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A las gentes de La Cimada, que hicieron posible que los ritos de la Cruz de Mayo hayan llegado hasta nosotros en tal grado de pureza que sorprende.
Se lamenta Muñoz Molina en algunos artículos recogidos en La huerta del Edén de la pérdida de patrimonio etnológico y vital que está causando en Andalucía la exagerada promoción mediática de esos tres, cuatro, a lo sumo cinco eventos que los hacedores del ser nacional pretenden convertir en escaparate, breviario de tópicos y paradigma de cómoda asimilación para el peregrino no andaluz. Y todo, ni qué decir tiene, en detrimento de la legión de credos populares y tradiciones que aún jalona el territorio turdetano.
La feria del abril sevillana, las romerías al Rocío y al Cabezo de Andújar, el Corpus granadino, los Carnavales de Cádiz y, últimamente, la feria malagueña se erigen desde la oficialidad de las subvenciones en pilares sobre los que un puñado de chupatintas están construyendo un cuerpo etnológico de raíces en absoluto triviales, pero que terminará fagocitando las esencias primigenias de esa otra Andalucía festiva y solemne, heterogénea y singular, profana, mágica, taumatúrgica y medular que hunde sus raíces en los limos que dejaron cuantos pueblos, dioses y profetas hollaron las tierras de los Geriones y las llanadas donde Astarté–Isis–María asentó sus cuarteles.
Así que sin orden ni concierto, saltando por lo alto de Einstein y al degüello de Hawking, desato la saca, le doy la vuelta y pongo en danza a los hijos de Abraham, a los fenicios y a las mesnadas de Aníbal, y también, por qué no, o cómo no, a la caterva abigarrada de griegos, romanos y ligures, Creta y los vientos del Nilo, y a los íberos y a los celtas y a esos cunetes del Odiel, y al Indalo de Almería y a los gitanos y demás proscritos arribados ora de las mareas atlánticas, ora de las calmas mediterráneas; y también a los seguidores del Adonai impronunciable, a las bailaoras de Perséfone y Démeter, a los godos de Recesvinto ebrios de septentriones, y a la horda imparable de los Muza, a los mil de Viriato y a los ancestros de aquellos otros romeros que acampaban a orillas del lago Ligustinus hace así como cuatro mil años, y allí siguen; y también, quién dijo miedo, a Ben Hafsun, a Torquemada, y a Averroes y Maimónides, y a Fernando e Isabel; abro la saca, pillo y traigo a Hannón, Necao y Colón… Y los traigo a todos y a ninguno llamo, porque todos y ninguno fundaron el panteón andaluz y en todos los rincones dejaron su impronta de ida y vuelta: sincretismo aglutinador que se desparramó desde Cádiz hasta La Habana y de Sevilla a Manila: cimiento sobre cimiento: dioses sobre dioses y vírgenes a lomos de vírgenes de rastro indeleble. Pocas tierras como Andalucía a la hora de dar y tomar, beber y expedir los mitos: aquí llegaron los Baal, Astarté y compañía, y aquí mudaron hasta dar en dioses amables, diosas carnales y vírgenes coronadas.
Andalucía, basta escarbar un poco, es el Sol, es Apis–Gerion con sus boyadas rojas y es manzano de las Hespérides; Andalucía es la marmita sin fondo donde hierven los ingredientes complementarios de mil religiones, la carne de mil Marías y la partitura de todos los salmos mediterráneos que mutaron en flamenco, romerías y hermandades de penitencia y gloria: saeta y fandango. Nada nuevo decimos, pues. Nada que no esté dicho descubrimos al lector. Bebemos donde bebieron Hércules y Astarté, Cibeles y Attis, Isis y Osiris, el Árbol de la Vida, Arias Montano y Spinoza, Apolo, Afrodita y Dionisos, hundimos las uñas, arrancamos la superficial cortecilla de este pan diez veces milenario y nos damos de bruces con rituales que aún conforman las cosmogonías últimas y primeras. Heterodoxia y ortodoxia, canon y caos.
