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Como preámbulo obligado, necesario, aunque no lo precise el lector, cabe decir que una de las costumbres más arraigadas en España, por todas sus regiones,era la de encender hogueras en la noche mágica o hechizada de San Juan, cuyas raíces se remontan a los celtas, costumbre luego cristianizada. Nos referimos a esa de ir a coger el trébol antes de que los gallos taladren el alba con sus quiquirikíes. Antes, todavía perdura en algunas aldeas del Señorío de Molina, abrigadas con sus tradiciones por los valles del Alto Tajo, todo en la noche sanjuanera era anhelo, mito y leyenda,de amor. Florecía ilusionada a través de los siglos, como en los tiempos de Lorenzo de Astorga, cuando nos dice en su "Poema de Alexandre", que:
"Madurava don Junio las mieses e los prados,
tenía redor dessí muchos predios segados;
de ceresas maduras los ceresos cargados,
eran a mayor siesto los días allegados.
La víspera del día 24 se animaba el alma ingenua de las aldeas y poblados molineses, reuniéndose los mozos en corros y rondallas de guitarras y bandurrias en la anochecida, se encendían las hogueras clásicas como en la época remota de los druidas, en un rito hermoso, ancestral y primario. Mientras tanto, mozos y doncellas, mancebos y chavalas, danzaban cogidos de las manos, ante la expectación vigilante de los mayores, cantando:
"Vámonos al campo por trébol,
vámonos a los huertos sencidos,
a por mielgas y trébol de amor."
Se retorcían las támaras fragantes con crepitar de llamas bajo las viejas torres de las iglesias, poniendo brillos de ensueño y de fiebre en las pupilas de los enamorados.
Al embrujo de las hogueras magas, con música y baile, bajo el palio sensual de la noche tibia, estrellada, en la que florecen líricos rosales, hasta los mocetes menos sentimentales se tornaban visionarios.
Seguía, entonces, desgranando la ronda folklórica sus notas líricas, y en torno a las hogueras de cándalos resinosos de pino y olorosos leños de enebro o sabina, la juventud hechizada continuaba danzando, mientras ardía el fuego sagrado, milenario, de las secas retamas.
¡Con qué ilusión esperaban los muchachos del campo la noche mágica de San Juan! Con garbo y aliento ilusionados, aquellas gentes sanas y soñadoras, al ritmo de laúdes, bandurrias y guitarras, a veces también acompañados de algún acordeón, cantaban en los poblados molineses de la Sexma de la Sierra, también en las del Campo, Sabinar y Pedregal, aquello de:
"Chicas y muchachos,
a coger el trébol,
la mielga embrujada,
ya en noche estival."
Esto es, a buscar las maravillosas hierbas ancestrales, especialmente el trébol de cuatro hojas legendario en el verde sencido de los prados, en los ribazos linderos con árboles frutales de alta montaña, incluso en las bardas con tierra, donde viven los caracoles trepando por las paredes de piedra cercanas alas albercas y a los fontarrones rústicos.
Todos estaban seguros de que la moza que lo encontrara hallaría infaliblemente el amor, encarnado en un mozo arrogante, fiel y apasionado como el Peribáñez lopiano. Saltaban rapaces y adolescentes, mozos y mozas de algunos años más, las hogueras mágicas por parejas, para ir luego a buscar el trébol cuadrifolio y prenderlo en las chambras, sin que nadie lo viera, pues de otra forma perdía su condición de hechizo milagrero. Y ellos, que se apartaban de las mujeres según hacían obedeciendo a convenios establecidos ancestralmente, tenían que volver con ramos olorosos de menta, espliego y romero, entre otras plantas aromáticas.
Callaban las campanas, enmudecían la rondalla y las canciones, se apagaban las hogueras de llamas trepidantes, como en las noches célticas, pero ardía inextinta y pura la ilusión juvenil de aquellos tiempos, tan distinta de los actuales. Nadie pensaba en dormir entre los jóvenes del lugar. Por los huertos y las albercas croaban multitud de batracios. En las lindes estallaba el perfume de los rosales bajo el plenilunio. La noche para la muchachada tenía anhelos hondos, callados secretos pasionales.
Ya habían ido, al filo de las doce, con luna alta y cielo raso generalmente, a la fuente milagrera que brotaba en la cañada, a beber de ella tres sorbos largos como mandaba la tradición, recitando un ensalmo y pensando en el galán de sus preferencias, que "en los días siguientes las pediría de amores".
Es bello el mito de la noche sanjuanera legendaria, fábula que era certeza para nuestras campesinas sencillas del ayer más cercano, puesto que para el pueblo parece indiscutible cuanto avala el testimonio oral de muchas generaciones.
La noche de San Juan molinesa
En los cerca de ochenta pueblos y aldeas, caseríos y núcleos menores que antaño formaban el renombrado Señorío de Molina, enmarcado a finales del siglo XVIII por los Corregimientos de Daroca, Calatayud y Albarracín hasta las tierras de Medinaceli y la serranía de Cuenca, según los mapas que en 1785 realizó don Tomás López, geógrafo de los Dominios de Su Majestad, se celebraba esta fiesta nocturnal pagana, luego cristianizada, con ligeras variantes, desde los tiempos remotos. Sabido es que los autores griegos divinizaron esta noche caliente al nacer el verano, que representaba el despertar de la pasión femenina para el amor, bajo el embrujo lunar, anhelo rodeado por el paisaje bucólico. Ensueño cubierto por un manto de muérdagos y tréboles bañados de rocío, según la descripción de poetas y artistas de la Antigüedad clásica.
