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INTRODUCCIÓN
“La música es el refugio de las almas ulceradas por la dicha”.
(Ciorán)
Las emociones, tan de actualidad entre filósofos, psicólogos y neurocientíficos, no existían como categoría conceptual dos siglos atrás. Hay que señalar que, en puridad, las emociones no adquirieron el estatuto de categoría psicológica singular hasta el siglo XIX y con su introducción se desvanecieron los conceptos de apetito, pasión y afectos. Se pretende ahora que el concepto de “emoción” abarque cualquier matiz del espectro de estados mentales, llegando incluso a crear nuevos constructos como el de “cociente emocional” en analogía directa con el “cociente intelectual”.
Una primera aproximación sobre el origen histórico de las teorías modernas de las emociones la avanzó Solomon, R. C. (1976) en The Passions: emotions and the meaning of life. Revelaba allí que los pensadores occidentales se mostraron proclives, hasta la segunda mitad del siglo XX, a otorgar un significado negativo a las emociones, las reputaban somáticas, involuntarias e irracionales. Solomon culpa de esa visión negativa al peso del racionalismo que postulaba el antagonismo entre emoción y razón.
En la historia de la psicología de expresión inglesa se produjo, entre 1800 y 1850, un cambio radical en el vocabulario establecido en torno a los conceptos de esperanza, miedo, amor, odio, alegría, tristeza, angustia, etc. Estas nociones dejaron de considerarse pasiones o afecciones del alma, e incluso sentimientos, para erigirse en emociones. Dixon, Th. (2003) (1) atribuye esta sustitución a la secularización de la psicología. Antes de la aparición del vocablo “emociones” se prefería, entre la gama de términos disponibles, el de pasiones para designar el universo nebuloso de impulsos cuando no de determinados trastornos de la mente.
Charles Darwin (1809–1882) abordó la expresión de las emociones ya en 1838, cuando consideraba que lo que entonces denominaba “nuestras pasiones” eran signos de un pasado animal. Sin embargo, el análisis evolucionista que aparece en su Expression of the emotions in man and animals (1872) donde explora el origen y la naturaleza de la mente, profundiza en las expresiones faciales y corporales de las emociones, encontrando respaldo en sus resultados para su hipótesis de un origen común de las expresiones emocionales, aunque no pudo descubrir una función social o comunicadora de estas emociones. En su teoría, las emociones remiten a un amplio espectro de estados mentales, pero nunca se esforzó por explicar los orígenes o funciones de los sentimientos emotivos, ni tampoco se propuso definir o clasificar las emociones “per se”. Sólo parecía interesarle la fisiología y el comportamiento asociado a ellas. Para dar cuenta del proceso de conexión de las emociones con determinados comportamientos Darwin apelaba a tres principios: el de los hábitos asociados útiles, el principio de antítesis, que establece que un estado opuesto tendería a expresar una acción opuesta, y, por último, el difuso, principio de la acción directa del sistema nervioso.
La emoción se puede definir como “un estado afectivo intenso y transitorio producido por un estímulo del entorno o una situación interna del propio individuo que transforma el equilibrio psicofísico de una persona y suele ir acompañado de expresiones faciales, motoras, etc.”. Cuando una emoción perdura un cierto tiempo se habla de “estado de ánimo”, y los temperamentos son la tendencia a evocar una determinada emoción o estado de ánimo: así, se habla de una persona melancólica o jovial, pudiendo llegar a trastornos emocionales como la depresión, ansiedad, etc. En cambio, para Damasio, A. (2005) sentimiento es un proceso de verificación continua de lo que nuestro cuerpo está haciendo mientras los pensamientos sobre contenidos específicos siguen pasando uno tras otro. Si una emoción es un conjunto de cambios en el estado corporal conectados a determinadas imágenes mentales que han activado un sistema cerebral específico (sistema límbico), la esencia de sentir una emoción es la experimentación de tales cambios en yuxtaposición a las imágenes mentales que iniciaron el ciclo. Para sentir una emoción es necesario, pero no suficiente, que las señales neurales procedentes de las vísceras, los músculos y las articulaciones, y de los núcleos neurotransmisores (todos los cuales se activan durante el proceso de emoción), alcancen determinados núcleos subcorticales y la corteza cerebral. Señales endocrinas y otras señales químicas también alcanzan el sistema nervioso central a través del torrente sanguíneo. En otras palabras, un sentimiento depende de la yuxtaposición de una imagen del cuerpo junto a una imagen de algo más, como la imagen visual de una cara o la imagen visual de una melodía. El sustrato de un sentimiento se completa con los cambios en los procesos cognitivos que son inducidos por sustancias neuroquímicas.
Sin embargo, Góleman, D. (1996) (2) opina que el término emoción se refiere a un sentimiento y a los pensamientos, estados biológicos y psicológicos y el tipo de tendencias a la acción que lo caracterizan.
Los investigadores están todavía en desacuerdo en establecer cuáles son las emociones en considerarse primarias, e incluso ni siquiera coinciden en que existan realmente. La tesis que afirma que existen un puñado de emociones centrales gira en torno a los estudios de Ekman, P. (1992), sobre cuatro expresiones faciales concretas: miedo, ira, tristeza y alegría, que son reconocidas por personas de culturas diversas procedentes de todo el mundo. De todas formas, Ekman y Góleman están de acuerdo en que conviene pensar en las emociones en términos de familias o dimensiones y en considerar las principales como casos especialmente relevantes de los infinitos matices de nuestra vida emocional. Así, podríamos establecer como primordiales estas ocho: miedo, ira, tristeza, alegría, amor, sorpresa, aversión y vergüenza, pero dentro de cada una existiría una familia derivada, por ejemplo, con el miedo estarían relacionadas la ansiedad, la aprensión, el temor, la preocupación, la inquietud, el desasosiego, la incertidumbre, el nerviosismo, la angustia, el susto, el terror e incluso la fobia y el pánico.
