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Desde el momento en que intentamos precisar qué se entiende por literatura de tradición oral, nos encontramos con la paradoja terminológica que supone denominar como «literatura» a las tradiciones que se transmiten por medio de la palabra hablada. Recurrimos por tanto a un término inapropiado ya que «literatura» remite etimológicamente a littera, es decir, obra escrita (PELEGRÍN, 19842, p. 12).
Además, es necesario distinguir con nitidez qué manifestaciones se incluyen dentro de lo que llamamos literatura oral y cuáles quedan fuera de ella. Mircéa ÉLLIADE (1955, p. 3) considera que «tout ce qui a été dit, et ensuite retenu par la mémoire collective, appartient à la littérature orale. Car tous ces textes racontent, à leur manière, une histoire». Por otra parte, Jan VANSINA (1966, p. 33) completa y matiza la idea anterior cuando afirma que «las tradiciones orales son todos los testimonios orales, narrados, concernientes al pasado. Esta definición implica que sólo las tradiciones orales, es decir, los testimonios hablados y cantados, pueden ser tenidos en cuenta». Y además, apostilla, «la tradición oral sólo comprende testimonios auriculares, es decir, testimonios que comunican un hecho que no ha sido verificado ni registrado por el mismo testigo, pero que lo ha aprendido de oídas» (IBÍDEM, p. 34). Así pues, distingue Vansina el testimonio ocular (que no pertenece a la tradición porque no es narrado) y el rumor (que aunque es transmitido oralmente no concierne al pasado), de la tradición oral propiamente dicha.
Hasta que el uso de la escritura no se generalizó, toda literatura fue oral en sus comienzos; por eso habría que excluir del ámbito de la literatura oral a aquellas producciones literarias que, si bien fueron creadas y transmitidas oralmente durante muchos siglos, han terminado por ser fijadas por escrito y así se han convertido en modelos literarios clásicos, como ocurre con antiguas epopeyas como los Vedas, los poemas homéricos e indios, etcétera (ÉLLIADE, 1955, p. 5). Casi todos los textos orales están relacionados con la literatura sagrada de los pueblos, pues incluso los textos profanos, como cuentos y leyendas, ofrecen, tras la apariencia de animales y seres humanos, las figuras de antiguos dioses, héroes y ancestros míticos. Considerada así, la literatura oral perpetuaría, secularizados, los viejos mitos religiosos (IBÍDEM, p. 5).
Otros críticos como Valentina PISANTY (1995, p. 27) señalan la deuda inicial que la literatura escrita tiene con respecto a la oral, de la que procede, ya que durante un cierto período de tiempo conserva algunas de sus características estructurales fundamentales, como «el uso de fórmulas (epítetos fijos) combinadas según los principios de una gramática tradicional que proporciona un número limitado de esquemas». Desde una perspectiva marxista, PROPP afirma que la literatura procede del folklore, que es anterior a ella, y surge entre un grupo minoritario dominante que descubre la escritura. Esa primera literatura es casi completamente folklórica pero, con el tiempo, se separa del folklore cuando surge lo que se podría llamar conciencia individual (PROPP, 19822, pp. 162–163 passim).
Precisamente ese momento irrepetible del tránsito desde la oralidad primigenia hasta el uso de la escritura ha sido estudiado en un libro admirable por Walter J. ONG. Según este investigador, el paso de una cultura ágrafa a otra letrada comporta un cambio radical en la manera de concebir el mundo, el pensamiento y la memoria. «Sin la escritura las palabras como tales no tienen una presencia visual, aunque los objetos que representan sean visuales. Las palabras son sonidos » (ONG, 1993, p. 38). Por lo tanto, al no existir un soporte técnico (la escritura) que permita fijar y retener el sonido, el conocimiento se basa en la capacidad de recordar lo que uno oye, para lo cual las culturas orales disponen de una gran cantidad de recursos mnemotécnicos, rítmicos y formulares para ayudar a la memoria. Fundamento mnemotécnico del pensamiento y la expresión y organización formulaica de ambos son así los dos rasgos inherentes a toda cultura oral primaria, es decir, a aquella que desconoce totalmente la escritura.
