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El Corpus Christi fue, durante siglos, una de las fiestas más significativas del calendario anual en España. El momento más esperado de la celebración coincidía con la procesión en la que toda la sociedad acompañaba el cuerpo de Cristo, presente en la custodia para su veneración. Uno de los aspectos más cuidados era el de las representaciones, procurándose cada año ofrecer lo mejor y más atractivo para sorpresa y admiración de los espectadores que jalonaban la carrera. Y dentro de esas representaciones, tal vez haya sido la de la Tarasca, una de las más populares y queridas. Su figura, extraña y llamativa, tenía todos los ingredientes para llamar la atención del público y maravillarlo. No es de extrañar, ya que recordaba un milagro medieval en el que el bien y el mal se enfrentaban con el resultado esperado. Su popularidad probablemente se deba, como en otros muchos casos de la hagiografía y el santoral cristianos, a la imaginación y habilidad descriptiva del dominico Santiago de la Vorágine, quien alcanzó la dignidad episcopal y escribió una historia fantástica que ha superado el paso del tiempo y ha llenado de imágenes el legendario popular. En el caso concreto de la Tarasca, Vorágine eligió un relato verdaderamente atractivo por su antigüedad, el del dragón domado y vencido, para adjudicárselo a Santa Marta, la hospedera afectuosa de que habla el Nuevo Testamento. La leyenda que, tras la muerte de Cristo, la supone viajando desde su tierra a Marsella, hace más verosímil la historia que sitúa después el obispo Vorágine en la región del Ródano, en la que se habla de un dragón, habitante de un bosque entre Arlés y Avignon, “de cuerpo más grueso que el de un buey y más largo que el de un caballo, mezcla de animal terrestre y de pez, con costados cubiertos de corazas, la boca con dientes cortantes como espadas y afilados como cuernos”. Por si este retrato no pareciera suficientemente espantoso, el texto hace proceder al monstruo de una mezcla infernal de Leviatán con un onagro. Sorprende que una pintura tan bestial no se corresponda con la xilografía que acompaña el texto, de modo que el dragón domesticado por la Santa aparece, eso sí, con los consiguientes atributos de alas, cola, dientes y cuernos, pero poco más grande que un perrito faldero, con lo que las cuatro lanzas que le atraviesan en la segunda parte del grabado (la que describe el miedo de los lugareños a tener entre ellos al monstruo domesticado por Santa Marta y el consiguiente sacrificio del mismo) parecen excesivas y casi teatrales.
En cualquier caso, el dragón -llamado por los habitantes de la zona Tarascón- cabalgado a horcajadas por Santa Marta, quedó como motivo iconográfico perfecto y significativo al que podían recurrir cada año los inventores y fabricantes de monstruos para representar al mal, vencido y sometido por el bien. De ese modo, sobre el Tarascón se situaba siempre a una figura femenina, que fue perdiendo poco a poco sus cualidades iniciales para pasar a ser con el tiempo una personificación que se movía y accionaba durante toda la procesión, siendo, junto al domesticado dragón, uno de los atractivos preferidos del público.