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Revista de Folklore número

307



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LAS ALBARCAS DE CORACHA EN LA TIERRA MADRILEÑA

FRAILE GIL, José Manuel

Publicado en el año 2006 en la Revista de Folklore número 307 - sumario >



A la memoria de Ángeles García, que en Robledondo, nos brindó siempre su saber y hospitalidad.

Como en alguna ocasión oí decir a un eminente estudioso de la indumentaria tradicional que la reconstrucción de estos trajes suele fallar por los pies y la cabeza, quisiera yo contribuir con éste –y otro opúsculo que dediqué ya al tocado (1)– a paliar un tantico el confuso panorama del indumento tradicional madrileño. Voy a intentar describir en estas líneas un calzado que los más pobres pasearon por esta Tierra, no sólo al desempeñar las rudas faenas propias de los menestrales, sino también al tiempo de presumir los majos mejor guardados en el arca (2).

Sería demasiado sencillo afirmar que por la España húmeda y septentrional anduvo el calzado de madera (3), mientras que por los caminos de la España seca y meridional paseó el calzado de esparto; distribución que en la realidad no es tan evidente, pues la mayor parte de los campesinos españoles fabricaron con las pieles frescas del ganado de pelo un calzado que, bajo la denominación común de abarca o albarca, se usó desde las Islas Canarias a La Alcarria (4), desde la tierra abulense (5) a la vallisoletana (6), e incluso llegaron a usarse en los valles y montañas verdes de Asturias y Cantabria.

La palabra abarca parece tener un origen pre-latino y ha sido la más usada para denominar al calzado de piel que nos ocupa; salvedad hecha de Cantabria, donde se llaman albarcas y albarcas de tarugos al calzado de madera con que los paisanos de Pereda anduvieron cómodamente por cuestas y camberas (7). En aquella comunidad norteña nombraron a veces zatas a las albarcas de piel, aunque los habitantes de Pas –cuyas mujeres corrieron media España trajinando mercancías u ofreciendo generosas el pecho a los niños ricos, y cuyos hombres contrabandearon arriesgando su vida– las llamaron chátaras (8).

En La Rioja se las denominó zangorras (9). En Asturias llaman corizas o coricies (del latín cor_um: cuero) a este sencillo calzado hecho con cuero o piel sin curtir, con que especialmente protegían sus pies los paisanos del Oriente Astur (10). En la Sierra de Guadalajara se referían a ellas como albarcas de pergal (del lat.

*pellic_le: de pellis, piel) (11). También del latín coriac_ a (de cuero) deriva el término coracha (12), con que aludían los serranos de La Somosierra madrileña a este sencillo calzado de fabricación casera. En los pueblos altos del Guadarrama las llamaron albarcas de piel.

Y en Bustarviejo recogí el término pezgatos, utilizado sólo para distinguir las que se hacían con las patas del ganado vacuno o de los asnos; sin duda, esta curiosa denominación debe de ser corrupción de pergatos, aludiendo a la acepción del término castellano pergal: “recorte de las pieles, de que se hacen las túrdigas para abarcas”.

En el mismo sentido apunta la denominación albarcas de pata, con que eran conocidas en La Puebla de la Sierra.

Como los campesinos griegos de época moderna, en algunas islas atlánticas los canarios fabricaron sus majos con la piel del cochino doméstico debidamente trabajada (13).

Son muchas las referencias que la literatura clásica nos ha dejado sobre el uso de abarcas por los campesinos. Bien cerca de la Sierra Madrileña situó el Arcipreste de Hita en la primera mitad del Siglo XIV las correrías de sus cuatro serranas. Nos interesa ahora repasar las habilidades de la boba de Cornejo, que entre otras cosas presume porque:

“……………………………………
sé el lobo cómo se mata
cuando yo detrás de él salgo,
antes le alcanzo que el galgo,
sé muy bien tornear vacas
y domar bravo novillo,
sé batir y hacer las natas
y sé hacer un odrecillo,
con guita coser abarcas,
tañer bien el caramillo
……………………………
………………………………….” (14).

Ya veremos cómo los campesinos madrileños siguieron usando la guita para apañar sus corachas; pero reparemos antes en el magistral retrato que Mateo Alemán nos dejó en 1602 de un gallardo labrador: “Estaba puesto al sol, arrimado a las paredes de la casa de concejo un mocetón de veintidós años, al parecer, melenudo, un sayo pardo, largo, con jirones, abierto por el hombro y cerrado por delante; calzón de frisa blanca, plegado por abajo. Camisa de cuello colchado, que no se lo pasara un arco turquesco con una muy aguda flecha; caperuza de cuartos; las albarcas de cuero de vaca, y atadas por encima con tomizas; la pierna desnuda […]” (15). Cuando el investigador quiere y sabe desentrañar la enjundia de estas descripciones, llega a encontrar en ellas un cúmulo enorme de información etnográfica; y aún más diría yo: debe recoger de entre líneas la verdadera estética de la tradición, que hoy hemos perdido utilizando maquillajes, cremalleras y fibras sintéticas para auparla al escenario. Esas melenas del jallán y su sayo abierto al hombro –antepasado de los chalecos cosidos en estezao que gastaron en Montejo, La Hiruela, La Puebla, Prádena…, y tantos pueblos de La Somosierra– son, con la camisa colchada en grueso lienzo, la patente de verdad y respeto que hoy debiera presumir la indumentaria tradicional madrileña.

Tiempo atrás debieron de calzarse las albarcas de piel en toda la Comunidad de Madrid, pero su uso fue restringiéndose a las cumbres de la Sierra, de modo que hasta casi hoy mismo he podido recoger testimonios de su empleo en El Guadarrama y La Somosierra. De que antaño se llevaron en tierra llana dan testimonio las actas e inventarios que levantaban los antiguos escribanos; y así en 1834 se registran en Algete “una tordiga de Albarcas = 14 rs.”, y en el mismo año y la misma localidad “dos pares de albarcas = 8 rs.” (16).