ONG enumera también algunas otras características de las culturas orales. En éstas, el pensamiento y la expresión emplean más la adición que la subordinación de períodos sintácticos; son acumulativos más que analíticos, redundantes y copiosos, conservadores y tradicionalistas, relacionan toda la experiencia con el ambiente contemporáneo, descartan totalmente lo que ya no vale en el presente y son situacionales más que abstractos. Además, el mundo de la cultura oral destaca por su carácter agonístico y público frente al interiorizado de la escritura (IBÍDEM, pp. 42–62 passim).
En las culturas letradas, sin embargo, el pensamiento es innovador y analítico porque no tiene que centrar sus esfuerzos en retener el legado cultural (que ya está en los libros) y tiende a la abstracción, pues opera con signos. Esta es la razón, precisamente, de que ciertos escritores se mostraran (paradójicamente) reticentes ante el nuevo soporte técnico de la escritura. Así, Platón, quien representa mejor que nadie la transición conflictiva desde una cultura oral a otra letrada, expresó (aunque por escrito) sus reparos ante la escritura, a la que consideraba peligrosa porque es un objeto que está fuera del pensamiento (y, por lo tanto, del ser humano) y, sobre todo, porque empobrece la memoria (1). Por eso Platón, deseoso de conservar en sus escritos reminiscencias del lenguaje oral, utilizó el género del diálogo para comunicar sus pensamientos (2).
Si la consideramos ya en su faceta de obra de arte verbal, son características fundamentales de la literatura oral, según M. L. TENÈZE (1969, pp. 1104–1105) su inmovilidad y repetición. Esta investigadora ensaya a continuación una tipología de los géneros de la literatura oral, que clasifica en: 1) Fórmulas y juegos de palabras; 2) Formas narrativas; 3) Formas dramáticas y musicales. En los subgéneros del primer grupo (adivinanzas, retahílas, conjuros, etc.), la inmovilidad de la forma deviene razón de ser porque la función social que realiza el texto no puede ejercerse más que, precisamente, a través de la inalterabilidad de las palabras (IBÍDEM, loc. cit.). En cambio, las formas narrativas están sujetas a variaciones cuando son transmitidas en la cadena de la tradición oral.
La transmisión de la tradición oral está sujeta a transformaciones que serán más o menos abundantes dependiendo del control que el narrador ejerza sobre el mensaje transmitido. Así, cuando las tradiciones se transmiten exclusivamente entre grupos sociales minoritarios (pensemos, por ejemplo, en ritos mistéricos o iniciáticos), la posibilidad de alterar el contenido de la tradición es mucho menor que si circula entre toda la comunidad. Por otro lado, las formas recitadas o cantadas disponen de elementos rítmicos y musicales de carácter poético–mnemotécnico (métrica, rima, expresiones formulares…) que facilitan la memorización de los textos, lo que no ocurre (u ocurre en menor medida) entre las tradiciones narradas en prosa. En general, las causas que provocan mayores modificaciones en la tradición oral son los cambios sociales, que pueden alterar o dejar sin sentido determinadas tradiciones que antes estaban en pleno vigor, y la pérdida de memoria u olvidos del narrador, lo que es frecuente en las sociedades modernas de carácter urbano, en las que el hábito de contar o recitar historias a los familiares o en las reuniones sociales se ha perdido en buena parte.
No obstante todo lo dicho, es evidente que entre la literatura escrita y la oral existen semejanzas, principalmente que ambas son creaciones poéticas y se clasifican en géneros poéticos. Sin embargo, «genéticamente el folklore ha de ser situado no junto a la literatura, sino al lenguaje, que no ha sido inventado por nadie y no tiene ni autor, ni autores » (PROPP, 19822, p. 150). Esa anonimia, junto con la «mutabilidad de las obras folklóricas en relación a la inmutabilidad de las obras literarias» (IBÍDEM, p. 152), ya que la obra literaria permanece inalterable al estar fijada por la escritura mientras que la obra folklórica se modifica en cada transmisión oral, serían los dos rasgos fundamentales de la literatura oral.