Damasio, A. (1994) (3) clarifica las diferencias entre las emociones que experimentamos en las etapas tempranas de la vida y las emociones que experimentamos como adultos, cuyo andamiaje se ha construido gradualmente sobre los cimientos de estas emociones tempranas. Propone llamar de esta manera a las emociones primarias y adultas a las emociones secundarias.
En las emociones primarias, después que un estímulo apropiado activa la amígdala, se siguen respuestas de varios tipos: internas del propio cerebro, musculares, viscerales, a los núcleos neurotransmisores y al hipotálamo, que da origen a respuestas endocrinas y químicas que emplean la ruta del torrente sanguíneo.
Las emociones secundarias tienen lugar una vez que hemos comenzado a experimentar sentimientos y a formar conexiones sistemáticas entre categorías de objetos y situaciones por un lado y emociones primarias por otro. En este tipo de emociones el estímulo todavía puede ser procesado directamente, a través de la amígdala, pero ahora también es analizado en el proceso del pensamiento y puede activar las cortezas frontales que actúan a través de la amígdala. En otras palabras, las emociones secundarias utilizan la maquinaria de las emociones primarias pero las representaciones disposicionales prefrontales, que son adquiridas y necesarias para las emociones secundarias son un conjunto distinto de las representaciones disposicionales prefrontales innatas que precisan las emociones primarias. Por eso, pacientes con lesión prefrontal no pueden generar emociones relativas a las imágenes evocadas por determinadas categorías de situaciones y estímulos, pero pueden tener emociones primarias.
En conclusión y siguiendo a Damasio, A. definimos el concepto de emoción como la combinación de un proceso evaluador mental, simple o complejo, con respuestas disposicionales a dicho proceso, la mayoría dirigidas hacia el cuerpo propiamente dicho, que produce un estado corporal emocional pero también hacia el mismo cerebro que produce cambios mentales adicionales.
LA INTELIGENCIA EMOCIONAL
El concepto de inteligencia emocional surge con posterioridad al de inteligencia que Wechsler, D. (1958) propuso de la siguiente manera:
“capacidad global del individuo para actuar con propósito, pensar racionalmente y manejar efectivamente su ambiente”.
Estando interesado en la medida de la inteligencia, la plasmó en un número denominado cociente de inteligencia (CI) que reflejaba el nivel de competencias cognitivas: análisis, comprensión, retención y resolución de problemas. Pero existe otro conjunto de competencias no cognitivas que se relacionan con el área de desarrollo socio–emocional que también conforman la inteligencia en general, por lo que el CI parece aportar una pequeña parte de los factores determinantes del éxito, entendido como mejor o peor situación social, y el resto depende de otros factores como la clase social, la suerte o la inteligencia emocional.
Gardner, H. (1983–2001), revolucionó el concepto de inteligencia a través de la teoría de inteligencias múltiples: potencial bio–psico–social. Para él existían inicialmente siete tipos de inteligencia a los que posteriormente añadió otros cuatro:
l.– Lógico-matemática: habilidad para resolver problemas. Es la base de los test de cociente de inteligencia (CI). Es de naturaleza no verbal.
2.– Lingüística: sensibilidad hacia los rasgos fonológicos. Capacidad de adquirir la lectura y escritura y de aprender lenguas de oído.
3.– Visoespacial: resolución de problemas espaciales, visualización de objetos desde diferentes puntos de vista y capacidad de orientarse.
4.– Cinestésica–corporal: habilidad para usar el propio cuerpo para expresar una emoción (danza), competir en un juego (deporte), o crear un nuevo producto (diseño, invención).
5.– Musical: sensibilidad para entonar bien, reconocer canciones, percepción y producción musical.
6.– Interpersonal: capacidad de comprender a los demás; cuáles son sus motivaciones, deseos, estados de ánimo y temperamentos de las otras personas.
7.– Intrapersonal: habilidad para construir una imagen exacta y verdadera de nosotros mismos. Conocer nuestros sentimientos, ponerles nombres y controlarlos. Está relacionada con el crecimiento personal y la madurez.
8.– Natural: capacidad para desenvolverse en la naturaleza y descubrir sus estructuras subyacentes.
9.– Espiritual: presenta diferentes variedades, la primera refleja el deseo de tener experiencias y conocer entidades cósmicas, la segunda se refiere a la capacidad de entrar en contacto con lo trascendental.
Además algunas personas pueden ser consideradas espirituales por su capacidad de ejercer sobre otros efectos de atracción e imitación mediante su actividad o su manera de ser.
10.– Existencial: es la capacidad de situarse uno mismo en relación con las facetas más extremas del cosmos y con determinadas características existenciales de la condición humana, como el significado de la vida y la muerte y ciertas experiencias como sentir un amor profundo o quedarse absorto ante una obra de arte.
11.– De los creadores y los líderes: es una capacidad global. La creatividad es el resultado de la interacción de tres elementos: un creador potencial con sus talentos, sus debilidades y sus ambiciones; un ámbito de actividad que exista en la cultura, y un campo o conjunto de personas o instituciones que juzguen la calidad de las obras producidas.
La inteligencia emocional estaría formada por la integración de las inteligencias interpersonal e intrapersonal y, según Salovey, P. y Mayer, J. D. (1990), comprende la capacidad de controlar los sentimientos y las emociones propias y de los demás, de discernir entre ellas y utilizar esta información para guiar nuestros pensamientos y nuestras acciones. Góleman, D. (1996) (4) la define como:
“la capacidad de establecer contacto con los propios sentimientos, discernir entre ellos y aprovechar este conocimiento para orientar nuestra conducta, y la capacidad de discernir y responder adecuadamente a los estados de ánimo, temperamento, motivaciones y deseos de los demás”.
