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Entre los santos, la Iglesia siempre contó con algunos –Santiago, Santa Brígida, San Amaro, San Geroldo– a quienes los peregrinos se podían encomendar con la certeza de que su demanda de ayuda o de protección para el camino sería elevada de la mejor forma posible hasta Dios o la Virgen. De San Geroldo, a quien la iconografía presenta atravesado por una lanza y vestido de peregrino (a veces también con una palma), hay abundantes leyendas –casi todas centroeuropeas – acerca de sus innumerables viajes y procedentes muchas de la autobiografía que se encontró junto a su cadáver. De Santa Brígida o Birgit, que nació con medio siglo de diferencia con respecto al anterior, también hay abundantes relatos de los desplazamientos a Santiago (con su esposo) y, ya siendo viuda, a Roma –acompañada por su hija Catalina– y a Jerusalén y los Santos Lugares. De San Amaro, francés y nacido en el siglo XIII como San Geroldo, tenemos unos gozos que todavía se cantan en aquellas parroquias que conservan su novena y que dicen:
Más de una vez te encontraron/ esperando en los caminos a los pobres peregrinos/ que a ti cansados llegaron y cargártelos miraron/ con un esfuerzo inaudito, intercede por nosotros/ Amaro, santo bendito.
Casi al final del poema se repite el milagro, tan frecuente en vidas edificantes, de que las campanas doblen solas:
Si en la noche de tu muerte/ las campanas se tañían y resplandores venían/ desde el cielo a esclarecerte por tu venturosa suerte/ con mayor gozo repito: intercede por nosotros/ Amaro, santo bendito.
La iconografía del apóstol Santiago nos puede servir de referencia para conocer la indumentaria del peregrino: el bordón o bastón (con el que, según recientes investigaciones, el viajero avezado podía calcular la distancia que le separaba de un punto en el horizonte), el sombrero de ala ancha, la calabaza y el zurrón de piel de ciervo. El rosario y una caja o tubo de hojalata para guardar los documentos completaban el atuendo externo.