágrimas que Moisés derramó frente a la Tierra Prometida y que se tornaron de piedra”. (CALLEJO, Jesús y SIERRA, Javier. La España extraña. Un viaje por los misterios que permanecen vivos en nuestra geografía. Misterios celestes y religiosos. Ed. Edaf. Madrid, 1997. Parte III: Reliquias. Cap. VII: El mercado de las reliquias. Punto: La multiplicación de las reliquias.)
8 En el Romancero Tradicional encontramos un claro ejemplo al respecto, pues La serrana matadora -trasunto o no de la que ejerció en La Vera cacereña su despótico reinado- maneja en muchas versiones la honda para intentar derribar al díscolo amante que se le escapa, reforzando con ello el aspecto masculino con que el romancero pinta a esta mujer temeraria. Veamos un manojo de ejemplos al respecto: “[...] Vio de venir la serrana/bramando como una fiera,/con una china en su honda/ que tres arrobas pesaba./ Con el brío de la china/le ha quitado la montera[...]” (Vers. de Navalonguilla. Ávila. Amalia Chapado, de 23 años. Rec. por Ramón Menéndez Pidal en 1926); “Allá en Garganta la Olla/por las sierras de la Vera/se pasea la serrana/ bien calada su montera,/con la honda en la cintura,/y terciada su escopeta[...]” (Vers. de Badajoz s.l. Rec. por Julio Ateneo antes de 1956); “[...] traiba su pelo enrollado/debajo de su montera,/traiba su escopeta al hombro/y su llave de francesa,/traiba una honda ceñida/con que tiraba una piedra,/donde no se diferenciaba/si era varón, si era hembra[...]”( Vers. de La Cruz Santa. Tenerife. Juana Romero León, de 68 años. Rec. por Mercedes Morales entre 1953-54); y este último fragmento cuya estampa recuerda sin ambages a la Diana cazadora de abultado carcaj: “Allá en Garganta la Olla,/en la Vera de Plasencia,/salteóme una serrana,/blanca, rubia, ojimorena./Trae el cabello trenzado/debajo de una montera,/y porque no la estorbara,/muy corta la faldamenta./Entre los montes andaba/de una en otra ribera,/con una honda en sus manos,/y en sus hombros una flecha[...]” (Vers. de Jarandilla de la Vera. Cáceres. Publicada en 1667 por Gabriel Azedo de la Berrueza). Tomo estos fragmentos del extraordinario corpus del Romancero Panhispánico que el lector puede consultar en la página HYPERLINK "http://depts.washington" http://depts.washington. edu/hisprom/espanol/biblio/index.php donde el interesado encontrará completas las versiones aquí segmentadas.
9 Informes dictados por Juan Hernán Fernández, de 90 años de edad, y su esposa Milagros de Frutos Fernández, de 84 años de edad. Recogidos el día 13 de agosto de 1991 por José Manuel Fraile Gil, Álvaro Fernández Buendía, Juan Manuel Calle Ontoso, P. Sanz Yagüe y J.L. Gutiérrez.
10 Versión de Villaseco del Pan (Zamora). Cantó y se acompañó con la pandereta Manuela Moreira Lozano, de 66 años de edad. Recogida el día 12 de mayo de 1989 por José Manuel Fraile Gil y José Manuel González Matellán.
11 Informes dictados por Valentín Gil Gil, de 67 años de edad. Recogidos durante el verano de 2011 por José Manuel Fraile Gil. El guarrero gualiseño convocaba a los cerdos del vecindario a toque de cuerno para que los vecinos abrieran los cortijos y liberaran al animal, que a la vuelta acudía sólo a su encierro. La costumbre está constatada en varios pueblos de la Sierra Norte: en Braojos de la Sierra la llamaban la porcá; y en Oteruelo del Valle recogí el siguiente testimonio: “Siendo yo chica, era cuando la gente se empezó a ir, sería el año 52 ó 53, y entonces se fue el que sacaba a los cerdos de todos, y entonces íbamos cada día uno de cada casa, y a mí me tocó muchas veces de pequeña.” Informes dictados por Felisa Canencia Martín, de 69 años de edad, recogidos en Rascafría el día 11 de septiembre de 2011 por José Manuel Fraile Gil y Álvaro Fernández Buendía.
