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Espigando en mis recuerdos, he querido reunir aquí algunas anécdotas -que no chistes, que revelan rasgos de ingenio, acerados comentarios dichos con incisiva oportunidad, certeras ocurrencias expresadas buenamente, como quien no hace la cosa, en la vida campesina.
Estas gentes del campo no son tan ignorantes ni tan necias como generalmente se cree en las ciudades. Son gentes que poseen -¿cómo no?- su vena humorística, su gracia en el comentario a veces acerado, su filosofía natural, su gramática parda... y se me hace a mí que todo esto es un valioso factor en el acervo folklórico del sector rural.
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El tío Trifón tenia en el pueblo fama de no frecuentar la iglesia, aunque, a decir verdad, era tan católico como los demás.
La señá Celsa la Carcunda censuraba muchas veces esa conducta del tío Trifón. Un día que no era domingo, pero sí día de precepto, o sea de los que "repican en gordo", el tío Trifón había querido aprovechar las primeras horas del día para ir a regar un cachejo de huerta que tenía como a dos kilómetros del pueblo. Madrugó el tío Trifón, con la santa intención de no faltar aquel señalado día a la misa; pero, como suele decirse, a veces el diablo enreda las cosas de forma que impiden a un buen cristiano cumplir sus deberes religiosos. Y así le ocurrió al tío Trifón el día de marras. O el viento venía del lado contrario, o el diablo por ello, el caso es que el tío Trifón no oyó las campanas y cuando quiso darse cuenta, era ya algo, tarde para llegar a la hora de misa.
No obstante, el tío Trifón, así que se percató del caso, dejó su trabajo, con el que él también estaba sirviendo a Dios, como él decía, y se apresuró a coger el camino del pueblo lo más de prisa que pudo.
Al entrar en el pueblo, enfocó la calle de la Iglesia, y se encontró con que la gente ya salía de misa.
En uno de los grupos de mujeres que salían de misa iba la señá Celsa la Carcunda, que era a los ojos de aquel pueblo la mujer más católica, apostólica y romana de aquella pía vecindad. Le faltó el tiempo a la Carcunda para enfrentarse al tío Trifón y decirle con tono de dura reconvención:
-¡Ay, tío Trifón!...Con el día que es hoy y ha perdido usted la misa.
A lo que el tío Trifón contestó en tono zumbón:
-¿La ha encontrado usted?.. ¡Pues hágase cuenta de que nada se ha perdido!
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La tía Everilda fue siempre muy devota de San Sebastián, y siempre tuvo a la cabecera de su cama una imagen de aquel santo..
Cuando la tía Everilda era ya muy viejecita cayó en cama, como ella decía, para no levantarse más. Estando ya "en las últimas", vino el señor cura del pueblo a verla y a rezarle lo que allí les decían "las recomendaciones del alma".
-¡Tía Everilda! -le dijo el señor cura-. Ya sé que tiene usted una gran devoción a San Sebastián.
Hizo la tía Everilda un leve movimiento de cabeza para confirmar lo que el señor cura la dijo.
-Pues pida usted a San Sebastián que interceda por usted ante Dios Nuestro Señor...
No había terminado la frase el. señor cura, cuando la tía Everilda, haciendo un gran esfuerzo para dirigir la mirada a la piadosa estampa de la cabecera, murmuró trabajosamente:
-¡Ay, San Sebastián! ¡Pobrecico! No ha pedido para él, que está desnudo, ¡bien va a pedir para mí! y la tía Everilda, minutos después, fallecía cristianamente.
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Su verdadero nombre era Robustiano, pero en el pueblo le decíamos el tío Robus.
Del tío Robus decíamos también que era un hombre "muy leído". Esta frase hay que. entenderla en el sentido de que el tío Robus leía mucho.
Y era verdad. Todavía me parece estar viéndole -y yo era entonces un chiquillo- sentado en una mugrienta silla, a la rajica del sol en invierno y al amparo de la sombra en verano, siempre leyendo en algún viejo libro. Por eso, sin duda, el tío Robus se sabía de memoria muchos versos y coplas, y siempre en bodas, bautizos y demás fiestas familiares era ya un número indispensable el que ofrecía aquel buen hombre recitando poesías aparentes al caso, y hasta en algunas ocasiones, versos sacados de su cabeza.
