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Sería una obviedad decir que en la actualidad el mundo de la imagen supera en importancia e influencia al mundo de la palabra; muchos de los mecanismos de creación que se ejercitaban a través del lenguaje oral se ven así trastornados y, en consecuencia, queda la transmisión de conocimientos tradicionales en situación crítica. Los narradores o transmisores, que tanta consideración social alcanzaron en civilizaciones antiguas, pierden la función que cumplieron de intermediarios culturales, resultando su trabajo minusvalorado cuando no despreciado. A este fenómeno debe de añadirse la confusión o mezcla de culturas resultante de la utilización de poderosos medios de comunicación, capaces de implantar costumbres de lejanos países en el nuestro dejándonos escasa posibilidad de reacción. Pocas personas tienen hoy día verdaderamente asimilada la “cultura” que reciben (y entiéndase cultura no sólo en el sentido de acumulación de conocimientos inútiles sino de cultivo de la propia personalidad). Por el contrario, esos conocimientos no engranan, no ajustan con el tipo de vida que se ven obligados a llevar y “rechinan” la mayoría de las veces. Sabemos que es condición del ser humano la de no estar contento con su suerte, pero nuestros días nos han llevado a un oscuro callejón de angosta salida: casi nadie está en el lugar que debería ocupar ni hace lo que realmente le gustaría hacer.
Nuestra época –y por tal entendemos aquella que abarca el número de años correspondiente a las cuatro generaciones que pueden llegar a convivir– no se ha distinguido precisamente por su capacidad creativa. Desde hace cincuenta años se viene repitiendo un repertorio cada vez más reducido y, según las zonas, ni siquiera representativo. A los jóvenes que han venido formando grupos para la interpretación de la música y poesía del tipo tradicional, les ha faltado habitualmente el aliciente de la creación para evitar el peligro de que la costumbre se convirtiera en monotonía con sus correspondientes y funestas consecuencias. Tampoco estaban familiarizados con la estructura musical de algunos géneros cuyo conocimiento les habría permitido crear “intuitivamente” sobre fórmulas ya decantadas. El resultado es evidente: se acepta sin reservas que lo propio ha perdido valor y se desprecia por lo general como resto de un pasado vergonzante.