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El cambio que se ha producido en la sociedad española, decididamente ciudadana al final de un largo proceso que ya se había iniciado en el siglo XIX, ha proporcionado una visión distinta sobre lo rural y sus circunstancias. Ha permitido, asimismo, reflexionar acerca de la capacidad evolutiva de aquella misma sociedad, dispuesta a abandonar a toda costa su extracción rústica para asentarse, no sin problemas y sin protestas de algún sector, en la globalización. Durante todo ese proceso, largo y áspero, los vectores que han guiado las actitudes sociales –por parecer contrapuestos y aparentar tendencias antitéticas–, han sido (como en siglos anteriores, no nos engañemos), la línea conservadora frente a la innovadora. No es el momento para hablar de la esterilidad de este tipo de confrontaciones que, lejos de hacer avanzar positivamente a una comunidad, la enzarzan en discusiones bizantinas con resultados más que dudosos pues enemistan entre sí principios absolutamente básicos, tanto para la vida del individuo como para la de cualquier grupo social, entre cuyas virtudes debería ser una de las primeras la de mirar al futuro con la base imprescindible de la experiencia. Aquella dualidad, con dos fuerzas o principios tan claramente arraigados y tan necesarios en el núcleo social como lo antiguo y lo nuevo, el antes y el después, no sólo sirve para marcar decididamente el rumbo de una sociedad o la inclinación de sus individuos sino para crear binomios sobre los que la Antropología despliega gustosamente su método y su análisis: pueblo frente a poder, fiesta frente a espectáculo, auge frente a decadencia, mujer frente a hombre, inversión frente a diversión, naturalidad frente a ficción, cultura como parte inalienable de la existencia frente a cultura como derecho social…
Sin embargo, a quienes temen que en esas transformaciones se pierdan algunas expresiones, determinadas costumbres, hábitos y creencias, habrá que alertarles con mucho más motivo acerca de la pérdida de las mentalidades. La palabra “mentalidad” sería la que mejor definiría las estructuras del intelecto sobre las que el individuo basa la creación de las expresiones de estilo tradicional. Esa mentalidad sería el soporte imprescindible y primario para la creación y a ella se incorporarían posteriormente las formas de expresión y, finalmente, la puesta en escena o materialización de esas formas.