Y hurga hurgando, aquí mismo, a legua y media de la Arunda de ese Gigante entreverado de Fenicia y Tartessos, aquí mismo nos damos de bruces con la zarza ardiente de la Cruz de la Cimada, ritual en la actualidad de inequívoca obediencia católica donde, pese a todo o después de tanto, todavía se observa o se imagina o se intuye, qué importa, un haz de paganismos latentes: confluencia de quimeras donde conviven en perfecta armonía la Invención de la Cruz, santa Elena, Constantino, los concilios de Nicea, la ninfa Maia, los mayos todos de Iberia y los ciclos anuales de heleros y soles, aguas y cosechas, la necesidad de favor de las comunidades agrarias y el lento procesionar de quienes sólo a la sombra del árbol–cruz se sienten amparados. Todo eso, y más, rezuma la Cruz de la Cimada: Cruz de Mayo, con mayúsculas.
A lo que vamos. Mayo debe su nombre a la ninfa Maia, o eso dicen. Y Maia ascendió en el escalafón hasta dar en diosa de la primavera y de los cultivos, romana ella; aunque, hablando de mayo, no se pueden olvidar las galas anuales que se celebraban en honor a Flora, diosa de la vegetación, también romana. Maia y Flora: mayo florido y flores a espuertas para María. El camino es siempre el mismo, sólo los nombres cambian. La curia vaticana se encontró la mies bien trillada y, como iremos viendo, no tardaría en hisopar con agua bendita lo que hasta bien entrado en siglo IV nada tenía que ver con la cruz (en tanto que símbolo de resurrecciones cristianas) y sí mucho, o más que mucho, con el árbol–tótem que abría sus ramas propiciatorias sobre huertas y pastos. Árbol de Vida que, muta mutando, iría esquematizando hasta transformarse en Cruz.
Iberia llega mayo y arde en fiestas. Caro Baroja, buen tipo, euskaldún que quiso envejecer al calor de los soles del sur, viene a decir, más o menos, que para el pueblo español, mayo es el mes del esplendor vegetal, el mes de las fiestas y el mes del amor por excelencia. Pero no sólo en Iberia, en toda Europa el verdor de la primavera se convierte en fiestas y amoríos, hasta que el cristianismo trastoca, cambia, simplifica y encorseta en cánones y dogmas lo que siempre será inabarcable.
Y llegamos así hasta donde sólo los bravos llegan: “plantar el mayo”, o lo que es lo mismo: un ritual que se desparrama desde los Urales hasta las islas Británicas, y más allá también. En la mayor parte de Europa se mantiene el rastro de un ceremonial que arrancaba de la práctica de talar, desmochar y trasladar un árbol hasta la plaza de la villa, donde, una vez clavado en las justas mitades, se transforma en eje alrededor del cual pivotan los pactos que las comunidades agrarias traban con los dioses.
Pese a las persecuciones de que fue objeto por parte de la oficialidad religiosa, en el sentido de no consentir estos rituales paganos, el Mayo todavía se planta en no pocos lugares de Iberia, e incluso aquí, en La Cimada acabó dando en Cruz de Mayo estática: árbol–vida, árbol –luz, tótem, símbolo y norte de arrieros, hortelanos y pastores. No yo, sino otros que se dejaron las pestañas estudiando los ritos acristianados, Caro y Dragó, Roso de Luna y Demófilo (el padre de los Machado), vienen a decirnos que la asimilación cristiana de los paganismos que acompañan al mes de mayo se hizo, fundamentalmente, alrededor de las cruces.
Una vez acristianadas las fiestas primaverales que coincidían con el despertar de las plantas, el rito fue sustituido por el adorno vegetal de las Cruces de Mayo, sin que se pueda evitar aún cierto tufillo a floralias grecorromanas. Y si no, ¿por qué todas estas cruces, lagarto lagarto, se nos muestran desnudas en su simplicidad de dos maderos que se cruzan? ¿Por qué aparecen todas sin el Cristo y desprovistas de INRI? ¿Por qué todas asoman inscritas en el círculo–cosmos que las envuelve y las mete de lleno en el ir y venir de inviernos y primaveras? Que beba el lector el fino como mejor pueda, pero vaya por anticipado que sólo el árbol mayo representado en el símbolo de la cruz es lo que cuenta.
