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La caza fue sin duda la diversión favorita de nuestros reyes y en ella gastaron grandes cantidades de dinero, aunque la economía del país estuviera en un estado lamentable. Por la caza algunos monarcas abandonaron incluso sus obligaciones principales.
Para su gran afición dispusieron los reyes de un pequeño ejército de dependientes especializados en las distintas tareas y distribuidos en tres gremios: Real Caza de Montería, Real Caza de Ballestería y Real Caza de Volatería. Al frente de cada uno de ellos estaban el montero mayor, el ballestero mayor y el halconero o cazador mayor, respectivamente. Por debajo de estos importantes cargos, que fueron desempeñados por individuos de la nobleza, hubo tenientes y otros muchos puestos de menor responsabilidad.
De acuerdo con una antigua costumbre de la Casa de Castilla, que probablemente también existiría en otros lugares de España, los hijos de los empleados reales de la caza tenían preferencia para ocupar un puesto, que muchas veces era el mismo que habían desempeñado sus padres. Ya en la Edad Media varios cazadores de Alfonso X el Sabio, Jaime II de Aragón, Juan II de Navarra, etc. vemos que llevaban el mismo apellido. Un decreto dado por Felipe IV el 8 de febrero de 1649 incluyó dentro de esa preferencia a los hijos de los empleados más modestos de la Caza de Volatería, los mancebos, siempre que fueran mayores de 15 años, hábiles para montar a caballo, cruzar los ríos y buscar los halcones perdidos.
Varios miembros de distintas familias fueron dependientes de la caza de nuestros monarcas. Entre ellos estuvieron los Pernía, tenientes de cazador mayor de la Caza de Volatería naturales de Villamuriel de Campos (Valladolid), que sirvieron en ese oficio a Felipe III, Felipe IV, Carlos II y Felipe V.
El teniente de cazador mayor representaba al cazador mayor durantes sus ausencias. Era también el encargado de las compras, en cualquier lugar de España y en el extranjero, de los muchos y costosos halcones que empleaban los monarcas. Era el teniente de cazador mayor quien ordenaba la búsqueda de las aves de rapiña perdidas “cuando se apartaban de los vuelos” alejándose demasiado al perseguir a sus presas y cuando éstas se refugiaban en lugares de abundante vegetación donde los halcones quedaban enredados.
Tanto el cazador mayor como el teniente tenían que ser representados y obedecidos por los demás empleados de la caza, y de esto se preocuparon mucho los reyes castigando a los que no lo cumplían.
Uno de los miembros de la familia Pernía fue D. Diego Pérez de Villamuriel, nacido en esta población a mediados del siglo XV. Fue oidor de la Chancillería de Valladolid nombrado por los Reyes Católicos. Se casó con una mujer de la familia Pernía, del mismo lugar, con la que tuvo varios hijos que llevaron el apellido materno. Al morir su esposa, D. Diego se hizo eclesiástico llegando a ser nombrado en 1513 por Fernando el Católico obispo de Mondoñedo. Después fue presidente de la Chancillería de Granada y miembro del Consejo Real. Murió en 1520 y fue enterrado en la capilla por él costeada en la iglesia de San Pelayo de su pueblo natal, Villamuriel de Campos.
El hijo mayor de D. Diego, Tristán de Pernía, también se hizo eclesiástico después de enviudar y obtuvo el Arcedianato de Montenegro (1).
Fue Diego de Pernía el primero que prestó sus servicios como teniente de cazador mayor. Sirvió a Felipe III durante 22 años de ellos 9 sustituyendo al cazador mayor, conde de Alba de Liste, por enfermedades y ausencias.
Vivió en la calle del Prado de Madrid y estuvo casado con Isabel de Nanclares y al morir ésta, con Ana de Valdés.
Falleció Diego de Pernía en Madrid y de acuerdo con lo dispuesto en su testamento de 29 de noviembre de 1622, sus restos fueron trasladados a Villamuriel de Campos, su pueblo natal: “…a mi capilla y entierro que allí tengo en la iglesia de San Pelayo” (2).
Fundó Diego de Pernía mayorazgo que, al no tener hijos, pasó a su sobrino Tristán de Pernía.
Éste fue nombrado primero cazador y después teniente de cazador mayor al quedar vacante el cargo. El 31 de mayo de 1633 Felipe IV comunicaba a su mayordomo mayor y contador de la despensa y raciones de la Casa de Castilla, que hiciera el nombramiento “…por ser conveniente a mi servicio que D. Tristán de Pernía se ocupe en las cosas tocantes a mi caza de volatería por la inteligencia que tiene dellas…” (3).
Estuvo casado Tristán con María Girón con quien tuvo varios hijos. Dos de ellos, Blas y Gaspar, sucedieron a su padre en el cargo.
Blas de Pernía Girón fue caballero de la Orden de Santiago. El 20 de junio de 1652 le hizo Felipe IV la merced de agregarle a la plaza de teniente mayor los gajes de cazador de volatería. Murió Blas el 30 de julio de 1663 y fue enterrado en la iglesia de María Magdalena de Madrid. A su esposa se le concedió una pensión de 300 ducados anuales “en consideración de los servicios de su marido”.