A. R. CORTÁZAR precisa de manera clarificadora qué fenómenos deben ser considerados folklóricos y cuáles no. Para él, forman parte del folklore aquellos fenómenos culturales «populares (propios de la cultura tradicional del folk, del pueblo), colectivizados (socialmente vigentes en la comunidad), empíricos, funcionales, tradicionales, anónimos, regionales y transmitidos por medios no escritos ni institucionalizados» (CORTÁZAR, 1964, p. 7). El folklore literario será por tanto el que agrupe expresiones de esta índole, en prosa y verso. No obstante, hay que distinguir los auténticos fenómenos folklóricos de lo que el autor llama «proyecciones», esto es, «aquellas expresiones que han sido trasladadas de su propio ámbito geográfico y cultural (…) a los ambientes urbanos, donde son cultivadas deliberadamente por personas, familias o círculos, ya por motivaciones sentimentales (evocación, nostalgia), ya sociológicas (reacción contra el medio incomprensivo u hostil)» (IBÍDEM, p. 10). En este caso, tales manifestaciones ya no cumplen la función social que tenían asignada en sus primitivas comunidades, por lo que acaban convirtiéndose en meras reliquias cuyo sentido se va olvidando.
Además de los rasgos antes destacados por A. R. Cortázar como definidores del verdadero folklore, añade el de la «relatividad» de lo folklórico. Con esta expresión se refiere a que «nada es folklore de por sí, debido a una condición intrínseca. (…) Ningún fenómeno folklórico nace como tal, sino que llega a serlo a través de un proceso cultural e histórico que culmina infaliblemente con el matiz típico que a la postre adquiere en consonancia con el ambiente, tanto geográfico como humano, que lo acoge y modela» (IBÍD., pp. 33–34, subrayado en el original). Y así es frecuente que lo que en una época perteneció a las minorías, con el tiempo llegue a colectivizarse y pase a formar parte del común acervo cultural; y a la inversa, lo que se manifestaba en forma tradicional deja de tener sentido para la comunidad para cobrar nueva vida en las manifestaciones artísticas individuales. Estos fenómenos se denominan, respectivamente, «folklorización » y «desfolklorización».
Una vez que hemos precisado el ámbito que nos ocupa, la literatura oral, y sus características fundamentales, intentaremos ahora hacer lo mismo con sus géneros y analizaremos sus rasgos distintivos básicos. Porque dentro de lo que convencionalmente llamamos literatura de tradición oral nos encontramos con un conjunto abigarrado de formas que se interfieren y se confunden con suma facilidad debido al carácter inestable que por naturaleza ha de tener una tradición que se transmite de forma oral y que, por lo tanto, no ha sido fijada por la escritura. Partiendo de esta premisa básica, los textos orales pueden clasificarse atendiendo a distintos criterios como su significación, forma o manera de transmisión, actitud del emisor y receptor ante lo narrado, función social, etc.
VANSINA (1966, p. 156) propone una tipología sistemática de los textos orales que resume con el siguiente cuadro sinóptico:
Las fórmulas son para este autor expresiones estereotipadas que se emplean en determinadas circunstancias. Su carácter formular explica que apenas sufran modificaciones y que contengan elementos arcaicos que pueden incluso no ser entendidos por el narrador. La precisión con que se transmiten se debe a su supuesta eficacia para obtener un determinado fin (por ejemplo, sanar a un enfermo o provocar la lluvia).
La poesía tiene un valor estético para el pueblo que la crea y la recibe. No varía mucho en su transmisión ya que, como hemos dicho, dispone de recursos rítmico–musicales que permiten su memorización y fijación formular. Se utiliza con fines propagandísticos si es oficial o para expresar sentimientos personales si es privada (ambos aspectos pueden darse a la vez).
Las listas enumeran lugares, personas o genealogías que contienen, supuestamente, los orígenes remotos de un pueblo o clan. Están recitadas por especialistas, habitualmente en ceremonias de carácter político.
Los comentarios ofrecen información sobre cuestiones concretas que resultan de difícil comprensión por su carácter técnico (temas jurídicos, por ejemplo) o su antigüedad. En este último caso, las interpretaciones pueden ser muy diferentes al sentido original del texto, sobre todo cuando ha transcurrido mucho tiempo entre éste y aquéllas (IBÍDEM, pp. 155–175 passim).