Porque la cruz, había que decirlo, no es un símbolo de origen cristiano. Antes, mucho antes de que el Nazareno fuese crucificado en el Gólgota, ya existía en Egipto, en Israel, en la India y en los septentriones y también en tierras de Zoroastro y demás derviches, la cruz como símbolo inconfundible que incitaba al rezo y abría las puertas del universo. La religión cristiana la convirtió en logo oficial, en símbolo de vida nueva (semilla–invierno, fuerza vegetal y primavera) y en dogma de la resurrección del Cristo.
LOS MIMBRES QUE SUSTENTAN EL CESTO
La Cimada es una pedanía de Ronda constituida por un caserío disperso entre el verdor de las fértiles huertas y la sombra de las arboledas. Sus gentes basaron el sustento en el cultivo de los campos que riegan gracias al agua de los mil manantiales, fuentes y arroyos que bajan de Los Prados y de la Sierra de la Salinas para acabar en el Guadalcobacín. Cultura agraria, pues, simplicidad pero no ignorancia, comunidad, en fin, de pequeños y medianos propietarios. Mencionar, por si acaso, que en sus proximidades existen restos de unas salinas que fueron explotadas por los romanos, tal vez antes, y que debieron resultar de gran importancia económica hasta no hace mucho. Una red de estrechos caminillos y veredas une las distintas propiedades entre sí, pudiendo considerarse la vía principal la que llega desde Arriate, transcurre paralela al arroyo y asciende hasta el Puerto del Monte.
En la actualidad son tres los santuarios acaparadores de cruces. Reciben el nombre de nichos. Se trata de edificaciones muy sencillas y de dimensiones reducidas, sin demasiado ornamento ni filigrana de albañil. En La Cimada se conservan tres nichos (1) que conectan con los que todavía quedan en el casco urbano de Arriate. Curiosamente, y cada cual piense lo que quiera, el camino al que aludíamos sigue hasta el Llano de la Cruz.
El nicho principal, o sea, el que recoge la Cruz de Mayo, ocupa lo que es y debió ser siempre el centro del caserío. El segundo nicho parece delimitar el término de Arriate de las tierras de La Cimada y se encuentra en un altillo, enjalbegado con primor. Y hay un tercero, coincidiendo con una umbría donde corren las aguas de una acequia que se levantó, no hace mucho, por iniciativa de un vecino que había elevado promesa. Los tres, todo sea dicho, forman parte de los ritos católicos que se celebran anualmente alrededor de la Cruz.
Respecto del segundo, según nos cuenta un informante de Arriate que supera los ochenta años, “ya existía en tiempos de mi abuelo, aunque antes el camino pasaba por arriba y como ahora pasa por abajo, hubo que cambiar su orientación y le dieron la vuelta”. Es decir, que se reformó y se giró para que siguiera velando y ofreciendo su nimbo protector.
Del “Nicho de Antonio y Francisca” tenemos que apuntar que, aunque reciente, ya forma parte del rito de la Cruz de Mayo y que viene a ser una pieza perfectamente incardinada dentro del ceremonial católico de la Cruz de la Cimada, lo que nos obliga a pensar si muchos de estos santuarios no tendrán un origen similar.
Y ciñéndonos a las cruces en sí, las tres responden a los mismos cánones. De altura cercana al metro, se encuentran inscritas en una estructura más o menos circular que arranca de la base, ciñe los brazos y las circunda en un todo que marca el recorrido solar. Curiosamente, y como ya se dijo, las tres carecen del INRI de rigor y, repetimos, ninguna de las tres muestra al Cristo.