Aunque los niños experimentan emociones intensas sólo alcanzan plena madurez cuando se desarrolla por completo su sistema nervioso. Así, el período de 0 a 6 años resulta crucial para establecer los cimientos de todas las habilidades propias de la inteligencia emocional. De 2 a 5 años, las emociones sociales maduran y aparecen sentimientos como inseguridad, celos, envidia, orgullo y confianza que requieren la capacidad de compararse con los demás. A partir de los 5 años de edad, aparecerá la autoconciencia que les enseñará a ser humildes y conocer sus posibilidades de acción, y también surgirá la capacidad cognitiva y de compararse en determinadas cualidades. Desde los 6 a los 12 años, la escuela constituye un gran crisol para las habilidades de la inteligencia emocional y, a partir de los 14 años disminuye el grado de autoconfianza y aumenta el grado de autoconciencia, siendo fundamental el gran reto de la “autoestima social” que continuará en la edad adulta.
LAS EMOCIONES Y SUS EFECTOS SOBRE EL APRENDIZAJE
La mente emocional es mucho más veloz que la mente racional y se pone en funcionamiento sin detenerse ni un instante a considerar lo que está haciendo, y esto es así porque desde el punto de vista evolutivo, los organismos que se detienen a reflexionar tienen menos probabilidad de supervivencia y, por tanto, de transmitir sus genes. Las emociones cumplen, por tanto, un papel adaptativo y han terminado integrándose en el sistema nervioso central en forma de tendencias innatas y automáticas. Pero, si bien las emociones han sido una buena referencia a lo largo del proceso evolutivo, las nuevas realidades de la civilización hacen necesario refrenar, someter y domesticar la vida emocional en aras de la convivencia.
Los efectos de las emociones están gobernados por tres sistemas de respuesta emocional: cognitivo, motor y fisiológico. El cognitivo es subjetivo y califica cualquier vivencia afectiva de agradable o desagradable, permitiendo la percepción de cambios corporales y la adecuación de la reacción emocional a la situación. El motor permite reacciones de acercamiento o huida, siendo el causante de las expresiones faciales, posturas, gestos, tonos de voz y movimientos en general. El fisiológico produce cambios en músculos y vísceras, en los sistemas endocrino, metabólico, inmunológico y nervioso central, independientemente de que esa respuesta interna sea percibida o no por el sujeto.
La ira aumenta el flujo sanguíneo a las manos haciendo más fácil empuñar un arma o golpear a un enemigo, aumentando también el ritmo cardíaco y la tasa de adrenalina que permiten aumentar la energía necesaria para acometer acciones vigorosas.
El miedo provoca que la sangre se retire del rostro (palidez y frío) y fluya hacia las piernas (musculatura esquelética larga) para favorecer la huída.
La alegría no provoca un cambio fisiológico especial pero, a través de la descarga de endorfinas cerebrales, produce una sensación de paz y tranquilidad que hace que el cuerpo pueda destinar la energía a la tarea que esté llevando a cabo sin interferencias.
La tristeza provoca la disminución de la energía y del entusiasmo por las actividades vitales, permitiendo el recogimiento en el hábitat más seguro, para sopesar las consecuencias de la pérdida o frustración y planificar un nuevo comienzo.
El amor activa el sistema nervioso parasimpático y da lugar a un estado de calma y satisfacción que favorece la convivencia.
La sorpresa, al arquear las cejas, aumenta el campo visual y permite que entre más luz en la retina, lo que nos proporciona más información sobre cualquier acontecimiento inesperado.
El desagrado, al fruncir ligeramente la nariz, permite evitar un olor nauseabundo o expulsar un alimento tóxico.
La región más primitiva del cerebro, que compartimos con todas las especies que sólo disponen de un sistema nervioso rudimentario, es el tallo encefálico (cerebro reptiliano) que regula las funciones vitales básicas: respiración, metabolismo de los órganos y reacciones y movimientos reflejos. De este cerebro primitivo emergieron los centros emocionales a partir del bulbo olfatorio, que fue el órgano sensorial clave para la supervivencia. A la parte del cerebro que envuelve y rodea el tallo encefálico se le denominó sistema límbico, derivado del latín “limbus” que significa anillo. Este nuevo territorio neural agregó las emociones propiamente dichas al repertorio de respuestas del cerebro. La evolución del sistema límbico puso a punto dos poderosas herramientas: el aprendizaje y la memoria, que permitieron ir más allá de las reacciones automáticas predeterminadas y afinar las respuestas para adaptarlas a las cambiantes exigencias del medio. Decisiones como la de saber qué ingerir y qué expulsar de la boca seguirían todavía determinadas por el olor, pero las conexiones entre el bulbo olfatorio y el sistema límbico permitirían ahora comparar los olores presentes y pasados y discriminar lo bueno de lo malo para la supervivencia; tarea realizada por el rinencéfalo (cerebro nasal), una parte del sistema límbico que constituye la base rudimentaria del neocórtex: el cerebro pensante. El neocórtex humano es mucho mayor que el de cualquier otra especie y es la base de todo lo específicamente humano: estrategias, planificación a largo plazo, arte, cultura, etc. Además, el neocórtex permite un aumento de la sutileza y complejidad de la vida emocional al poder tener sentimientos, es decir, expresar, clasificar y controlar nuestras emociones.
La parte principal del sistema límbico relacionada con las emociones es la amígdala, un conglomerado de estructuras interconectadas con forma de almendra (de ahí su nombre) que se hallan encima del tallo encefálico, cerca de la base del anillo límbico y ligeramente desplazadas hacia delante. La amígdala está especializada en las cuestiones emocionales como se pone de manifiesto cuando se interrumpen sus conexiones con el resto del cerebro, al provocarse una asombrosa ineptitud para calibrar el significado emocional de los acontecimientos. Además, las investigaciones llevadas a cabo por LeDoux, J. (2000) en New York han puesto de manifiesto que la amígdala asume el control cuando el neocórtex todavía no ha llegado a tomar ninguna decisión, pues existen vías nerviosas para las emociones que eluden el neocórtex.