Los relatos se narran en prosa y pueden tener finalidad didáctica, estética o conjugar ambas. André JOLLES (1972) los incluye (el cuento popular, la leyenda, el mito, el enigma, la sentencia, el suceso, el recuerdo y el chiste) dentro de lo que él llama «formas simples», es decir, que surgen espontáneamente de la lengua sin elaboración artística individual y por lo tanto se transmiten oralmente. Cuando el relato tiene finalidad didáctica, se convierte en vehículo de transmisión de la cultura de una sociedad. Puede adoptar la forma del mito si la explicación del mundo se realiza con referencia a un origen religioso y con frecuencia se lleva a cabo en el transcurso de un ritual que reproduce el propio mito; o, si la explicación no tiene nada que ver con lo religioso, hablaremos de relato etiológico, es decir, aquel que pretende explicar un determinado fenómeno social o natural.
VANSINA (1966, p. 169) clasifica la narración didáctica en diferentes subtipos: los relatos sobre fenómenos de la naturaleza y manifestaciones culturales, la saga local y, por último, las etimologías populares. Respecto de los primeros, que se denominan también cuentos explicativos o cuentos del por qué, la imaginación popular fabula a propósito de la forma de tal o cual accidente geográfico, de las características físicas de algún animal o acerca de alguna ley natural (por ejemplo, por qué un monte tiene forma de oreja, por qué la serpiente no tiene patas o por qué el agua de mar es salada). A menudo se cree que en estos casos la explicación es la razón de ser de la existencia del cuento, pero con más frecuencia esas explicaciones son sólo agregados posteriores para presentar un final más interesante u ofrecer una conclusión verosímil o moralizante del relato.
El relato estético, en cambio, tiene como finalidad primordial el entretenimiento del auditorio, por lo que relega a un papel secundario la veracidad histórica de lo narrado. Esto explica que los relatos estéticos se transformen en la cadena de transmisión oral, que es lo que Vansina llama «transmisión libre», quien a continuación distingue tres subtipos en estas narraciones: la epopeya, la leyenda y el cuento fabuloso, «según acentúen más especialmente el elemento dramático, el elemento edificante o el elemento fantástico respectivamente », aunque inmediatamente añade que «la línea de demarcación entre los diferentes subtipos, a menudo es vaga» (IBÍDEM, p. 170).
Arnold van GENNEP define los géneros de la literatura oral por su funcionalidad dentro de la comunidad en que se difunden. En los mitos, leyendas, fábulas y lo que el autor llama cuentos morales el valor utilitario es muy importante, porque estas narraciones proporcionan al hombre una serie de normas de conducta y de fórmulas que le facilitan el control de aquellos aspectos de la existencia que es preciso dominar para sobrevivir, tales como la caza, y el entramado de ritos mágico–religiosos que aseguran la cohesión del grupo social y la relación correcta del hombre con las divinidades. El cuento no moral, en cambio, representa un estadio posterior en el desarrollo de la humanidad en cuanto que implica una actitud amoral e intelectual que se permite contemplar la realidad desde el distanciamiento irónico y la superioridad (GENNEP, 1982, pp. 18–19).
M. SIMONSEN (1981, pp. 10–11) distingue, dentro del folklore verbal, los géneros narrativos de los no narrativos. Entre éstos enumera los siguientes: cantos, proverbios, fórmulas (exorcismos, fórmulas sapienciales o jurídicas), juegos, adivinanzas y canciones infantiles. A su vez, los géneros narrativos se clasifican según se cuenten en prosa o verso; en verso están las epopeyas y baladas y en prosa el cuento popular, que narra hechos ficticios, mientras que la biografía, anécdota, leyenda y mito relatan acontecimientos tenidos por verídicos.
Esta investigadora elabora en otro de sus libros (SIMONSEN, 1984, p. 14) esta tipología de los géneros narrativos orales:
Quisiera, por último, plantear algunas precisiones acerca del cuento y la leyenda, los géneros narrativos por excelencia de la literatura oral. Con frecuencia, la diferencia que ha sido destacada entre ambos géneros es la de la creencia o no del narrador y su auditorio en la veracidad de los hechos contados (3). Desde luego que tal criterio resulta a menudo bastante vago pues determinadas narraciones folklóricas se cuentan como relatos verídicos: basta con que el narrador localice de manera realista los personajes, tiempo y espacio de la narración. Por lo tanto, deberíamos buscar otros criterios que nos permitieran delimitar más nítidamente ambos géneros.