Causó en todo el pueblo una honda tristeza y un dolor muy sincero saber que el tío Robus había caído en cama, muy enfermo.
Y oí contar que cuando el señor cura acudió a administrarle la Extremaunción, le dijo algunas palabras de consuelo propias del caso. Entre ellas, parece ser que trató de animarle diciéndole que administrarle la Extremaunción no significaba que el enfermo estuviera a las puertas de la muerte.. y que. el tío Robus interrumpió al sacerdote:
-No será como usted dice, señor cura, pero por algo la llaman "la extrema".
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A la entrada del verano, el tío Filoteo se disponía a ir a la Feria de San Pedro para comprar una mula. Así que se enteró la tía Otilia la Moruga, que. vivía en la misma calle, le dijo:
-Tengo entendido que irás mañana a la Feria de San Pedro a comprar una mula. Si no te sirviera de incomodo, ya de paso, velay, podías traerme. un botijo de esos de barro blanco que hacen el agua tan fresquita. O sea, para que entiendas, como el que trajiste a la Eufrasia el año pasado, que conserva el agua que da gusto beberla.
-Bueno, mujer, si no es más que, eso...
Así que la tía Otilia la Moruga supo que el tío Filoteo había regresado de la feria, corrió a su casa.
-Filoteo, ¿te acordaste de comprarme, el botijo?
-¡Claro que me acordé,! y bien majo que era. Y con todo el cuidado del mundo lo puse en las alforjas. Pero mira por dónde, el condenado burro, cuando ya llegábamos cerca del pueblo, dio un tropezón ¡y adiós botijo!
-¡Anda, que si te lo llego apagar!...
A lo que el tío Filoteo repuso rápidamente sonriendo:
-¡Anda, que si te lo llego a comprar!...
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Era un buen hombre, pero en el pueblo le decían el tío Blas el Cornudo, porque su mujer, la tía Eufemia, parece ser que se entendía con don Afrodisio, un labrador de los más pudientes.
El tío Blas, que empezó siendo un triste jornalero sin un pedazo de tierra donde caerse muerto, tenía a la sazón de este relato un prado donde pastaban seis o siete vacas lecheras y un toro semental.
Un día, el tío Blas el Cornudo llevaba su toro al prado por el camino de los Zarzales Y en lo más estrecho del camino se toparon con la tía Pascua la Marciala, mujer que en el pueblo tenía fama de ocurrente y graciosa porque siempre tenía a tiempo la frase oportuna para zaherir a cualquiera.
Al pasar junto al toro, el animal hizo un movimiento brusco, y la tía Pascua, encorajinada, dijo en voz alta y comprometedora:
-¡Maldito cornudo!
El tío Blas el Cornudo se dio por aludido y replicó:
-¡Sin faltar, tía Pascua, sin faltar!
La tía Pascua, con marcada intención, explicó:
-No lo decía por usted, tío Blas, sino por el toro, que es el que en este momento lleva los cuernos.
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El tío Zenón, el herrero, era por aquel tiempo el alcalde del pueblo. Un día se presentó en su casa la Fermina, una moza que. vivía sola, a quien mullían en el pueblo las malas lenguas atribuyéndola que. en su casa recibía hombres por la noche.
-Vengo a decir a usted, tío Zenón, que. los muchachos que juegan por las tardes frente a la puerta de mi casa, en cuanto les pido con buenos modales que se vayan de mi puerta, empiezan a llamarme: Tía pu...tía pu. ..Bueno, usted ya me. entiende
-¡Bah! -contestó el tío Zenón con mucha zumba-. No les hagas caso, muchacha. También a mí, cuando se juntan unos cuantos rapaces a jugar en la plaza, donde, como sabes, tengo mi fragua, empiezan a gritarme: "¡Tío herrero! ¡Tío herrero!... ¡Y no voy a enfadarme por eso!