12 Informes dictados por Eugenio Sanz Moreno, de 77 años de edad. Recogidos el día 6 de septiembre de 2011 por José Manuel Fraile Gil, Francisco Sueiro Morán y Jamie Benyei.
13 Informes dictados por Luis García Siguero, de 63 años de edad. Recogidos el día 11 de septiembre de 2011 por José Manuel Fraile Gil.
14 Informes dictados por Francisco Cristóbal Hernán, de 81 años de edad, natural de Aoslos, Ayto. de Horcajo de la Sierra. Recogidos en La Cabrera el día 16 de enero de 2008 por José Manuel Fraile Gil, Marcos León Fernández y Mario Vega Pérez.
15 Una descripción y algunos documentos gráficos de esta fiesta en Colmenar Viejo, pueden verse en: Colmenarejo García, Fernando y Fernández Suárez, Roberto. El ciclo festivo de Colmenar Viejo: Ritual, simbolismo y conducta. Ed. Ayto de Colmenar Viejo, Madrid, 1989. (Págs. 79-97).
16 Publicado en Romancero General 1600, Madrid: Luis Sánchez, a costa de Miguel Martínez, 1600, fol. 28v (como romance anónimo, aunque lo compuso Liñán de Riaza [Riselo]). Reeditada en González Palencia 1947, ed. Romancero general. 1600, 1604, 1605, nº 67, pp. 52-53.
17 BERNALDO DE QUIRÓS, Constancio. Guadarrama (1915). Serie geológica de los Trabajos del Museo Nacional de Ciencias Naturales. Cito por la edición de su obra guadarrameña: Obras del Guadarrama. Ed.Dirección General de Promoción y Disciplina ambiental. Consejería de Medio Ambiente de la Comunidad de Madrid. Madrid, 2003. Pág. 136.
18 Isidra Camacho Horcajo (1927-2011) me relató desde 1984 hasta casi su muerte muchos e interesantes informes sobre el laboreo colectivo del esparto en Estremera. Vaya desde aquí mi homenaje.
19 PÉREZ GALDÓS, Benito. La desheredada (1881). Obras completas. Tomo IV. Novelas serie contemporánea. Ed. Aguilar. 4ª Edición. Madrid, 1958. Parte primera. Cap. VI “Hombres” Punto 2. El bueno de don Benito dedica con acierto esta descarnada obra en las líneas de una nota que precede a la narración: “Saliendo a relucir aquí, sin saber cómo ni por qué, algunas dolencias sociales nacidas de la falta de nutrición y del poco uso que se viene haciendo de los beneficios reconstituyentes llamados aritmética, lógica, moral y sentido común, convendría dedicar estas páginas ¿a quién?, ¿al infeliz paciente? ¿a los curanderos y droguistas que llamándose filósofos y políticos le recetan uno y otro día? No, las dedico a quienes son o deberían ser sus verdaderos médicos: a los maestros de escuela.”
20 EUGENIO NOEL. Diario íntimo. La novela de la vida de un hombre. Ed. Taurus. Cap. I Niñez, familia y antepasados. Apdo. Las Escuelas Pías. Eugenio Noel (1885-1936), se llamó en realidad Eugenio Muñoz Díaz. Nacido en una familia harto humilde, conoció desde la infancia las amarguras del frío, del hambre y de la soledad no elegida, pues su madre trabajó en cuantos oficios domésticos la contrataban, enterrando uno tras otro a sus pequeños por falta de recursos para alimentarlos cuando estaban sanos y para curarlos cuando caían enfermos.
21 Informes dictados por Antonio Rodríguez Hernández, nacido en Madrid en 1930, y recogidos por José Manuel Fraile Gil durante el verano de 2011 en Guadalix de la Sierra.