Antes de comentar despacio el proceso de fabricación y la dispersión geográfica de las corachas en el campo madrileño, conviene dedicar unos párrafos a la materia prima con que se elaboraron dentro y fuera de nuestros límites geográficos. Para fabricar las albarcas se utilizó piel de cabra y de vaca, y raramente la de cerdo, pues este agradecido animal ofrece su cuero para forrar jamones y armar los témpanos de tocino, que se curan o ahuman pendientes del techo, además de que traginar con este género de albarcas en cuadras y muladares perjudicaban su naturaleza (17). De modo que en la peluda cubierta de los abnegados borricos encontró el pobre campesino el material más fuerte e idóneo para fabricar sus albarcas. Tanto los testimonios orales como escritos al respecto coinciden en señalar que con la piel de los rucios se calzó media España. Son muchas las composiciones poéticas que relatan el fin de las pobres bestias. En Pastores (Salamanca) se recogió este romance que cuenta en verso lo arriba dicho:

Era un jueves, era un jueves,
(y) un jueves por la mañana,
2 amanecieron dos burros
en un muelo de cebada,
(Y) el uno, por comer mucho,
está muy malo en la cama,
4 harto de hacer testamento
de la cincha y de la albarda:
la albarda pa el señor cura,
para que bonetes haga;
6 la cincha pa el sacristán,
pa que toque las campanas;
el rabo a los monaguillos,
para que guisopos hagan;
8 las orejas pa las mozas,
que se abaniquen la cara;
el pellejo pa los viejos,
para que hagan albarcas;
10 el espinazo a las viejas,
para que rosarios hagan.
Era un jueves, era un jueves,
(y) era un jueves por la mañana (18).

Y en Cueva, municipio enclavado en el corazón de la húmeda Liébana de Cantabria, recogí otra espléndida versión de El testamento del borrico, que acabamos de conocer en un texto salmantino. El romance de Cueva dice así:

Pongan atención señores
Les voy a contar un caso
2 lo que ha pasado en Turieno,
un veinticinco de marzo.
Nicolás tenía una burra,
que era blanca, pinta y negra.
4 La burra se estaba muriendo
y Colás estaba llorando.
–No te mueras, burra mía,
sírveme siquiera un año.
6 –Ya no te creo, Colás,
tus palabras son engaño.
Me llevabas al molino,
sin albarda y ajambrada,
8 si me ponía a parar,
grandes palos que me dabas.
Ahora me iré a descansar
al paraís de los asnos.
10 Los ojos dejo a los cuervos,
las tripas a los milanos,
……………………………..
el pellejo a los muchachos
12 para que hagan corizas,
que todos andan descalzos

Y por remate de estas alusiones, traeré a colación el comienzo de un cuento recogido en Asturias que señala de nuevo el fin que podía aguardar al esforzado jumento: “Una vez yera Xosomirín, y tenía un burru… un potsín –sería un tsín, nun ye un burru, un potsín–, y tabat sindiándolu nos Tsanos y pasó poer itsí…–por eso te digo, ye asino’l cuentu– un home de Rano, y dixo–tsí:

– Casomirín, mutso curias el burru.
– Si no[n] engora fáigolu nunas abarcas […]” (20).

Pero no fueron sólo los sufridos españoles de a pie quienes se calzaron con la piel de asnos y borricos. Las sandalias de aquel Pescador, que fundó el emporio vaticano, eran –si aceptamos como auténtica una de época altomedieval que por tal se tiene–: “de peculiar diseño, en forma de ocho, con un pequeño ensanchamiento en la parte más estrecha, destinado a recibir las correas. El interesante objeto se remonta por lo menos al Siglo XI, cuando Alfonso VI abrió el cofre de las reliquias […]. Se contiene en artístico estuche de plata. La suela es de piel de asno” (21).

Y no era el campo madrileño una excepción a todo este panorama. En Montejo de la Sierra recordaban perfectamente el calzado que nos ocupa, y al preguntar por su materia prima me contestaron: De burro, las que más duraban y las mejores eran las corachas de burro. Entonces había un borrico en cada casa, y cuando ya estaban muy viejos –ya hasta cuando se morían, que ya estaban muertos– se les desollaba. Los que mejor hacían eso eran los gitanos; hacían cribas, cribas gordas para los garbanzos y para las granzas con la piel. De cada pata luego se hacía una albarca de coracha (22). Además los aldeanos atribuían a la piel del rucio, a más de su dureza, otra característica que la hacía más apreciada: Dice que la piel de burro se mojaba menos, que calaba menos, como con las corachas andaban por la nieve, que se agarraban muy bien, y cuando llovía y todo, con los pellejos sobaítos y las corachas de borrico –sabiéndose calzar bien– pues dice que no se mojaban (23).

Pero cuando la piel del animal sacrificado se dedicaba exclusivamente a la fabricación de albarcas, se la cortaba en tiras de unos 30 o 35 centímetros de ancho, que se llamaban –las conocemos ya por el documento algeteño – tórdigas. Un anciano en Horcajo de la Sierra refería así el proceso: Se dejaba secar la piel, sin estezarla, ni curtirla ni na, na más bien oreá, y luego se hacía tejote. El tejote se hacía machacando trozos de teja, bien machacaítos, se le echaba un poco de agua, y se hacía así como almazarrón. Luego se echaba una tabla encima, pa que salieran toas iguales, y se marcaba la raya por ande había que cortarlo. Se marcaba con el tejote, que no se borraba, no. Estas tórdigas se enrollaban y guardaban, llegando incluso a venderse en determinados comercios. Su valor radicaba en la cantidad de plantillas que podía dar de si cada una de ellas. Los documentos notariales insisten en signarlas –prueba evidente de que, aunque pocon valoradas, eran dignas de mención al hacer un inventario–:

– una tuerdiga de Alvarcas con quattro pares (Bustarviejo, 1778) (24).

– Un enjulio de cuero sin estrenar y Unas tordiga de albarcas = 20rs. (Lozoyuela, 1782) (25).