Noche de San Juan en las Sexmas molinesas. Todo estaba despierto en sus campos perfumados en el embrujo de la Naturaleza, atenta a los fines para los que fue creada. Antaño, en las tibias tinieblas de los caseríos, cuando todavía no se habían construido centrales eléctricas en el Alto Tajo y sus afluentes, entre otros ríos que surcan y fertilizan el territorio, las lenguas de oro de historiados candiles se esforzaban por detener el ocaso, sin lograrlo.
Las voces del mocerío, que. templaban los instrumentos de cuerda, preparándose para la ronda, la danza y el mito -antes que la radio y los tocadiscos acabaran con esta bella costumbre ancestral- se mezclaban con los mil ruidos del campo ya hundido en sombras, lleno de ladridos, del sonar de los cencerros de los rebaños y del croar de los batracios por las albercas.
Todo lo orgánico de la vida campestre -llama, perfume, balido, son y rumor- se combinaba en la noche. embrujada de San Juan para inquietar y tener despiertas a las mozas casaderas que penaban dulcemente de amor y de esperanza, como decía por aquellas tierras un romántico poeta antañón.
Las estrellas relucientes y las rosas líricas de junio se confabulaban con extraños augurios, el mito milagrero del muérdago y el trébol de la canción. Plantas que se abren en los ribazos y en las lindes con el alba, proporcionando en la ilusión un novio a cada muchacha en estado de merecer.
En las sombras del valle habitado, la rondalla, cuando ya crepitaban los leños y las támaras en las hogueras al pie de los campanarios, estallaba la música de cuerda, salpicada de coplas bajo los olmos centenarios a los compases de un mundo muy diferente al actual.
Entonces se plantaba un "pimpollo", un pino nuevo recién cortado, dejándole arriba su vástago de pinaza, al tiempo que cantaban:
"Debajo de un pino verde
tiene mi amante la cama,
y cuando se va a dormir
cuelga un candil en la rama."
Cada mozo, cuando ya estaba hincado y engalanado el árbol o viga en la plaza del pueblo, hacía detenerse a la ronda ante la ventana florecida de la chavala o joven de su preferencia, cantándole coplas de amor a su manera:
"Mujeres hay en el pueblo,
pero como tú ninguna,
que en la puntita del pie
llevas el sol y la luna."
Tras de las maderas entornadas, la moza en cuestión se sentía feliz, casi siempre halagada, al menos en su vanidad de mujer, cuando el pretendiente no era de su gusto.
Noche de San Juan, mañana perfumada de fiesta patronal de Pinilla de Molina, que comparte con Terzaga la ermita de Nuestra Señora del Amor, y de tantas otras villas y aldeas del contorno.
Fiesta y fecha propicias para lucir las mujeres molinesas sus más alegres vestidos y sus sonrisas más prometedoras. Noche, para soñar los jóvenes, recordar los adultos, para sentir aquellos cómo palpita el corazón y cómo bulle la sangre en los pulsos.
Decíamos antes que en los pueblos del Señorío de Molina que todavía persisten juvenilmente a pesar de la emigración, la noche mágica de San Juan se sigue celebrando aminorada con rondallas que perviven, engalanamiento de ventanas y balcones por tradición no extinguida, cantándose coplas alusivas al requiebro amoroso baile colectivo por calles y plazuelas. Se hace un derroche de mentas y flores, porque este santo tiene bastante amistad con San Antonio el casamentero. Es una vieja leyenda de los pueblos serranos aislados que no quiere morir, aprendida de sus abuelos y sus padres.
Por estas fechas en que los capullos con el rocío se tornan o abren como rosas líricas, cada mujer de las Sexmas molinesas del Campo, el Pedregal, el Sabinar y la Sierra, si es joven y soltera, espera la repetición del milagro, con voluptuosidad esperanzada. Se le pide al Bautista que las contempla en los templos a la luz de las velas, hechas de cera virgen de los colmenares colgados en los ciriatos, en las soleadas laderas, que no defraude su esperanza, puesto que se lo piden con fe y con ilusión inmutables en sus ofrendas. En el fondo de los corazones de la muchachada, limpia e ingenua, esto no cambia a pesar del paso del tiempo en las aldeas dormidas en el fondo de los valles, junto a las rochas y al pie de las muelas forestales, bajo la comba de los cielos en este nocturno estival. Se les nota en el extraño fulgor que brota de sus ojos creyentes, esperando que el alba ría en los alcores, despidiendo al último lucero que brillaba sobre las majadas y los oteros junto al río..
Antes esta hermosa y arraigada costumbre folklórica era practicada como un rito popular, buscando tras la danza en torno de las hogueras, por los prados y los alfalfares cubiertos de rocío, muérdagos y tréboles de cuatro hojas, símbolos remotos de suerte, amor y felicidad. Era como una anhelante interrogación, una bella costumbre, que evocamos y que no debe desaparecer.