A Blas de Pernía le sucedió en el empleo de teniente de cazador mayor su hermano Gaspar y a éste sus hijos Luis y Gaspar.
Luis de Pernía fue caballero de la Orden de Santiago y vivía en Villamuriel de Campos cuando fue nombrado teniente de cazador mayor que aceptó por ser un puesto “que habían tenido sus antepasados de más de cien años a esa parte”.
Gaspar gobernó la Real Caza de Volatería durante el tiempo que Felipe V estuvo sin nombrar cazador mayor y hasta que contrajo una enfermedad que le impidió montar a caballo, por lo que se retiró a Villamuriel de Campos donde tenía su casa y hacienda.
Los dependientes reales de la caza estuvieron siempre mal pagados incluso los que ocuparon los puestos más elevados. Los reyes reconocieron esto siempre pero la mayoría de ellos se vieron imposibilitados para subirles los sueldos por los problemas económicos que casi siempre padecieron, lo que denominaban “urgencias de la corona”. Éstas no les impedían sin embargo gastar verdaderas fortunas en halcones, perros, armas, etc.
El teniente de cazador mayor ganaba en el reinado de Felipe II anualmente 111.000 maravedís y Felipe III elevó después esa cantidad a 187.500. Felipe IV reconoció siempre “la cortedad de sueldos” de sus empleados pero no hizo nada por evitarlo. Felipe V ya les pagaba 287.500 maravedís y Fernando VI fue quien decidió aumentar de forma considerable el salario de sus empleados de la caza, aunque apenas pudieron éstos disfrutar el aumento porque poco después suprimió ese monarca la Real Caza de Volatería, pagándoles desde entonces sólo medio sueldo a los que no tenían otro medio de vida.
De estas cantidades que percibían los tenientes de cazador mayor ellos tenían que pagar a tres mancebos y sustentar a varios caballos y halcones.
Peor aún que la exigüidad del salario de los cazadores reales era el retraso con que lo cobraban que a veces era de varios meses e incluso años. No fue raro que muriesen sin recuperar lo que les debían y luego hacerlo sus herederos bastante tiempo más tarde.
Tristán de Pernía, por ejemplo, murió sin que Felipe IV le hubiese pagado 2.000 ducados que le debía de su salario, otra cantidad por gajes y 1.550 reales por cuatro halcones que había comprado para el rey pagándolos de su dinero particular, como era costumbre. Años después su hijo Blas reclamó y pudo cobrar la deuda.
Algunos de los cazadores mayores y tenientes consumieron toda o parte de su hacienda propia, realizando un servicio al rey de gran esfuerzo y responsabilidad.
Ese fue el caso de Diego de Pernía, según expuso en su testamento (4):
“…durante el matrimonio entre mí y la dicha doña Ana de Valdés y Quiñones, mi mujer, yo la he gastado y consumidos sus bienes dotales que truxo a mi poder y las demás cantidades que para aumento de su dote me dieron parientes suyos, y todo en servicio de su Majestad, sirviendo la dicha mi plaça de más de 22 años a esta parte y los 9 de ellos sirviendo el oficio de cazador mayor, por enfermedad del duque de Alba…”.
Eso mismo le ocurrió unos años después a Tristán de Pernía, y aparece también en su testamento de 1 de enero de 1645 (5):
“Iten pido y suplico a S. M. me haga merced por mis servicios y por aber gastado la hacienda de mi mujer, doña María Girón, en ellos, lo que se acostumbra y se ha hecho con las demás muxeres de tenientes de caçadores mayores…”.
Otro miembro de esta familia, Luis de Pernía, se vio obligado en 1699 a vender los cuatro caballos que tenía para el servicio de la caza real por necesidades económicas. En un escrito se quejó al rey Carlos II del corto sueldo que cobraba (6):
“…los cortísimos gajes de este ejercicio y la corta porción que de ellos se percibe a vista de tantos y diarios gastos con caballos, mancebos y halcones de que V. M. hace experiencia en el campo…”.
Pidió que le concediera Carlos II para poder continuar ejerciendo el oficio de teniente de cazador mayor, una plaza de gentilhombre de boca, como lo había hecho con su padre unos años antes. Este cargo, que le fue concedido, le proporcionó otro sueldo de 36 placas diarias.
Gracias a la abnegación, generosidad y esfuerzo de los Pernía y otros grandes cazadores, pudieron practicar nuestros monarcas su gran afición de la caza.
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NOTAS
(1) PÉREZ GARZÓN, F.: Apuntes para una historia de Villamuriel, Valladolid, 1988, pp. 29–53.
(2) Archivo General de Palacio. Personal. Caja 826, exp. 14.
(3) Archivo General de Palacio. Personal. Caja 2660, exp. 41.
(4) Archivo General de Palacio. Personal. Caja 826, exp. 14.
(5) Archivo General de Palacio. Personal. Caja 2660, exp. 41.
(6) Archivo General de Palacio. Personal. Caja 827, exp. 2.