– Una Tordiga de Albarcas digo onze pares de albarcas = 27’17rs. (Bustarviejo, 1788) (26).

– Quatro tuerdigas de Albarcas = 24rs. (Navalespino, 1790) (27).

– Una Tordiga de alvarcas = 11rs. (Bustarviejo, 1797) (28).

– Cinco Tordigas de Albarcas = 35rs. (Bustarviejo, 1799) (29).

– …una Tordiga de Alvarcas… (Valdemanco, 1802) (30).

– Una tordiga de Albarcas = 12rs. (Bustarviejo, 1828) (31).

– Dos Tordigas de Abarcas = 32rs. (Miraflores de la Sierra, 1857) (32).

Comprada la tórdiga, se procedía a recortar en ella la silueta del pie, dejando en todo su derredor un excedente de dos o tres dedos. Una vez obtenida esa plantilla, se abrían en el contorno unos orificios –que en Montejo y El Atazar llamaban ojaleras–, para ello se doblaba la piel sobre un palito y, en el lugar elegido, se hacían dos cortes oblicuos y enfrentados con la navaja, de modo que el orificio obtenido tenía la forma de un pequeñísimo rombo. Ya que estaba convenientemente oradado el contorno de la plantilla, se pasaba por aquellos ojales una fina correílla que llamaban zarria, cortada previamente en la parte más sutil de la piel. La misión de esta zarria era recoger la albarca sobre el pie, y servir como punto de enganche a las correas y calzaderas con que hombres y mujeres se ajustaban las albarcas. En Robledondo me relataron así este sencillo proceso de fabricación: Primero recogían lo de alante, luego les hacían cinco bujeros, y cuando ya se enganchaban las de atrás, echaban cada cuerda por un lao, y se hacían el ato aquí en medio (señalando el empeine del pie) para que no se les cayeran las albarcas. Se las recogían con correas o con unas cuerdas de lino que las llamaban calzaderas (33). Y en Bustarviejo distinguían entre: Los pezgatos se hacían cada uno con la pata de un toro, de una vaca o de un borrico, y las otras eran del cuerpo, del cuerpo de los animales que lo hacían tiras o tórdigas, que llamaban. Las daban una vuelta con una correita, todo alredor, y luego delante las hacían un hociquito, para que tuvieran la forma del pie. Y atrás la cerraban también, pero un poquito más abierta, de otra manera. Y luego ya las enganchaban las correas y algunos se las subían hasta las rodillas. Yo si tuviera que hacerlas ahora, las hacía, de tantas veces como se las vi hacer a mi padre, que en paz descanse (34). No encontré grandes diferencias formales entre las albarcas que calzaban varones y hembras, tan sólo en Montejo de la Sierra coincidieron todos mis entrevistados en afirmar que: Las de los hombres tapaban más el pie, porque las de las mujeres eran sólo así, un poquito alrededor.

Mientras las correas podían comprarse a los curtidores –y seguían utilizándose al desecharse la albarca–, las calzaderas se fabricaban en casa merced a las hebras de lino que hilaban las mujeres y a la pericia de algunos hombres diestros en aquella tarea: Las corachas las hacíamos nosotras, aquí en Montejo las hacíamos nosotras, pero las calzaderas las hacía mi padre. Tenía unos ganchos de madera –que llamábamos garabatos–, me acuerdo que lo tenía enganchao en la paré, orilla la lumbre; bueno, pues allí enganchaba las hebras de lino, y luego con los dientes las mordía, lo dejaba así, tirante, y con los dedos iba tirando pacá y pallá, y así las iba él tejiendo (35). Aunque casi siempre se fabricaron con el lino de casa, se hieron también con tomizas de cáñamo –como las que sujetaban las abarcas del jayán que pintó Mateo Alemán–, y así en un inventario realizado en Bustarviejo en 1857 leemos: “Cinco Cuarterones de Calzadera y bramante = 5 rs.” (36).

Se utilizaron calzaderas hasta la falda baja de La Somosierra. En Valdemanco se calzaban: …con albarquillas de piel de vaca o de borrico, según vagara –nos costaban una pesetilla el par y las comprábamos aquí en una tienda que había–, las de borrico se mojaban menos. Y con correíllas. No, no correas; las mujeres llevábamos calzaderitas que hacían de lino (37). Y a tenor de las calzaderas vino a colación un cuentecillo encadenado que debió de ser muy popular en la Sierra toda, y del que recogí dos versiones. Veamos la que Mercedes contó con enorme gracejo:

Esta mañana me estaba calzando, vino una perra y me quitó mi calzadera. Fui a que me la diera y no me la quiso dar hasta que no le diera el pan de un arca; fui al arca, no me lo quiere dar hasta que no la dé las llaves de un herrero; voy al herrero, pues no me las quiere dar hasta que no le dé el carbón de un carbonero; fui al carbonero, no me lo quiere dar hasta que no le dé el ternero de una vaca; voy a la vaca, no me le quiere dar hasta que no le dé la yerba de un prao; fui al prao, no me lo quiere dar hasta que no le dé el agua de una laguna; voy a la laguna, no me la quiere dar hasta que no le dé el agua de una nube; voy a la nube, no me la quiere dar hasta que no le dé la pluma de una paloma. Fui a la paloma y la paloma me dio la pluma; la pluma se la di a la nube, la nube me dio el agua; el agua se la di a la laguna, la laguna me dio el agua; el agua se la di al prao, el prao me dio la yerba; la yerba se la di a la vaca, la vaca me dio el ternero; el ternero se lo di al carbonero, el carbonero me dio el carbón; el carbón se lo di al herrero, el herrero me dio las llaves; las llaves se las di al arca, l’arca me dio el pan; el pan se lo di a la perra y la perra me devolvió mi calzadera y me calcé (38).

