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En artículos anteriores publicados en la Revista de Folklore hemos tratado la interacción entre lo entendido como culto y lo popular (1). En la presente ocasión seguimos en esa línea de análisis, fijándonos en los grafitos(2), esas inscripciones populares que están presentes en nuestra cultura occidental desde hace varios miles de años.
Mucho se ha escrito al respecto de los mismos, especialmente por lo que se refiere a casos tan conocidos como los grafitos pompeyanos (3). Precisamente, a propósito de éstos, se ha realizado una clasificación tipológica (4) que perfectamente podría servir para el presente, si bien adaptándola (o, si se prefiere, ampliándola) a lo que tanto las realidades históricas como la contemporaneidad han ido creando de nuevo desde época romana.
Realizando algunas consideraciones sobre algunos tipos, y, dejando de lado los que son muestras del reflejo más directo de la influencia cultural norteamericana (por otro lado, los mayoritarios), algunos son casi pura arqueología de tradiciones que se van perdiendo. Así, verbigracia, parece claro que los grafitos alusivos a los quintos, tan populares y abundantes en nuestras zonas rurales, son testimonio del pasado, por razones evidentes.
Otros muestran realidades actuales impensables hace poco tiempo en nuestro país. Por ejemplo, en una estación de ferrocarril de la provincia de Toledo leíamos hace unos años, en caracteres árabes, “Al´lahu âkbar”, Dios es el más grande, probablemente escrito por algún inmigrante de religión musulmana.
Mas el caso que vamos a analizar en el presente trabajo no es tipológicamente novedoso. Se trata de utilizar un procedimiento popular como el grafito (término cuyos límites semánticos, desde el punto de vista epigráfico, se nos antojan parcialmente flexibles) para plasmar algo surgido en el mundo literario. De nuevo, como decíamos, la relación entre lo popular y lo que hemos dado en denominar culto.
En un paseo estival por la ciudad de León encontramos, grabada levemente en el cemento de una acera (concretamente en el vado de acceso a un garaje (5)) una inscripción, lógicamente contemporánea (de no muchos años) realizada con caracteres rúnicos. El autor del presente artículo limita sus conocimientos al respecto a haberse aprendido el alfabeto rúnico futhark de veinticuatro signos, más por curiosidad cultural que por otra razón. Pero el pequeño texto no tenía sentido de acuerdo con el valor fonético de esas runas. Además, no parecía muy probable que alguien se dedicase a trazar signos de ese tipo, no tanto por antiguos (recordamos, al respecto, una pintada de la ciudad de Zamora, escrita en castellano pero transliterada a caracteres griegos, algo muy típico de adolescentes estudiantes de bachillerato) como por culturalmente “exóticos”, ya que en otras latitudes sí que las runas son populares (6).
No fue difícil llegar a la conclusión de que esto tenía que estar relacionado con una conocida creación literaria, El Señor de los Anillos, del profesor oxoniense J. R. R. Tolkien, quien, como es sabido, aprovechó sus enormes conocimientos sobre la antigua cultura nórdica tanto en la obra mencionada como en otras como El Hobbit y El Silmarilion, inventando lenguas y alfabetos, teniendo uno de los cuales como base el antiguo rúnico, si bien con no pocas modificaciones.
Y, efectivamente, así era. El alfabeto rúnico que diseñó el profesor Tolkien, llamado “Las Angerthas” (7) era la base de la moderna inscripción, siendo ésta la simple transliteración de un nombre: “Guillermo”.
Siendo ésta la parte anecdótica de la cuestión, pasemos a la categoría. De igual manera que, gracias a los grafitos pompeyanos, sabemos que junto a las inscripciones más vulgares (por su contenido) se encontraban otras que recogían textos literarios (8), se observa por ejemplos como el que acabamos de describir, y otros, que en el presente sigue sucediendo lo mismo. Una obra literaria de gran repercusión (amplificada recientemente por su éxito en la gran pantalla) tuvo en ciertos momentos tanto eco entre sus lectores que llevó a que apareciesen, por ejemplo, pintadas en élfico en una estación de metro de la ciudad de Nueva York (9), al igual que la transliteración rúnica de la acera leonesa. Lo literario mezclado con lo popular (al menos en cuanto al uso del grafito como medio de expresión).