La amígdala tiene un papel importante en el desencadenamiento de respuestas emocionales que intervienen de forma decisiva en el reconocimiento, la memoria, el aprendizaje y en la respuesta ante estímulos afectivos. Esta estructura procesa el contenido emocional generando respuestas vegetativas, por lo que es posible que la valoración cognitiva de una situación se haga sobre la base de la valoración emocional previa, lo que avalaría la creación de unas condiciones emocionales favorables en el ámbito escolar para facilitar el aprendizaje.
La comparación emocional de la amígdala es asociativa, es decir, que considera a los elementos que simbolizan o activan el recuerdo de una determinada realidad como si se tratara de esa misma realidad, equiparando cualquier situación presente a otra pasada por el mero hecho de compartir unas pocas características comunes. Para la mente emocional, al seguir esta lógica y este tipo de reglas en las que un elemento significa otro, los hechos no están claramente definidos por su identidad objetiva y lo que realmente importa es cómo se perciben. Cuando alguno de los rasgos de un suceso se asemeja a un recuerdo del pasado cargado emocionalmente, la mente emocional responde activando los sentimientos que acompañaron al suceso en cuestión, es decir, reacciona al momento presente como si se hallara en el pasado. Por eso, se trata de un sistema rudimentario que no se detiene a verificar la adecuación o no de sus conclusiones a un análisis fino de la situación presente pero, a cambio, permite actuar rápidamente ante situaciones graves.
Existen en el cerebro procesos automáticos que cumplen la función de orientar nuestra atención hacia un estímulo inesperado o con carga emotiva.Vuilleumier, P. (2005), de la Universidad de Ginebra, consideró el papel de los mecanismos de elaboración de los estímulos emotivos. Con su equipo, sometió a 15 voluntarios a un test en el que se les hacía oír palabras carentes de sentido, pronunciadas con una entonación neutra o airada. A cada sujeto se le ofrecía un par de auriculares y en cada oído se recibía una voz distinta. Según los casos, ambos podían tener una entonación neutra o bien una neutra y otra airada. En la resonancia magnética funcional aplicada se observó un incremento significativo de la excitación de ambos hemisferios siempre que se oía una voz airada. Ese incremento era independiente del oído. El cerebro captaba y elaboraba la entonación colérica de la voz que, de acuerdo con el protocolo del ensayo, tendría que haberse ignorado. En un ensayo posterior se demostró que esos efectos se provocaban sólo mediante voces reales, no sintéticas, de frecuencia o amplitud similares. Se trata de un mecanismo nervioso especializado para captar los aspectos emotivos del lenguaje, una cualidad de indudable interés en las relaciones sociales.
El regulador cerebral que desconecta o modula los impulsos de la amígdala parece encontrarse en los lóbulos prefrontales, que se hallan inmediatamente detrás de la frente y son la base de la planificación y la organización de acciones tendentes a un objetivo determinado. Esta área permite la emisión de una respuesta más analítica y proporcionada y, sin su concurso, gran parte de nuestra vida emocional desaparecería porque sin comprensión de que algo merece una respuesta emocional no hay respuesta emocional alguna. El interruptor que “apaga” la emoción perturbadora parece hallarse en el lóbulo prefrontal izquierdo, mientras el derecho parece ser la sede de sentimientos negativos como el miedo y la agresividad.
La integración de la emoción y el pensamiento se produce en la corteza prefrontal, que es la zona que se encarga de lo que los neuropsicólogos llaman “memoria de trabajo o control atencional”, para referirse a la capacidad de la atención para mantener los datos esenciales para el desempeño de una determinada tarea o problema. Para Goleman, el pensamiento y el sentimiento se hallan inexorablemente unidos y, en consecuencia, albergamos sentimientos sobre todo lo que hacemos, pensamos, imaginamos o recordamos. El viejo paradigma que proponía un ideal de razón liberada de los impulsos de la emoción se ha sustituido por el de armonizar ambas funciones integrándolas en el concepto de inteligencia.
La importancia del contexto y del significado que alcanzan determinadas combinaciones sonoras se convierten en un hecho particularmente relevante en el campo de la educación musical. La selección de determinados estilos musicales, las actitudes frente al significado de otras maneras de vivir la música o de formas diversas de expresión sonoras, la valoración de lo que se considera un fenómeno musical o no son eventos muy sutiles que el docente debe considerar en toda su amplitud y profundidad al abordar su tarea docente.
Vilar i Monmany, M. (2004) hace referencia a la importancia del entorno sonoro en el que viven inmersos los niños de nuestra sociedad, donde la música es utilizada con una intencionalidad claramente mercantilista por los medios de comunicación de masas. El contacto, algunas veces permanente, con determinadas formas de música, perdidos casi completamente los mecanismos más tradicionales de transmisión (familia, juego, celebraciones rituales de la comunidad, etc.) transforman a los individuos en consumidores pasivos de música, sin raíces propias ni distintivas que les ayuden a identificarse con un colectivo lo que les impide ser conocedores de la propia identidad y ser conscientes de la diversidad y respetuosos con la diferencia.
Imberty, M. (2000) también advierte de las posibles repercusiones en muchos niños y jóvenes actuales de vivir inmersos en una experiencia sonora en la que conviven todo tipo de estilos musicales: clásico, popular, comercial–internacional, tradicional, etc., lo que les puede conducir a un “proceso de desculturación” que llegue a impedir el acceso y el reconocimiento de las diversas culturas y dificulte la comunicación y comprensión del entorno más inmediato. Para él, la pregunta ¿qué música enseñar, hacer sonar o escuchar? no tiene una respuesta única, pero el gran peligro estriba en dejar a los niños en una libertad total sin una guía, ya que en ese caso la escucha se transforma en un mero juego sonoro y pierde su significado cultural. El educador musical debe conocer el valor que la música adquiere en el contexto social en el que desarrolla su labor y en el que existen formas particulares de expresión musical que están íntimamente relacionadas con costumbres y creencias ascentrales e, incluso, con un sistema de lenguaje verbal.