Cuando las albarcas empezaban a romperse por la planta, se les reforzaba echándoles sostras, es decir, piezas o remiendos a modo de medias suelas hechas también con piel, cosiéndolas a la albarca rota con la misma guita que utilizaba la serrana del Arcipreste. La palabra sostra deriva, según Adriano García Lomas, del participio latino “substrata”: tendida o puesta debajo, que habría sufrido la siguiente progresión fonética: substrata > sustrata > sústrata > sóstrata > sostrada > sostraa > sostra. Las mismas piezas se llamaron xostras (39) en Asturias y jostras (40) en Cantabria, y supongo que remediaron la penuria de calzado allá donde se fabricaban albarcas de piel (41).

El problema fundamental de este rudimentario calzado era –a más de su corta duración– la influencia que las condiciones atmosféricas ejercían sobre él, tratándose, como se trataba, de un material orgánico, que no había sufrido ningún tratamiento. En Montejo comentaban: Cuando llegaba el invierno y llovía, se ponían muy blandas, muy blandas; pero en el verano se ponían muy duras, eran como clavos por toos los laos, se clavaban en los pies; y así y todo íbamos a segar con ellas. ¡Fíjese usted!, pa lo único que eran buenas era pa la nieve, que se agarraban muy bien (42). Y en La Puebla de la Sierra: Por la noche, cuando llovía, estaban grandes, grandes, pero cuando estaba el tiempo seco se ponían muy broncas (ásperas), y no vos quiero contar el daño que hacían (43). Y cruzando la Carretera de Francia me contaron en La Acebeda: Las llamaban albarcas de cuero y las hacían con piel de burro, las llamaban de coracha; se usaban sobre todo en invierno, porque se agarraban a la nieve, pero en verano no había quién las domara. Les ponían luego, los hombres, me acuerdo yo, unas correas que eran de algadera [sic] o de badana y se la subían hasta media caña (44). Y en Somosierra: Las hacían con las patas de los borricos, y luego, para calzarlas, se ponía la palma del pie encima, y se echaba una correa pa un lao y otra pa otro y así se sujetaban las albarcas. Cuando ablandaba el tiempo no se iba mal, pero en cuanto venía el calor estaban duras como piedras, eso era lo malo (45). A fin de recuperar la flexibilidad perdida, y poderse calzar cómodamente por la mañanas, había que echar las albarcas en agua por las noches. Y así me explicaron en El Atazar que: Las albarcas antiguas eran de vaca, les hacían unas ojaleras que llamaban y se echaban una correa dende una ojalera a la otra –yo se las conocí a mi tía Ángela–. Por la noche tenían que echarlas en agua, para podérselas poner por la mañana, porque si no estaban duras como una piedra (46). Y en Montejo de la Sierra una mujer recordaba: Mi padre decía por las noches: –Echarme las albarcas a ablandar, porque mañana va a nevar–. Y había que meterlas en agua. ¡Cuántas veces nos hemos levantado y todo para echar las albarcas, si no, no había quien se las calzara por la mañana! (47). Y lo mismo en La Hiruela: Hacían unas albarcas, que yo ya no las he gastao, las gastaron mis padres, que en paz descansen, que eran de la piel de las caballerías, sobre todo de borrico, y luego se las ataban con correas que compraban. Se ponían muy blandas cuando el tiempo estaba blando, y cuando hacía sol se ponían duras, duras, como si fueran de material (cuero), y sonaban y todo (48).

La tarea de calzarse bien cada mañana un par de albarcas no era, ni con mucho, saco de paja, pues había que atender al aspecto práctico –para no calarse, ni quedar vendido en plena tarea–, y también al porte de quien las calzaba, procurando siempre echar las correas o calzaderas, plegar los peales y demás aditamentos con una simetría axial que no carecía a veces de encanto; por eso dice la copla que recogí en Robledondo, junto a la raya abulense:

Si te vas a Peguerinos,
cálzate bien las albarcas,
que es gente criticadora
y amiga de sacar faltas (49).

La primera operación consistía en cubrir el pie con un triángulo de tela que llamaban peal o pial, que podía ser de mantas viejas (Robledondo), de lienzo fuerte o alrotas (La Hiruela), y de lona –engomá decían en El Atazar, cuando había de sobra una perrilla y podía mercarse –, aunque casi siempre se hacían con cualquier tela sobrante, y hasta de pindajos (Valdemanco). A veces se colocaba otro pedazo de tela en la puntera, a modo de refuerzo que llamaban capillo, más otro en el calcañal que decían taconera (La Hiruela). Estos peales podían ir directamente sobre la piel o sobre un calcetín, cuando se utilizaban medias sin pie –que llamaban de traba, redondas (La Hiruela), o calcetas (Robledondo)–. Se tuvo siempre buen cuidado de no calzar estas albarcas directamente sobre la piel, pues si te rozaban, luego aquello se enconaba (infectaba). En algunos lugares, donde hasta última hora se usó este tipo de albarcas incluso en días de fiesta, se las calzaban sobre la media con pie; así en Robledondo nos contó Angelines que: Los peales eran para el invierno y para cuando se iba a trabajar, y, ¿sabes para qué eran?, pues para atalijarse bien y que fueran abrigaos; pero en verano no, en verano na más que la media con pie y encima las albarcas.

Las pastoras, quienes más sufrían las inclemencias del tiempo, usaron en La Puebla de la Sierra un calcetín fuerte sobre las medias. Los peales iban luego recogidos por una tira de dos dedos de ancho fuertemente trenzada en lana blanca –hilada en casa–, que llamaban relío. El relío subía zigzageante hasta media caña –hasta el ribete de las sayas, porque las sayas de lana eran más cortas que la saya grande y las otras– y tenía por finalidad salvaguardar la media del frío y la humedad de la nieve. Las pastoras se ponían las albarcas con calzaeras de lino, y luego ya se ponían los relíos, que yo no las llevé, pero vos digo la verdá, que la vi a mi hermana muchas veces que iba de pastora; luego ya se ponían un peal o los pellejos, cuando hacía peor tiempo, y luego ya se ponían los relíos. Y así, cuando venían ya calás, que venían calás por fuera, se quitaban todo eso y no tenían que quitarse las medias. La blancura de los relíos sobre la media negra era adorno de las pastoras, por eso canta la copla:

Vale más un serrana
con albarcas y relíos,
que veinte de La Campiña
con zapatos y vestidos (50).