J. CAMARENA y M. CHEVALIER (1995, p. 9) definen el cuento folklórico atendiendo a tres aspectos fundamentales:
—narrar acciones ficticias (en este aspecto se diferenciaría de la leyenda);
—ser una obra en prosa (en este aspecto se diferenciaría del romance y otras formas populares versificadas);
—vivir en la tradición oral variando continuamente (lo que lo distinguiría del refrán o de otros géneros de fórmulas fijas como la adivinanza).
Ahora bien, diferencias tan nítidas con otros géneros de la literatura oral sólo pueden darse en la teoría. En primer lugar, no puede señalarse como argumento excluyente el hecho de que el cuento se narre en prosa mientras que otras narraciones orales utilicen el verso. Así, el romance, narración en verso muy importante dentro de la tradición oral (y literaria) española, comparte con el cuento semejanzas estructurales: ambos géneros son narrativos, dramatizan sucesos por medio del diálogo, transmiten la misma ideología, en líneas generales, y veces presentan moraleja (MENDOZA, 1989, p. 30). Además, algunas historias se cuentan tanto en prosa como en verso, como por ejemplo el relato de la doncella guerrera, y ciertos cuentos de mentiras, sin final y de nunca acabar se relatan normalmente en verso romanceado. Por lo tanto, la distinción prosa/verso no siempre justifica la separación metodológica entre ambos géneros de la literatura oral que, por otra parte, coinciden en gran cantidad de motivos folklóricos y temas. En todo caso, sí podría destacarse la escasez del elemento maravilloso en el romancero que, sin embargo, es fundamental en los cuentos de magia o de encantamiento (IBÍDEM: loc. cit.).
El tercer aspecto señalado de la definición de Camarena y Chevalier, el de la continua variación a la que se ve sometido el cuento en cada transmisión oral, permite efectivamente distinguirlo del refrán, el proverbio, la adivinanza o cualquier otro género de fórmulas fijas. Pero tampoco aquí puede establecerse siempre una separación tan rotunda. Hay cuentos–adivinanza cuyo desarrollo narrativo se justifica exclusivamente en la presentación de un acertijo que el astuto héroe habrá de descifrar. Por otro lado, muchos refranes y frases hechas han quedado como resumen o quintaesencia de un relato tradicional o, en ocasiones, el relato se deriva del refrán como explicación o desarrollo de éste, por lo que muchas veces hay entre ellos coincidencia de temas y motivos. Y además, si bien está claro que el cuento está sujeto a mayor variación debido a su mayor extensión, también es evidente que los refranes y adivinanzas presentan variantes en la tradición oral pese a su carácter de literatura formular. Conviene no olvidar tampoco que cierto tipo de cuentos se caracterizan por desarrollar de forma repetitiva fórmulas fijas (los llamados cuentos acumulativos, encadenados o seriados) en prosa o verso, y que por tanto no se modifican tanto en la cadena de transmisión oral como los demás. Así pues, no se le puede otorgar valor absoluto como rasgo distintivo del cuento folklórico al hecho de que se modifique continuamente en la tradición, pues no siempre ocurre así.
Habremos de buscar entonces las diferencias en los aspectos formales. Tanto cuento como leyenda pertenecen a las llamadas fuentes «libres», aquellas en las que sólo se transmite fielmente el contenido o armazón estructural mientras que la forma no se mantiene idéntica, frente a las formas «cuajadas», que son las que se transmiten de forma literal. Éste es el caso del cuento popular que, a diferencia de otras manifestaciones tradicionales (como la poesía, sujeta a las leyes rítmicas y métricas), no está constreñido formalmente. Sin embargo, sí posee el cuento una estructura interna basada en la sucesión de secuencias o funciones que se relacionan por yuxtaposición (en el caso del cuento de humor) u oposición (en el cuento maravilloso). Así, Eloy MARTOS (1988, p. 41) define el cuento popular como un «texto libre, sin mediaciones formales en su transmisión (aunque con procedimientos de cierre) y con una estructura interna consistente» (subrayados del autor).