Los grafitos son las inscripciones que, tanto por su materialidad como por su fondo, más rápidamente suelen desaparecer (10), salvo excepciones. También lo hará, más pronto que tarde, la que nos ocupa (por la sustitución de las antiguas aceras de cemento por otras de baldosas), pero consideramos que es un ejemplo curioso cuyo recuerdo merece no caer en el olvido, no tanto per se (muy probablemente un capricho salido de una mano infantil) como por ser un curioso reflejo más de la milenaria interacción entre la cultura literaria y la popular.
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NOTAS
(1) El último titulado “Heidegger, Heráclito y un dicho popular” (nº. 311, de 2006, pp. 179-180). A propósito del mismo, en las notas 7 y 9 téngase en cuenta que donde pone “pp.” en realidad lo que corresponde entender es “versos”.
(2) En el presente trabajo empleamos el término grafito (derivado de la palabra italiana graffito) en las dos acepciones que el Diccionario de la Real Academia Española recoge para el mismo, es decir, tanto en su sentido histórico como actual.
(3) Si bien los pompeyanos son los mejor conservados y más numerosos, lo cierto es que los grafitos romanos en general desempeñaron un interesante papel en su contexto cultural y social; prueba de ello son las noticias literarias que, acerca de los mismos, proporcionan autores latinos como, por citar uno solo, Suetonio, en su Vida de los doce césares (v. g. Divvs Ivlivs, LXXX; Tiberivs, LII; Nero, XXXIX y XLV)
(4) Priapeos. Grafitos amatorios pompeyanos. La velada de la fiesta de Venus. Reposiano – El concúbito de Marte y Venus. Ausonio – Centón imperial. Introducción traducción y notas Enrique Montero Cartelle, Madrid, 1990, pp. 84-89, con interesantes comentarios sobre los grafitos pompeyanos, que posteriormente volveremos a citar.
(5) En la calle Granados, muy cerca de las instalaciones de un colegio.
(6) WAHLGREN, Erik: Los vikingos y América, Barcelona, 1990, p. 113: “Las runas son muy divertidas. El profesor Gösta Franzén ha escrito sobre menús de restaurante de comienzos de siglo en Chicago escritos en runas. En el vestíbulo del Norske Club de Chicago había un gran mural con una inscripción rúnica. Hace más de treinta años examiné yo una inscripción rúnica recién descubierta que consistía en unas sesenta runas, excavada en una finca particular situada en una zona semirrural de Suecia. Estaba en inglés, así como suena, y comenzaba, en parte, así: «Joe Doakes fue al este en 1953. Descubrió Europa. ¡Por los clavos de Cristo!». Los runólogos escandinavos nos cuentan numerosas historias sobre inscripciones rúnicas que son obra de granjeros bromistas. En Islandia, el pasatiempo de grabar runas se junta a veces con otra especialidad islandesa que consiste en componer con ellas versos medidos”.
(7) TOLKIEN, J. R. R.: El Señor de los Anillos. Apéndices, Barcelona, 1994, pp. 150-151.
(8) MONTERO CARTELLE, Enrique: Op. cit., p. 89: “Quizá sorprenda un poco, después de los tipos de grafito que hemos visto hasta ahora, el encontrarnos con reminiscencias, imitaciones y citas directas de los autores latinos”.
(9) GROTTA, Daniel: J. R. R. Tolkien. El arquitecto de la Tierra Media, Barcelona, 2002, p. 226: “En febrero de 1965 se creó la primera Tolkien Society. Se la formó mediante un recurso extraño: graffiti en el subterráneo. Un estudiante de quince años, brillante, llamado Richard Plotz, solía asistir a clases de ciencias los sábados por la mañana en Columbia. Una mañana vio «algo escrito en élfico en un poster de la estación. Tenía que ser élfico, pero no me lo creí. ¿Quién sabía escribir en élfico? La próxima semana ya no estaba, pero alguien había escrito “Bilbo Bolsón debe ser falso” en otro poster». El diálogo entre desconocidos adictos a Tolkien continuó unas semanas hasta que Plotz, impulsivamente, escribió «el club Tolkien se reúne bajo la estatua del Alma Mater (en el campus de Columbia) a las catorce horas del cinco de febrero ». Una semana después, seis estudiantes, desafianto la gélida temperatura, se conocieron por primera vez y se reunieron durante una hora bajo la estatua. Los escritos del subterráneo, por cierto, continuaron: ninguno de ellos los estaba haciendo”.
(10) La transitoriedad de los grafitos es tan evidente en muchos casos que en el Diccionario de la Real Academia se indica al respecto lo siguiente: “Letrero o dibujo circunstanciales…”.