Solamente encontré un testimonio en Montejo de la Sierra referente al uso de estas cintas o vendas apretadoras por los hombres. Juana –la niña que echaba en remojo las albarcas de su padre– refería: Cuando hacía mucho frío, se ponía los peales o los pellejos, y luego le veía yo a mi padre que con unas tiras, como de paño negro, se iba rodeando la pierna, así, cruzándolas, y las llamaba vendas.

Pero en toda la Serranía madrileña, hombres y mujeres defendieron pies y piernas de la humedad y el agua con pellejos convenientemente trabajados. En El Atazar eran de gato, y en el resto de los pueblos donde acopié noticias lo fueron de oveja o cordero. Las pieles seleccionadas se motilaban a tijera, colocándolas luego –la lana siempre hacia dentro– con tal arte que, quienes las usaron desde niños, aseguran no haberse calado ni aun al paso de ciertos arroyos: Para no mojarse se ponían pieles de oveja, las sobaban bien sobaítas y con eso no se mojaban (Somosierra); cuando nevaba y llovía, en invierno, se ponían pellicas de oveja en los pies, con la lana pa dentro (Robledondo).

La efímera vida de las corachas se resume en una copla que recogí en varias versiones (51); vaya como muestra la que me recitaron en El Boalo: Las albarcas, antes de ser de rueda, eran de coracha, de una vaca o de un burro desollao y sin curtir, que se dejaba el pelo pa fuera, por eso decían:

Las albarcas de toro negro
duran quince días con pelo,
quince sin él, quince rotas,
quince con sostras
y quince esperando que vengan otras (52).

Como hemos visto hasta aquí, las albarcas de piel fueron el calzado más asequible para la gran mayoría de los campesinos madrileños, aunque a partir de 1900 su uso estaba casi restringido a las áreas de sierra. Las llevaron por igual hombres y mujeres –recuerde el lector a la Tía Ángela de El Atazar, a la narradorra de la calzadera, en Valdemanco, y a la valiente Felisa, de Montejo, que aún nos fabricó una coracha– llegando incluso a cubrir los delicados pies de los más pequeños. La señora Esperanza, de Robledondo, nacida en 1915 comentaba: Y no crea usté, que a los niños chiquititos, cuando ya empiezan a ir con la maestra, los he visto yo ir con las albarquitas puestas a la escuela.

El tráfico a motor, que empezó a invadir la Corte en la primera década del Siglo XX, comenzó a dejar un excedente de ruedas de caucho que los pobres –acostumbrados siempre a usar y reutilizar hasta el fin cualquier material– convirtieron pronto en unas albarcas que vinieron a sustituir al milenario calzado de piel. El señor Juan, de Montejo, afirmaba: …luego llegaron las albarcas que llamaban de goma, que las hacían con ruedas y que se compraban ya en el comercio. Las primeras debí gastarlas yo aquí en Montejo hacia mil novecientos dieciséis o diecisiete, fíjese la edad que yo tendría, yo nací en el mil novecientos cinco y ya había yo usado muchas de coracha. Aunque ya no se fabricaran en casa, los campesinos siguieron reparando este calzado de caucho que, claro está, duraba mucho más y se rompía menos: Mi padre, me acuerdo yo, que se arreglaba él las albarcas. Si se rompían les echaban una capellá, que llamaban, y con una lezna les ponían grapas de alambre y eso, porque no había para estar comprando unas cada vez que se rompían (53).

Y hasta aquí mi contribución al estudio de un calzado que sirvió a los más pobres para trabajar, bailar y presumir su apostura desde que posaban el piececito en el suelo hasta que bajaban envueltos en una sábana a pudrir la tierra de la que salieron.

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NOTAS

(1) “La montera de pelo en la indumentaria tradicional madrileña (Siglo XIX)” Revista de Folklore, Obra Social y Cultural de Caja España, Valladolid, 2004, Nº 284, XXIV–1, pp. 63–68.

(2) Sobre este calzado en la Sierra Madrileña, puede consultarse el trabajo de ALONSO ZAMORANO, Alberto: “Notas sobre las abarcas en la provincia de Mardrid”, Actas de las Segundas y Terceras Jornadas sobre Madrid Tradicional (1985–1986), Ed. Ayto. San Sebastián de Los Reyes–Comunidad de Madrid, Madrid, 1988, pp. 57 y ss. Incluye quince dibujos realizados por el autor.

(3) Es imprescindible consultar al respecto la magnífica obra de FERNÁNDEZ CANTELI, Alfonso: La madreña: tipología y distribución en el Noroeste español, Ed. Principado de Asturias–Consejería de Educación, Cultura y Deportes, Oviedo, 1987, Serie Torner, nº 3.

(4) Un precioso testimonio, escrito por el maestro Galdós, deja constancia clara de ello: “Aparecieron luego por una cavidad, que no sé si era puerta, aposento o boca de una cueva, dos mieleros enjutos, con las piernas embutidas en paño pardo y medias negras, abarcas con correas, chaleco ajustado, pañuelo a la cabeza. Tipos de raza castellana como cecina forrada en yesca […]”. PÉREZ GALDÓS, Benito: Nazarín, (1895) Obras Completas, Tomo V, Ed. Aguilar, 3ª ed. Madrid, 1961, Capítulo I.

(5) La descarnada pluma de Solana pintó así un día de mercado en la ciudad amurallada: “Los pastores con medias azules, ceñidas con correas las piernas, que suben de sus calzados, son hombres avellanados y enjutos, con perneras de piel de oveja y con el cayado en la mano […]. Las mujeres, con sus cestas al brazo, aprovisionan de mercancías. Sus pies los llevan calzados con albarcas de correas, y se las ven mucho las piernas por sus faldas tan cortas. Sus justillos de terciopelo, encarnados y amarillos, las ensancha mucho y las hacen aparecer más voluminosas de lo que son, sobre todo a las ancianas, que están en los huesos y que todo son bayetas”. GUTIÉRREZ SOLANA, José: La España Negra, Ed. Comares, Granada, 1998. Edición a cargo de Andrés Trapiello.