El cuento folklórico se relaciona con otras formas de la tradición oral, siempre desde una posición que podríamos llamar de superioridad. Es decir, determinadas formas tradicionales como coplas, refranes, fórmulas, etc., cuando se insertan dentro de la arquitectura narrativa del cuento, pierden su independencia y se subordinan a éste. Por ejemplo, en el caso de las adivinanzas, éstas pueden asimilarse a una prueba difícil que tiene que superar el protagonista para obtener la mano de la princesa. Si hablamos de las coplillas líricas que frecuentemente aparecen en los cuentos maravillosos, su función habitual es servir para propagar la fechoría que el héroe habrá de resolver, a la vez que contribuye a acrecentar el ritmo patético del cuento. O también las coplillas satíricas que a veces se utilizan en los cuentos de animales y en los de burla para aludir irónicamente a los sucesos narrados, conocidos por el oyente pero ignorados por el bobo.
Ocurre también que los cuentos pueden generar fórmulas, refranes e incluso juegos. Con respecto a los juegos, en el índice de tipos folklóricos de A. AARNE y S. Thompson (1973) se catalogan como cuentos–juego ciertos relatos que se narran o cantan a la vez que se realizan actividades lúdicas (por ejemplo, el del tío de la Pipa, asociado al vaivén del columpio). MARTOS (IBÍDEM, p. 73) documenta, a partir de la narración de la hermana buena y la mala, un juego infantil basado en preguntas y respuestas que se basa en el argumento de este cuento (la futura madrastra le dice a la niña que le dará, si su padre se casa con ella, pan y miel; pero el padre le responde después que lo que recibirá será pan y hiel, en alusión al mal trato que le dispensará la madrastra).
Esta «superioridad» estructural del cuento frente a otros géneros como la leyenda se pone más de manifiesto si observamos que ésta se caracteriza por su sencillez estructural. Ya que, como afirma R. A. RAMOS (1988, pp. 33–34), «la característica fundamental de la forma de la leyenda es su sencillez e inestabilidad estructural. El relato consiste en un solo motivo narrativo que apoya la creencia del narrador; se cuenta únicamente un incidente, sin hacer referencia a lo que precedió ni a las repercusiones (…). El narrador de una leyenda (…) no está consciente de su función creativa; su voluntad es meramente hacer hincapié sobre un hecho real, generalmente conocido por los oyentes. De ahí que la leyenda habitualmente sea breve y fragmentaria. Por ser un suceso conocido, el narrador generalmente omite detalles y se concreta al aspecto más destacado de un episodio específico» (4).
Otra diferencia importante desde el punto de vista estructural entre cuento y leyenda es la presencia de fórmulas de apertura y conclusión en el primero, que no aparecen en la leyenda, aunque en ésta encontramos un marco narrativo bien preciso. El cuento de ficción suele comenzar con una fórmula introductoria que alude a un espacio y tiempo inconcretos y remotos, y terminar con un dicho que cierra rotundamente la narración. El narrador de la leyenda aporta desde el comienzo una serie de informaciones acerca de las personas que intervienen en el relato, la fecha, la fuente o el lugar en que ocurrieron los acontecimientos, elementos que actúan como marco de la narración y que pueden repetirse al final de ésta para proporcionarle veracidad.
También se distinguen ambos géneros en los personajes. Si bien el protagonista del cuento de ficción presenta siempre el mismo carácter y personalidad, no cambia en absoluto a lo largo de la narración, sí experimenta un proceso de sublimación (en el cuento de héroe) o degradación (en el cuento de antihéroe) en el sentido de que tiene éxito o fracasa en conseguir las metas propuestas. Sin embargo, en el protagonista de la leyenda no se advierte cambio de ningún tipo, ni en uno ni en otro sentido.