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Un hombre de mi pueblo viajó en cierta ocasión a la capital en el coche de línea. Junto a él, otro viajero, al parecer, "de ciudad", se propuso tramar conversación con el paleto, y comenzó con el consabido latiguillo:
-¿De dónde es el amigo.?
-De Aguilera del Río Sequillo -contestó con la mayor naturalidad el paleto.
Dibujó el otro una significativa sonrisa y apostilló con aire de guasa:
-¡Hombre, qué suerte! ¡Pasará por allí ese río!
Y el paleto respondió con la mayor naturalidad:
-¡Sí, señor, tos los días!
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El mayor azote que sufrían nuestros campos era la sequía. Meses y meses sin caer del cielo una gota de agua. O no se podía sembrar, o las siembras nacidas se agostaban rápidamente. Con frecuencia había que hacer rogativas para pedir la lluvia.
Recuerdo que un año, ya muy avanzada la primavera, se hizo una solemne rogativa llevando en procesión durante cinco días, o más, no recuerdo bien, a la Virgen Patrona del pueblo. Pero como si no. Las nubes seguían sin dar señales de soltar el agua tan deseada.
Una señora a la que llamaban la señá Nice, mujer muy piadosa, decidió hacer por sí sola, en su casa, una novena ante la estampa de un Santo Cristo que tenía en la mejor habitación de su casa. Con este piadoso acto, se proponía alcanzar de aquel bendito Santo Cristo, en el que ella confiaba totalmente, el agua que aquellos campos necesitaban con urgencia.
Una tarde, poco después del mediodía, empezó el cielo a anubarrarse. En el rostro compungido de la señá Nice se dibujó una clara sonrisa. No le cabía duda. La lluvia era inminente. El Santo Cristo había atendido el ruego que tan apasionadamente le hacía todas las tardes, durante el rezo de la novena. De pronto, oyó un trueno. Aparecieron en el cielo unos relámpagos como culebrinas. Empezaron a caer unas gotas. La señá Nice no cabía en sí de contenta.
Pero en seguida, oyó que el granizo repiqueteaba en los cristales de la ventana. Se le cayó el alma a los pies, como solíamos decir en el pueblo para indicar una tremenda decepción en nuestras ilusiones. Lo que la señá Nice creyó que era el agua salvadora que ella había pedido al Santo Cristo, no era sino un asolador pedrisco.
Arreciaba la granizada, y la señá Nice se arrodilló con unción delante de la estampa de su Santo Cristo y casi, casi le increpó:
-¡Santo Cristo! ¡Que te equivocas! ¡Que te equivocas! ¡Que no es eso lo que te he pedido!
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Se detuvo el coche junto a la tierra en que araba el tío Sabas. Descendió de él un señor muy bien vestido, que en seguida se veía que era de ciudad. Entabló conversación con el labriego.
-¿Qué hace usted?
-Ya lo ve. Sembrando unos pocos garbanzos.
El señor del coche, un poco en plan de chunga, contó al campesino el chiste aquel que se cuenta de que el hombre de la ciudad dijo al labrador que por qué se empeñaba en hacer tanto trabajo para sacar garbanzos de la tierra, cuando en la ciudad, en cualquier tiendecilla de barrio, los venden ya hechos.
El tío Sabas, con aire de cazurro, comentó:
-Sí, señor. Ya sabemos que ustedes, los de la capital, como no tienen que entretenerse en esto de hacer garbanzos, como quien dice, porque ya se los dan a ustedes hechos en las tiendas, pueden permitirse el lujo de gastar el tempo en ir al cine, pongo por caso, y a otras diversiones así .
-Sí, señor -aprobó muy ufano el señor del coche-. Allí no tenemos que gastar el tiempo en estos trabajos tan duros.
Y el labriego remachó sentencioso:
-Lo peor será que si a cuantos trabajamos en esto de sacar garbanzos de la tierra nos da un día la vena por marchar todos a la capital, me temo que llegará el día de tener que echar una ración de cine, pongo por caso, al puchero.