(6) Otra vez es Solana quien retrata a unos labradores en el mercado de Valladolid: “Con la manta al hombro y las alforjas, con anchos sombreros negros en sus cabezas y gruesos chalecos de algodón que les sirve de abrigo y hacen las veces de chaqueta; y las perneras de cuero y las alpargatas [sic] de piel, atadas a sus piernas por cruzadas correas”. GUTIÉRREZ SOLANA, José: Op. Cit.

(7) Resulta harto interesante, al respecto de esta compleja nomenclatura, un párrafo extraído de Lá pícara Justina, que describe así los calzados en el capítulo De los trajes de montañeses y coritos: “[…] unas traían unos zapatos de madera, que llamaban abarcas, con unas puntas de madera que parecían colas de ternero retozón, si aquellas mujeres supieran escribir, con los pies pudieran firmar que aquel pico sirviera de pluma. Otros usan unas sandalias que llaman zapato de apóstol, éstas son de cuero o pellejo y las traen atadas con un cordel tan fuertemente que después de calzadas pueden en las soplantas hacer son como pandero […]”. En LÓPEZ DE ÚBEDA, Francisco: La pícara Justina (1605), Segunda Parte, Libro II – 3. En el mismo capítulo dice el autor respeto a este calificativo que se dio a los asturianos: “[…] porque en tiempos pasados todo su vestido y gala eran cueros”. Respecto a la ocupación en la Corte de gallegos y coritos como aguadores, dice Vélez de Guevara en el tranco VIII de su Diablo cojuelo (1641): “Aquella bellísima fuente de lapislázuli y alabastro es la del Buen Suceso, donde están de aguadores gallegos y coritos para llenar sus cántaros”; y Tirso en El cobarde más valiente, apunta: “ORDOÑO: –Un corito a hablarte llega, / de lejas tierras parece. / BOTIJA: –Botija soy, y en Asturias / es mi casa solavieja. / ORDOÑO: –Solariega…”. En cuanto a su trabajo como esportilleros dice Francisco Santos en Los gigantones de Madrid: “[…] una tienda de aceite y vinagre, que la administra un corito que tiene más de seis mil ducados, y no ha seis años que vino a Madrid, y aun para comprar una esportilla, no acaudaló en más de seis meses”.

(8) También llamaban así a las albarcas de piel en Dueñas (Palencia). Según informes que me dictó Juana González Escudero, de unos 80 años de edad, cuando la entrevisté hacia 1994 en Sardón de Duero (Valladolid), donde residía desde su boda. Gustavo Cotera –a quien debo un sinfín de datos y acertadas sugerencias sobre indumentaria tradicional– me facilita este estribillo que –convenientememente manipulado– dio lugar a la letra de un baile instaurado en toda Cantabria por la Sección Femenina como Danza Provincia. La letrilla dice así: Con aquellas chatarucas / para alante y para atrás.

(9) PASTOR BLANCO, José María: Tesoro Léxico de las hablas riojanas, Ed. Universidad de la Rioja, Logroño, 2004. En la voz zangorra leemos: “Abarca de piel. Recogida en Ventrosa de la Sierra, Clavijo, Villanueva de Cameros, y El Camero Viejo”, p. 491.

(10) De Antonio Cea Gutiérrez aprendí una curiosa y expresiva estrofa, que cantaban en la danza prima de Santa Marina de Parres (Cj. de Llanes) a la santa patrona el día de su romería: Gloriosa Santa Marina, / que apaecisti en Robledal, / calzadina de corizas / vestidina de sayal.

(11) Informes recogidos en Zarzuela de Galve (Ayto. Valverde de los Arroyos, Guadalajara) a Martín Mesón Mesón, de 103 años de edad. Grabados el día 13 de marzo de 1999 por J. M. Fraile Gil, J. M. Calle Ontoso y L. Matienzo Frasquet.

(12) La acepcion recogida por el diccionario para la palabra coracha se refiere a: “Saco de cuero que sirve para conducir tabaco, cacao y otros géneros de América”.

(13) Véase la obra de CRUZ RODRÍGUEZ, Juan de la: Textiles e indumentaria de Tenerife, Santa Cruz de Tenerife, 1995. Voz majos: “Nombre con el que se conocen las abarcas en El Hierro. Se trata de una clase de calzado toscamente adaptado al pie, sin ajustarse exactamente a su forma, destinado a proteger especialmente su planta. Se hacían de cuero, y por último de cubiertas de automóvil desechadas”, p. 372.

(14) RUÍZ, Juan, Arcipreste de Hita: El Libro del Buen Amor, Ed. Castalia, 4ª ed. corregida, Madrid, 1965. Novena Dama. La serrana boba de Cornejo, Menga Llioriente.

(15) ALEMÁN, Mateo: Guzmán de Alfarache, Ed. Ramón Sopena, S.A. Barcelona, 1960. Parte II, Libro I, Cap. I. (16) Todos los datos extraídos de los protocolos notariales los debo a la paciente búsqueda y generosa amistad de Marcos León Fernández. La documentación perteneciente a Algete, hoy en el Archivo Histórico de Protocolos de Madrid, fue consultada en el archivo de un notario residente en Alcalá de Henares, donde simplemente tenían un número 10 de la caja que los contenía.

(17) Al respecto es muy interesante el dato recogido por SANTOVEÑA ZAPATERO, María Felisa: La indumentaria popular en el Concejo de Llanes, Col. Temas Llanes, nº 52. El Oriente de Asturias, Llanes, 1990. En la p. 23, bajo el epígrafe El calzado leemos: “Botas y zapatos eran conocidos y utilizados desde tiempos atrás por los nativos del antiguo territorio de Aguilar. Pero el calzado más característico de estas gentes fueron, sin duda, las corizas. Cosidas éstas, la mayor parte de las veces, sobre piel curtida de vaca, al contrario de lo que ocurre en la vecina región de Cantabria, donde se llevan a medio curtir y con el pelo vuelto hacia el exterior. Ocasionalmente se podían trabajar sobre piel de cerdo y pese a su suavidad, no eran muy apreciadas, ya que en el decir de las gentes «si pisas mierda, desjácense»”. Otros informantes me aquilataron que el excremento era especialmente abrasivo para las abarcas de cerdo cuando era de perro.