SIGNIFICADO DE LA MÚSICA Y EMOCIONES
El reconocimiento de que el arte musical era practicado antes de aparecer la agricultura y de que no existe grupo humano sin actividad musical, sólo puede explicarse porque ésta se encargaría de la sincronización del estado de ánimo, favoreciendo la preparación de las actividades colectivas, como en el caso de la música militar o religiosa. Además, es sorprendente la capacidad de la música para producir emociones cuando no es estrictamente necesaria para la supervivencia; quizás el valor adaptativo de la música consista en su posible beneficio sobre nuestra salud física y mental, lo que estaría en la base de la musicoterapia. La música, al permitir que afloren nuestras emociones es un buen vehículo para mejorar nuestro autoconocimiento y el de los demás porque al escuchar una obra musical podemos identificar nuestras emociones, etiquetarlas correctamente y regularlas. También podremos aplicar las mismas estrategias a los estados emocionales de los demás, compartiendo sus expresiones y nuestras percepciones. Además, la música puede favorecer nuestra salud al liberar al torrente sanguíneo endorfinas que nos proporcionen bienestar y relax, o adrenalina que nos incite a movernos o expresar nuestras tensiones.
La filosofía, la sociología, la antropología y la psicología se han interesado por el significado de la música y su relación con las emociones. El problema del significado musical y su comunicación surge del hecho de que la música no utiliza ningún signo lingüistico: no emplea signos ni símbolos referidos al mundo de los objetos, los conceptos o los deseos humanos. Por ello, los significados que comunica son muy diferentes de los que transmiten la literatura, la pintura y el resto de las artes, pues además de los significados estéticos e intelectuales es capaz de producir estados emocionales.
La cuestión del significado de la música no puede desvincularse de la interacción de ésta con la emotividad de la naturaleza humana, es decir, la respuesta emocional frente a un estímulo musical está estrechamente vinculada con el significado que cada individuo le otorga (Hargreaves, D. J. (1998)). Los vínculos entre la música y el ámbito emocional han sido ampliamente debatidos por músicos, filósofos, teóricos del arte, psicólogos y pedagogos, planteando problemas y cuestiones que surgen de la concepción misma de la naturaleza del fenómeno artístico en general y del musical en particular. Así, mientras que para algunos la emotividad se desprende de la propia esencia sonora del fragmento musical, para otros está condicionada por las características individuales del oyente que la percibe y con el significado que cada sujeto le otorga.
Hargreaves, D. J. (1998) ha sintetizado las aportaciones de diversos autores sobre el significado de la música, distinguiendo los enfoques siguientes:
“– Significado absoluto: se refiere a la concepción según la cual el significado es un hecho intrínseco a los sonidos.
– Significado formalista: según este enfoque, el significado depende del nivel de percepción y de comprensión de que dispone el oyente respecto de la estructura formal de la música.
– Significado expresionista: éste surge de las emociones y sentimientos que los elementos estructurales de la obra musical provocan en el oyente.
– Significado referencialista: en el que el significado se desprende de las asociaciones musicales y contextuales de los sonidos con experiencias anteriores respecto de los mismos”.
Algunos trabajos sobre las bases neurobiológicas de los lenguajes, entre ellos el musical, según Zatorre, R. y Peretz, I. (2001) (5), sugieren que existen invariantes universales que están presentes en todas las culturas. Así, es notable que todas las formas musicales históricamente conocidas presenten características musicales universales: melodías con segundas mayores, acentos dinámicos, notas con variaciones de tiempo, uso de la variación y la repetición, etc. A pesar de ello, el significado y la comunicación musical no puede separarse del contexto cultural en que se originan, porque no pueden darse fuera de una situación social. Además, uno de los principales problemas en el estudio de la emoción musical es que el contenido emocional de la música es muy subjetivo. Una misma composición puede experimentarse de forma muy diferente según la persona que la escuche, dependiendo de la memoria asociada a su primera audición, su estado de ánimo y el ambiente en el momento de la escucha, su personalidad, su cultura y toda una serie de factores muy difíciles de controlar y cuantificar. Por eso resulta tan complejo deducir cuáles son las cualidades intrínsecas de la música, si es que existen, capaces de producir una respuesta emocional específica en un oyente. Actualmente son numerosas las investigaciones sobre las emociones producidas por la música desde diferentes perspectivas: psicológica, antropológica, estética, semántica, etc., siendo múltiples los elementos musicales, culturales, psicológicos y sociales, que se consideran en el estudio de las relaciones entre música y emoción.
De lo que no cabe duda es que la música tiene un significado que se logra comunicar de algún modo a aquellos que la escuchan. Según Meyer, L. (1956) (6), existen dos tendencias principales opuestas en lo referente al estudio y explicación del significado de la música: los absolutistas que proponen que el significado musical descansa exclusivamente en el contexto de la obra, en la percepción de las relaciones desplegadas en la obra musical, y los referencialistas que sostienen que además de los significados abstractos e intelectuales, la música comunica otros significados entre los que se encuentran los estados emocionales del oyente. Para este musicólogo norteamericano, los signos kinestésicos y visuales de la intepretación musical son también fundamentales en la aprehensión del mensaje musical:
“normalmente, experimentamos y comprendemos el mundo con todos nuestros sentidos: vista, olfato, gusto, tacto y oído, tanto como con nuestro cuerpo. Sentarse en solemne silencio en nuestro salón es perder (especialmente) los signos visuales y gestuales presentes en una performance en vivo. Sugiriendo apropiadas conductas motoras–corporales, estos signos ayudan a los oyentes a empatizar con, experimentar y comprender la secuencia de relaciones musicales”.
