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El agua ha sido considerada, en muchas culturas, uno de los elementos primordiales del planeta. Elemento húmedo y fecundador, cuyos beneficios motivaron que algunas religiones personificaran las aguas para poder agradecer así de forma votiva todos los dones recibidos de su actividad. El hecho de ser considerada como uno de los cuatro elementos vitales, junto con el fuego, la tierra y el aire, fue la causa de que el agua se tomara como símbolo de tantas cosas.
En efecto, es símbolo de purificación por lustración y así lo confirman la ceremonia cristiana del bautismo o las creencias que todavía subsisten acerca del poder limpiador de las aguas en determinadas fechas del año, renovación cíclica que llegaba en forma de flor aparecida en las superficies cristalinas la mañana de San Juan. Purificación también, pero por destrucción, es la que se lleva a cabo en múltiples leyendas de la mitología universal en las que un diluvio o el agua salida a borbotones del fondo de la tierra, anega y aniquila a los seres humanos, habitualmente por algún extravío o por falta de virtud (recordemos el caso del Lago de Sanabria y su famosa leyenda). No es extraño, por tanto, que desde tiempos remotos se considerara la posibilidad de que existieran dos ámbitos –el mundo y el inframundo– en los que las aguas (de vida en el primer caso y amargas en el segundo) se comportaban de modo diferente y proporcionaban bien o mal, según el caso lo propiciara.
Muchos pensadores de la antigüedad clásica vieron en el agua el principio de todas las cosas, de ahí que innumerables veces fuese considerada también un símbolo maternal o una fuerza pasiva. Athanasius Kircher, el jesuíta pensador que quiso convertir en ciencia las cosas más peregrinas que se le ocurrían, ideó –para explicar el ciclo de las aguas– una especie de circuito en el que el líquido de los mares entraba, gracias a unos grandes remolinos, en unas cavernas muy profundas cuya presión conducía el agua hasta la cima de las montañas por medio de unas arterias subterráneas. Si se perforaba la tierra, esas arterias dejaban salir el líquido –caliente o frío, según estuviese la corteza de la tierra–, a la superficie, dando lugar a los manantiales y a las aguas termales.
En los juicios de Dios medievales, también llamados ordalías, se sumergía a las brujas en el agua para tener la certeza de que lo eran. Si se hundían, se suponía que no eran brujas y quedaban libres. Si flotaban como corcho, eran condenadas.