Desde el punto de vista de la recepción del cuento y su utilidad social, mientras en la leyenda el mundo sobrenatural se percibe como radicalmente separado del de los personajes y los receptores del cuento, y además suele ser fuente de asombro e incluso de miedo, en el cuento, sin embargo, lo sobrenatural es aceptado con total normalidad desde la fórmula introductoria que nos lleva al mundo lejano y a la vez completamente familiar que el cuento nos narra. Si la leyenda intenta acercar al ser humano al mundo sobrenatural, desde una perspectiva de admiración y asombro, el cuento de ficción, lejos de atender a una finalidad meramente estética o lúdica, asienta al individuo en su mundo real y, como señala R. A. RAMOS (IBÍD., p. 43), sirve a la comunidad para que se libere de las angustias y tensiones cotidianas mediante el humor.
Resumiendo, podríamos esquematizar así las diferencias explicadas entre cuento y leyenda:
Cuento Leyenda
Indeterminación espacio–temporal. Localización espacio–temporal.
Los hechos narrados se Los hechos narrados son aceptados
consideran ficticios. como reales o verosímiles.
Desarrollo narrativo completo. Fragmentarismo e inestabilidad estructural.
Uso de fórmulas de apertura y cierre. Ausencia de fórmulas de cierre y apertura.
Proceso de sublimación o degradación El protagonista no cambia
en el protagonista. en absoluto.
Separación entre el mundo Confusión absolutamente normal
sobrenatural y el físico. entre el mundo físico y el sobrenatural.
Función lúdica, didáctica y liberadora Finalidad ejemplarizante y moralizadora.
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NOTAS
(1) Cuenta Sócrates en el Fedro platónico (274–277) la historia del dios egipcio Teut, quien ofreció al rey Tamus su más preciado invento: la escritura. Pero el rey le dijo: «Ella [la escritura] no producirá sino el olvido en las almas de los que la conozcan, haciéndoles despreciar la memoria; fiados en este auxilio extraño abandonarán a caracteres materiales el cuidado de conservar los recuerdos, cuyo rastro habrá perdido su espíritu. Tú no has encontrado un medio de cultivar tu memoria, sino de despertar reminiscencias, y das a tus discípulos la sombra de la ciencia y no la ciencia misma. Cuando vean que pueden aprender muchas cosas sin maestros, se tendrán ya por sabios, y no serán más que ignorantes, en su mayor parte…» (Platón, Diálogos, estudio preliminar de Francisco Larroyo, México: Porrúa,198420, p. 658). Un poco más adelante, Sócrates reprocha a los discursos escritos su «silencio » ante el que les pregunta y que no tengan la posibilidad de elegir a sus lectores, que pueden ser necios o malvados.
(2) Jorge Luis Borges afirma que a finales del siglo IV de nuestra era se inició el proceso que culminaría con el predominio de la palabra escrita sobre la oral. Y cita un pasaje del libro seis de las Confesiones de San Agustín en el que éste cuenta sorprendido cómo su maestro Ambrosio leía en silencio, lo que demuestra que todavía la lectura en voz alta era lo habitual porque las palabras seguían considerándose fundamentalmente como sonidos y no como objetos visuales («Del culto a los libros», en Otras inquisiciones, Alianza Editorial [Madrid, 19854], pp. 110–115).
(3) Véase, por ejemplo, SIMONSEN, 1981: 10–11; GARCÍA DE DIEGO, 19552: I, p. 9; CAMARENA, 1995, p. 9; CHERTUDI, 1967, p. 9; PINON, 1965, pp. 10–11.
(4) Un poco antes la autora había distinguido, dentro del género leyenda, tres grupos de narraciones: «fabulates», «memorates» y «anti–leyendas», que definía del siguiente modo: «El ‘fabulat’ relata un incidente acerca de un ser sobrenatural o ajeno a la vida cotidiana; el suceso no es observado directamente, sino que es conocido de oídas (…). El ‘memorat’ (…) es el relato de un incidente insólito, pero supuestamente verídico por boca de un testigo, de un participante en la acción o de un allegado (…). Las ‘anti –leyendas’ (…) también describen encuentros sobrenaturales y enfermedades sin aparente causa fisiológica, pero plantean una explicación racionalista, terrena, del suceso» (IBÍDEM, pp. 32–33).
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BIBLIOGRAFÍA
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