Meyer, L. (1956) lleva a cabo una sabia síntesis entre la teoría de la Gestalt y la de la información, pues ésta supone un paso importante para comprender el significado de la música sobre la Gestalt que tiene por objeto el estudio de la percepción sincrónica de una forma (de ahí su aplicación a las artes visuales y plásticas) mientras la teoría de la información se centra en la comunicacón de mensajes diacrónicos, en los que cada acontecimiento tiene más o menos información en función de su predecibilidad en relación con el acontecimiento anterior. Meyer hace una síntesis entre el absolutismo y el referencialismo poniendo la atención en el significado, entendido como un conjunto de relaciones internas de la estructura de la propia obra en conexión con la respuesta del oyente. Fubini, E. (1973) (7) aclara lo que Meyer expresa con el término significado:
“el significado de la música es el producto de una espera; la resolución que siga no acarreará jamás, sin embargo, una sorpresa total, porque comporta el conocimiento de la situación precaria e inestable cuya solución se configura como un campo de posibilidades dentro de un determinado estilo o técnica musical”.
Y añade:
“durante la espera, mientras que la crisis se resuelve, se genera un placer emotivo o intelectual, según el caso; entonces la solución así como la tensión que a ésta precede, debe representar cierta novedad, debe poseer algo insólito, debe simbolizar cierta desviación de la normalidad… aunque la novedad por la novedad, la solución que prescinde completamente de los convencionalismos y del lenguaje en uso, no satisface la espera y deja el discurso musical desprovisto de significado”.
Esto nos lleva a la tesis central de la teoría psicológica de las emociones: la emoción o el afecto (emoción sentida o sentimiento) se originan cuando una tendencia a responder es refrenada o inhibida. El cambio fundamental sobre lo que destacaron Dewey, J. (1949) y sus seguidores al exponer que el conflicto u oposición de tendencias es la causa de la respuesta emocional, es que la mayor parte de los investigadores actuales en este campo creen que es el bloqueo o la inhibición de una tendencia lo que origina las emociones. En otras palabras, la emoción surge cuando una tendencia es inhibida no por otra opuesta sino por el hecho de que, por alguna razón física o mental, no puede llegar a la culminación.
Una primera dificultad para establecer una relación entre el estímulo musical y la respuesta emocional es que como la música fluye a través del tiempo, los oyentes encuentran muy difícil indicar con precisión el proceso musical específico que provocó la respuesta afectiva que sintieron y, por ello, han tendido a determinar las características de todo un pasaje, una sección o una composición. Los psicólogos y musicólogos han establecido que la respuesta debe haberse dado ante aquellos elementos de la organización musical que tienden a ser constantes como el tempo, la tesitura general, el nivel dinámico, la instrumentación y la textura. Además, las experiencias emocionales de las que dan testimonio los oyentes han de caracterizarse más como estados de ánimo o sentimientos que como emociones propiamente dichas, ya que éstas son puntuales y evanescentes mientras que los estados de ánimo son conscientes y relativamente permanentes y estables. Por último, a las dificultades anteriores habría que añadir las de expresión verbal de las emociones, como ya se ha mencionado, y el hecho de que las emociones pueden no ser generadas por la propia obra sino por lo que el oyente espera que éstas le produzcan en función de sus condicionamientos culturales: el intérprete de jazz y su público tienen un comportamiento emocional totalmente diferente al que se produce entre un intérprete de música clásica y el suyo.
EL ESTUDIO DE LAS EMOCIONES INDUCIDAS POR LA MÚSICA
Según expone Santacreu Fernández, O. A. (2003) en su Tesis Doctoral sobre “La música en la publicidad”, la tesis de la intencionalidad emocional de la música ha sido muy debatida. Así, la “tesis de la identidad” en cualquier campo artístico propone que el significado intencionado del artista es igual al que el trabajo artístico transmite. Sin embargo, Wilson, W. K. (1997) señala que debe establecerse una diferencia entre el significado del trabajo artístico terminado y la intención que el artista tenía al terminar su obra. Carroll, N. (1997) sugiere que, en todas las artes, la “falacia intencional” es una teoría general de la interpretación artística que abarca la intención del artista y el trabajo en cuestión. Asimismo, menciona que es importante tener en cuenta la biografía y el contexto del autor al realizar el trabajo. Dickie, G. (1997) explica que la propuesta de Carroll se reduce a un proceso de comunicación, donde la persona que actúa como observador debe comprender los elementos que utiliza el autor de la obra para lograr percibir en su totalidad la intencionalidad, proponiendo que ésto sólo se logra por medio de la expresión directa del autor sobre la intención de su trabajo.
No cabe duda que las características de la propia música influyen en las emociones y significados que les atribuyen los oyentes. Así, según Schellen— 189 — berg et al. (2000) el tono y el ritmo afectan a la percepción emocional de las melodías cortas, y recientemente el grupo de Peretz, I. (1998) (8), de la Universidad de Montreal (Canadá), ha demostrado que los parámetros de tempo y modo influyen en las apreciaciones de los oyentes. Bigand, E. (2005) (9) ha demostrado que los juicios musicales de los oyentes son muy parecidos y estables a lo largo del tiempo, siempre que los participantes pertenezcan a la misma cultura. Sin embargo, también se deben considerar el elemento subjetivo de cada oyente, su historia personal y su estado de ánimo en el momento de la escucha, que hace que la música sea en si misma un símbolo inacabado que permite que cada persona proyecte en ella sus anhelos, conflictos, carencias, recuerdos, tristezas y alegrías.
Para Radford, C. (1991) la explicación del por qué la música puede evocar emociones diferentes se puede abordar desde dos enfoques distintos: cognitivo y emotivo. Desde el punto de vista cognitivo, las emociones producidas por la música dependen directamente de las experiencias previas de las personas así como de las asociaciones que realiza de la estimulación emocional con las situaciones en las que se le presenta. Para el enfoque emotivo, las emociones producidas por la música se deben específicamente a las características propias de la música. Para este autor existe un tercer enfoque al que denomina “moodist”, que establece que la música tiene cualidades que produce una tendencia en las personas a que experimenten una emoción en particular, aunque debe considerarse el estado de ánimo de las mismas así como algunos factores externos como son el ambiente y las asociaciones previas que se hayan realizado.