(18) Versión cantada por Gertrudis Aparicio, de 76 años de edad. Fue grabada en Ciudad Rodrigo en octubre de 1984 por J. R. Cid Cebrián y M. Santamaría Arias. La versión cantada, y acompañada con una pandereta ornada de cascabes, puede escucharse en el disco de vinilo: Cancionero Tradicional del Campo de Ciudad Rodrigo. Vol. I. El campo charro. Ed. SAGA, S. A. (VPD–1.063). Madrid, 1984. Cara B. Corte 3.

(19) Versión recitada por Concepción Sánchez Benito, de 78 años de edad. Fue grabada en Cueva (Ayto. de Pesaguero – Cantabria) el día 21 de agosto de 2002 por J. M. Fraile Gil, P. Martín Jorge y A. Sánchez Bares. Esti cantar es ya muy vieju, era el mi güelu quien andaba con estas cosas. El Turieno de nuestro romance es una localidad también lebaniega perteneciente al Ayto. de Camaleño. La palabra ajambrada es sinónimo de hambrienta. La informante aspiraba fuertemente todas las jotas al hablar su lindo castellano.

(20) Versión narrada por Sofía Fernández Menéndez, de 83 años de edad, nacida en Murias (Cj. de Quirós). Fue grabada por Jesús Suárez López y Mariola Carvajal en 1992. La versión completa puede escucharse en Atlas Sonoru de la Llingua Asturiana. Vol. II: Centro–Occidente d’Asturies (Miranda, Grau, Tameza, Teberga, Quirós). Ed. Muséu del Pueblu D’Asturies–Red de Museos Etnográficos D’Asturies. Xixón, 2004. Corte 14. Al copiar la transcripción que acompaña al C.D. he sustituido la elle con un punto debajo por el sonido ts, pues no dispongo en el ordenador de ese signo. Se trata del cuento Los animales abandonados, que tiene una variante culta en el conocidísimo relato Los músicos de Bremen. A–T 130.

(21) La cita continúa: “Durante la visita a Oviedo del Papa Juan Pablo II en agosto de 1989, el alcalde de la ciudad le hizo ofrenda de una reproducción de las sandalias del Pescador; si bien adaptada al pie del pontífice, que calza un cuarentaitres. La reliquia petrina sólo alcanza un treinta y siete, horma ancha. Existe constancia histórica de que el Papa Wojtila se probó las sandalias en Covadonga, aquella misma noche en la intimidad de su celda”. ESLAVA GALÁN, Juan: El fraude de la Sábana Santa y las reliquias de Cristo, Ed. Planeta, S.A., Barcelona, 1997, Cap. XXXI: El pañolón de Oviedo. Manejo un detallado inventario de las reliquias que alberga la cámara santa de Oviedo, y allí encuentro la mencionada pieza: “Apdo. Reliquias de los Santos Apóstoles […]. 5) La sandalia del pié izquierdo de S. Pedro”. Cf. en: Cámara Santa. Sumario de las venerandas reliquias que encierra y breve historia de la traída del Arca con muchas de ellas desde Jerusalén a Oviedo, 2ª edición, Ed. Covadonga, Covadonga, 1929, p. 18.

(22) Informes dictados por Gregorio García Martín, de unos 70 años de edad. Grabados el día 25 de noviembre de 1989 por J. M. Fraile Gil y A. Fernández Buendía.

(23) Informes dictados por Por Juan González García, de 80 años de edad. Grabados el 10 de agosto de 1985 por J. M. Fraile Gil.

(24) Archivo Histórico de Protocolos de Madrid. Caja 41713.

(25) Archivo Histórico de Protocolos de Madrid. Caja 41564. Enjulio es, según el diccionario, el palo de madera que se coloca de forma horizontal en los telares para enrollar en él la urdimbre. Pero en el Norte de la provincia de Madrid se usó el vocablo para denominar a la tira de cuero, de unos tres dedos de ancha, que –debidamente lubricada con grasa– servía para enlazar la pértiga del carro al yugo de los bueyes, pudiendo así girar con flexibilidad en las curvas y vueltas. También se la llamó sobeo.

(26) Archivo Histórico de Protocolos de Madrid. Caja 41723.

(27) Archivo Histórico de Protocolos de Madrid. Caja 39062.

(28) Archivo Histórico de Protocolos de Madrid. Caja 41732.

(29) Archivo Histórico de Protocolos de Madrid. Caja 41734.

(30) Archivo Histórico de Protocolos de Madrid. Caja 41737.

(31) Archivo Histórico de Protocolos de Madrid. Caja 41764.

(32) Archivo Histórico de Protocolos de Madrid. Caja 41781.

(33) Informes dictados por Esperanza Martín Soriano, de 75 años de edad. Grabados en Madrid el día 2 de febrero de 1990 por J. M. Fraile Gil, A. Fernández Buendía y M. León Fernández.

(34) Informes dictados por Inocencia Serrano Arias, de 85 años de edad. Grabados el día 11 de agosto de 1990 por J. M. Fraile Gil y A. Fernández Buendía.

(35) Informes dictados por Felisa de Frutos Heras, de 76 años de edad. Grabados el día 10 de agosto de 1985 por J. M. Fraile Gil.

(36) Archivo Histórico de Protocolos de Madrid. Caja 41781.

(37) Informes dictados por Mercedes Serrano San José, de 81 años de edad. Grabados el día 10 de agosto de 1985 por J. M. Fraile Gil. Vagar en el sentido de “apetecer”, aunque también significa “ser posible”; tiene un equivalente exacto en otra expresión muy local que sería: De burro o de vaca, según se terciara.