Para Meyer, L. (1956) las asociaciones que realiza cada oyente son el elemento más importante y que determina las respuestas emocionales hacia cada composición musical específica. Este autor menciona que la asociación por contigüidad desempeña un papel importante en la definición musical del estado de ánimo y éste se produce cuando un conjunto de relaciones modales o sucesiones armónicas se experimentan una y otra vez en conjunción con textos, programas o experiencias extra–musicales, que pueden designar un estado de ánimo específico. Una vez que dichas asociaciones se vuelven habituales, al presentarse el estímulo musical apropiado, evocará generalmente en forma automática la respuesta emocional acostumbrada. Finalmente, hay que destacar que, según London, J. (2002), no existe diferencia entre las emociones inducidas por la música y las evocadas en contextos no musicales.
Fishman, R. (1994), presentó un estudio sobre la importancia que tiene el papel del compositor, el contexto de educación y la audiencia en la comunicación del significado musical de una obra. Así, expuso que en las sociedades actuales es difícil que un solo tipo de música logre abarcar una audiencia masiva y que existe una cierta preferencia por las músicas simples que no exijan un procesamiento complejo. En lo referente a la intención del compositor se deben considerar dos dimensiones: “poietic” que abarca las intenciones, el proceso creativo y los esquemas mentales así como el resultado de estas estrategias, y la “esthesic” que se refiere a la actividad que realiza el oyente al percibir la música. También propone que para lograr una mejor interacción entre el compositor y la audiencia se debe mejorar la educación, lograr una mayor curiosidad (interés por el descubrimiento) y formar audiencias de tamaño óptimo.
Según Poch, B. (1999), en general, la música puede clasificarse en estimulante y sedante. La estimulante aumenta la energía corporal activando los músculos estriados, las emociones y estimulando el área subcortical del cerebro. Se basa en ritmos marcados, volumen tonal, cacofonía y el uso de notas desligadas. La música sedante se compone de una melodía ligada sin un ritmo marcado y percusivo, provocando la sedación física, intelectual y contemplativa.
Kivy, P. (1999) considera que la belleza de la pieza musical es el objeto intencional que determina las emociones que van a ser evocadas. Señala que las emociones que se tratan de inducir sólo se logran en el grupo de personas que cuentan con una educación musical completa y, aún en ese caso, las emociones que les produce parecen no tener las mismas características. Su propuesta es que las personas con conocimientos musicales son motivadas por la belleza de la pieza y no experimentan tristeza o alegría en función de las supuestas emociones correspondientes a la música escuchada.
Actualmente, el estudio de la “emoción musical” vive un momento de desarrollo y son numerosas las investigaciones sobre la expresión musical de las emociones desde diversas perspectivas (psicológica, antropológica, estética, semántica, etc.) siendo muy importante las aportaciones que se están realizando desde los diversos ámbitos científicos cada vez con mayor precisión metodológica y delimitación de análisis de contenidos.
Desde el campo de la neurociencia se afirma que no existe un área cerebral dedicada únicamente a la apreciación musical, que integra el reconocimiento de melodías y las emociones que nos producen. No obstante, la capacidad de reconocer una melodía o detectar una nota falsa está situada en una parte del córtex prefrontal que es fundamentalmente también para el aprendizaje de conocimientos y para la respuesta o control de las emociones, ya que el córtex prefrontal participa en el control ejecutivo que integra conocimientos y emociones.
Blood, A. y Zatorre, R. (2001), de la McGill University de Canadá, observando la actividad cerebral de personas mientras escuchaban música que las emocionaba, respecto a la situación de las mismas cuando escuchaban melodías sin carga emotiva, encontraron cambios significativos en varias subdivisiones del sistema límbico; subdivisiones tales como el cuerpo estriado (involucrado en procesos adictivos), la amígdala (relacionada con la conducta emocional) y el hipocampo (implicado en el almacenamiento de recuerdos). La implicación del hipocampo explica que una misma melodía puede suscitar emociones diferentes según nuestras experiencias anteriores y la de la amígdala la influencia de la situación personal en el momento en que se perciben.
También se están realizando estudios para determinar en qué medida los juicios emocionales están basados en parámetros musicales como el “tempo” o el “modo” y, en cierta medida, son independientes de factores individuales como la historia personal y la sensibilidad estética. Así, Bigand, E. (2005) y sus colegas del Instituto de Investigación y Coordinación Acústica–Música de París y del Laboratorio de Estudio del Aprendizaje y del Desarrollo de Dijon presentaron 27 extractos de música clásica, seleccionados para suscitar emociones básicas como miedo, ira, alegría y tristeza, a un grupo integrado por músicos y por individuos sin formación musical. Los extractos estaban asociados a unos iconos representados en la pantalla de un ordenador para permitir establecer categorías emocionales sin recurrir al lenguaje, eliminando así diferencias debidas a sus aptitudes verbales. Dos semanas después se repitió exactamente la misma tarea con los mismos fagmentos musicales sin informar a los oyentes. El estudio ha permitido demostrar que los juicios musicales de los oyentes, músicos o no, son muy parecidos y estables a lo largo del tiempo, siempre que los participantes pertenezcan a la misma cultura.
En consecuencia, las respuestas emocionales a la música son reproducibles de unos momentos a otros en una misma persona y entre individuos, lo que es coherente con la idea de que las “emociones musicales” aseguran una función de coherencia social en una cultura determinada y, lo que es más, la utilización del lenguaje verbal podría ser la causa de las diferencias individuales observadas. Además, se perciben diferencias emocionales muy sutiles entre fragmentos que duran unos pocos segundos, como ha puesto de manifiesto Peretz, I. (2005) del Laboratorio de Neuropsicología de la Música y de la Cognición Auditiva de la Universidad de Montreal (Canadá).
El análisis de los sujetos experimentales ha permitido comprobar que los fragmentos se agrupan atendiendo a su carácter positivo, conferido por el “modo mayor”, o negativo asociado al “modo menor” y que Sandrine Vieillard, del grupo dirigido por Isabelle Peretz en la Universidad de Montreal, denomina valencia emocional, a la que se suman las modificaciones fisiológicas vinculadas a la dinámica musical. En efecto, los momentos de tensión musical pueden provocar una aceleración del ritmo cardíaco. Las dimensiones de valencia y las variaciones de umbral fisiológico permiten prever la emoción comunicada. Así, un fragmento lento y suave provoca sosiego o apaciguamiento.
Para estudiar las “emociones musicales” se recurre a piezas que posibiliten el control de un pequeño número de factores musicales presuntamente importantes en la expresión y la percepción de emociones. Según una de las principales teorías propuestas, las emociones nacen de las expectativas musicales determinadas por los momentos de tensión y de relajación que se suceden en las piezas de música clásica occidental. Para precisar esta hipótesis la Psicología Cognitiva ha estudiado cuáles son los elementos estructurales que determinan la expresión de las emociones. Las primeras aproximaciones, realizadas por Hevner, K. (1936) en la Universidad de Indiana, probaron que las relaciones de altura tonal de las notas, también llamadas parámetros de modo, así como el tempo, constituyen índices esenciales para determinar si un fragmento musical es de carácter triste o alegre. Recientemente, el grupo de Peretz, I. mencionado anteriormente ha abordado las aportaciones de los parámetros de tempo y modo comprobando que los sujetos agrupan los fragmentos en cuatro categorías:
1.– Modo menor y tempo lento confieren una valencia emotiva negativa y una dinámica débil que es percibida como triste.
2.– Modo menor y tempo rápido provoca un sentimiento de ira o temor.
3.– Modo mayor y tempo rápido provocan alegría.
4.– Modo mayor y tempo lento provocan sosiego.
De todas formas, el tempo constituye una información más fácil de procesar que el modo, ya que éste implica el tratamiento de informaciones más abstractas como los intervalos de altura musical. Por ello, cuando los dos parámetros son divergentes, los oyentes se suelen valer del tempo para establecer su valoración emocional de las melodías. En el caso de niños de 6 a 8 años, los resultados coinciden con los de los adultos y se fundan en los factores de tempo y modo, pero en los niños de 5 años los juicios dependen sólo del tempo y en niños todavía menores su respuesta no parece que esté guiada por ninguno de estos parámetros. Se deduce de aquí que el tempo representa un índice perceptivo más importante y más rápidamente adquirido para el tratamiento de las informaciones emocionales que la música produce.
La neuropsicología, que a través del estudio del impacto de las lesiones cerebrales ha buscado acotar el funcionamiento cognitivo normal, ha estudiado la posibilidad de existencia de emociones musicales sin reconocimiento de la melodía. Así, por ejemplo, en el caso de la amusia, que es la pérdida de las facultades que permiten procesar las informaciones musicales, se ha comprobado que pacientes incapaces de entonar con precisión ninguna nota y que no logran reconocer fragmentos musicales que les eran familiares antes del accidente, pero no han sufrido ninguna merma de la memoria a largo plazo, juzgan sin dificultad el carácter triste o alegre de las melodías que ya no reconocen. Dicho con otras palabras, existen personas capaces de identificar emociones musicales pese a su incapacidad de percibir determinados parámetros musicales como el tempo y el modo, lo que induce a pensar que las propiedades perceptivas necesarias para la evaluación emocional y para el reconocimiento de melodías son de diferente naturaleza. Además, la actividad del reconocimiento de melodías es cinco veces más lenta que el juicio emocional lo que permite suponer que éste se efectúa a partir de una escasa información.
Existen también algunas teorías que señalan cómo las disonancias producen reacciones de desagrado a oyentes de diferentes culturas. En este ámbito de análisis se pone de manifiesto cómo la disonancia, que es algo intrínseco a la música, produce sensaciones independientes de la cultura. Además, se ha comprobado cómo en bebés de hasta cuatro meses de edad se dan reacciones negativas a las disonancias.
En definitiva, a pesar de los resultados tan diferentes y a veces contradictorios expuestos, no puede negarse que la música, a través de las emociones, puede favorecer la homeostasis funcional de todos nuestros sistemas y su correcto funcionamiento, pudiendo también desarrollar la intuición, la curiosidad, la imaginación y la creatividad al dirigir la atención hacia el interior del individuo, visualizando sensaciones generadas por ella o por sonidos de la Naturaleza.
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NOTAS
(1) DIXON, Thomas (2003): From Passions to Emotions. The creation of a secular psichological category, Cambridge, University Press.
(2) GÓLEMAN, D. (1996): Inteligencia emocional, Barcelona, Ed. Kairós.
(3) DAMASIO, A. (1994): Descarte’s error. Emotion, reason and the human brain, pp. 155–195, Traducción 2006, Barcelona, Crítica.
(4) GÓLEMAN, D. (1996): Inteligencia emocional, Barcelona, Kairós.
(5) ZATORRE, R. y PERETZ, I. (2001): The Biological Fundations of Music, Anals of the New York Academy of Sciencies.
(6) MEYER, L. (1956): Emotion and meaning in music, University of Chicago, “Emoción y significado en la música”, Tradución de TURINA, J. L. (2001), Madrid, Alianza Editorial.
(7) FUBINI, E. (1973): Musica e linguaggio nelléstetica contemporanea, Turin, Piccola Biblioteca Einaudi.
(8) PERETZ, I. (1998): Music and emotion: perceptual determinants, immediacy and isolation after brain damage, pp. 111–141, Cognition, Vol. 68.
(9) BIGAND, E. (2005): Multidimensional Scaling of Emotional Responses to Music: the effect of musical expertise and except’s duration, Mente y Cerebro, Nº 13.