(38) Otras espléndida versión madrileña, recogida en La Puebla de la Sierra (antes Puebla de la Mujer Muerta) y recitada por Felipe Eguía Bravo, puede leerse en: FRAILE GIL, José Manuel: Cuentos de la Tradicion Oral Madrileña. Ed. Comunidad de Madrid. Madrid, 1992. Col. Biblioteca Básica Madrileña, nº 3. Pág. 285. La misma versión puede escucharse en el disco de vinilo Madrid Tradicional. Antología. Vol. 5. Ed. SAGA, S. A. (VPD–2058). Madrid, 1989. Cara A. Corte 9. El nombre que en inglés dieron lso investigadores a este tipo de cuento es curiosamente el de la perra que roba una cuerda. A–T 2034–B.

(39) Según el Diccionariu de la Llingua Asturiana (ed. de la Academia de la Llingua Asturiana. Oviedo, 2000) xostra es: “Remiendo que se echa a una coricia o a una alpargata”. p. 1285.

(40) GARCÍA LOMAS, Adriano. El lenguaje popular de las montañas de Santander, Ed. Diputación Provincial de Santander, Publicaciones del Centro de Estudios Montañeses, Santander, 1949. En la voz jostra dice: “Véase pellicas […], especie de polainas de piel a modo de sobrecalzas, que usaban los pasiegos cuando caminaban sobre la nieve. Palmillas de cuero viejo para remendar las corizas. A propósito de este vocablo dice F. Baraibar (en su VOCABULARIO): «Suela hecha del mismo cuero que las abarcas y cosidas a estas como refuerzo». El conde Salvatierra, en pleito incoado en 1490 contra Ayala y Urcabustaiz, refiriéndose a haber sido dicha tierra de Ayala, poblada en gran parte por sus ascendientes con villanos y pecheros, decía que los más de ellos no hacía mucho tenían en sus puertas, por mandato de los señores, «xostras de zapatos, para que por tales villanos y pecheros fuesen concocidos» (GOZ DE ECHÁVARRI. Alav. Ilustr. Tom. 2, p. 300). Jostra sigue usándose, aunque sólo para designar la suela de las abarcas, en las hermandades alavesas de San Millán, Ubarrundia y Salvatierra, y en el Valle de Pas. (Vid. “Los Pasiegos”, por e. g.., en El semanario pintoresco, Tom. I, de 1838. p. 303)”. “Jostra puede ser el participio latino substrata: tendida o puesta debajo; pues la jostra va debajo de la abarca en inmediato contacto con el suelo. La progresión fonética habría sido: substrata > sustrata > sústrata > sóstrata > jóstrata > jostrada > jostraa > jostra”.

(41) En La Rioja se llamó también sostras a estos remiendos, y como tal aparecen en la obra de PASTOR BLANCO, José María: Tesoro. Op. Cit. p. 439: “Pedazo de piel que los pastores cosían en sus abarcas para fortalecerlas, a manera de media suela. Recogido en Clavijo, Larriva de Cameros, Sorzano, Ventrosa y Rabanera de Cameros”.

(42) Informes dictados por Juan González García, de 80 años de edad. Grabados el 10 de agosto de 1985 por J. M. Fraile Gil.

(43) Informes dictados por Victoriana Eguía Bravo, de 68 años de edad. Grabados en Montejo de la Sierra el día 10 de agosto de 1985 por J. M. Fraile Gil.

(44) Informes dictados por Victoriano Sanz Araujo, de 71 años de edad. Grabados el día 5 de diciembre de 1989 por J. M. Fraile Gil, A. Fernández Buendía e I. Granzow de la Cerda.

(45) Informes dictados por Domingo Sanz, de unos 80 años de edad. Grabados el día 13 de mayo de 1990 por J. M. Fraile Gil, M. León Fernández, E. Parra García, J. M. Calle Ontoso, J. Fernández Buendía, I. Granzow de la Cerda y L. Hernández de Pedro.

(46) Informes dictados por un hombre de 69 años de edad. Grabados el día 2 de abril de 1989 por J. M. Fraile Gil, M. León Fernández y A. Fernández Buendía.

(47) Informes dictados por Juana Palomino González, de 57 años de edad. Grabados el día 10 de agosto de 1985 por J. M. Fraile Gil.

(48) Informes dictados por Eusebio García García, de 68 años de edad. Grabados en el mes de marzo de 1990 por J. M. Fraile Gil, E. Parra García y A. Fernández Buendía

(49) Cantada por Angelines García Martín, de 51 años de edad. Fue grabada en el día 5 de marzo de 1989 por J. M. Fraile Gil y A. Fernández Buendía.

(50) Cantada en La Puebla de la Sierra (antes Puebla de la Mujer Muerta) por Felipe Eguía Bravo, de 79 años de edad. Fue grabada el día 25 de noviembre de 1989 por J. M. Fraile Gil y A. Fernández Buendía. La Campiña era, para estos serranos de La Somosierra, la llanura que comenzaba en Torrelaguna.

(51) Supongo que la rima habrá florecido allá por donde pasearon albarcas, zangorras y chátaras. A estas últimas se refiere la versión que me facilita Gustavo Cotera, quien la recogió en el Valle de Pas (Cantabria): Tres con pelo, tres sin pelo, / tres rotas, y tres en espera de otras.

(52) Informes dictados por Valero González del Valle, de 94 años de edad, natural de Cerceda, pero criado en El Boalo. Grabados el día 27 de julio de 1990 por J. M. Fraile Gil, E. Parra García y N. Pascual Pascual.

(53) Informes dictados en Estremera de Tajo por Isidra Camacho Horcajo, de 58 años de edad. Grabados durante el verano de 1985 por J. M. Fraile Gil, M. León Fernández y C. González Cobos.



LAS ALBARCAS DE CORACHA EN LA TIERRA MADRILEÑA

FRAILE GIL, José Manuel

Publicado en el año 2006 en la Revista de Folklore número 307.

Revista de Folklore

Fundación Joaquín Díaz