Lo que sí presentan son distintivos solares inconfundibles: o bien un sol nítido señoreando el centro, o bien se hacen acompañar de espejos que llaman, capturan y esparcen la luz benéfica del sol de primavera. Se advierte la falta de cualquiera otra iconografía católica: sólo la Cruz, las flores que la engalanan y los elementos solares. No se percibe nada que reste importancia al sol que ocupa el punto donde confluyen los dos maderos. Un sol de aromas paganos que nos habla de un culto añejo y primigenio que la Iglesia consintió en tanto pudiera confundirse con el dios–carne–hostia del rito cristiano. Llegado el día de la fiesta, una sencilla cinta bordada cae desde sus brazos. Alrededor, todo son flores y elementos primaverales.
LA CRUZ COMO SÍMBOLO CRISTIANO
La Cruz de la Cimada coincide en el tiempo con el mes de mayo, a mitad de camino del equinoccio de primavera y del solsticio de verano. Se celebra el primer domingo siguiente al 3 de mayo. Entra de lleno en el ciclo festivo–religioso de romerías y rogativas que se desparraman por toda la geografía andaluza, si bien hay que advertir que aunque la Cruz de la Cimada conecta en el tiempo con las Cruces de Mayo, no responde con total exactitud a los ritos más conocidos de Granada o Córdoba y su arsenal de cruces de calle o patio; tampoco se ciñe por completo al rito de los mayos que se dan más al norte, si bien es cierto que resultaría muy complicado no ver conexiones entre la cruz y el árbol–mayo. ¿Qué tenemos, pues? Poco y todo. Cuestión de ojos. Veamos.
El lugar donde la Cruz permanece expuesta todo el año, en tanto que talismán protector, dicho estaba pero de necesidad era recordarlo, se denomina nicho: el nicho de la cruz. Ocupa el centro del caserío y viene a ser la madre–útero donde la cruz–árbol–vida se custodia por todos y por nadie en particular.
La Cruz se muestra engalanada hasta la saciedad en un derroche festivo y barroco de colores y aromas florales. Una humilde reja la separa del mundo. Basta con saber que está allí. No más de 90 centímetros de madera labrada con primor. Ningún elemento destacado o que reste importancia al sol que ocupa el punto donde confluyen los dos maderos. La sed de luz, el canto a la primavera, la apuesta decidida por Afrodita en detrimento de Tánatos se advierte enseguida. Y el ciclo se inicia.
Dos son los momentos en el calendario católico dedicados a la cruz. El primero es el 3 de mayo o cruz verde, fiesta que conmemora la Invención de la Cruz. Santa Elena, madre del emperador Constantino, tiene un sueño que ella entiende revelación divina: se le indica un lugar en Jerusalén donde se encuentra la verdadera la cruz del Nazareno. La leyenda sigue y afirma que Elena se desplazó hasta el lugar soñado, pero que el demonio y los gentiles habían sembrado de dificultades el recorrido: primero, en el punto revelado no había una cruz sino tres; y segundo, y lo que era peor, los seguidores del panteón grecolatino habían levantado un templo dedicado a la diosa Venus. Ante la duda de cuál de las tres cruces era la auténtica, Elena ordena que le lleven un cadáver al que coloca sucesivamente sobre éstas; cuando el muerto resucita no cabe duda de que la cruz que toca es la verdadera. Desde ese momento, con el concilio de Nicea por medio, la Cruz se convierte en el símbolo universal de los cristianos y las iglesias del mundo se llenan de lignum crucis, hasta el punto de que no menos de mil catedrales, monasterios y ermitas proclaman poseer algún pedazo de la Vera Cruz de Santa Elena. Al mito, leyenda; y a las leyendas, dogmas.
La otra fiesta es la Exaltación de la Cruz o cruz seca, en septiembre. Poco o nada tiene que ver con la anterior, pero cierra el ciclo siembra–crecimiento–cosecha. Estamos, pues, ante un ritual cristiano a todas luces surgido del manantial de los paganismos de Grecia y Roma, aunque bueno será repetir que los devotos actuales de la Cruz de Mayo de La Cimada se sienten participantes de un ritual integrado definitivamente en la ortodoxia católica.
LA CRUZ DE LA CIMADA Y EL CEREMONIAL CATÓLICO
Un domingo de mayo, sin grandes fiestas ni demasiados adornos, tal vez para que la comunidad se centre únicamente en el símbolo de la cruz, sin más fanfarrias que la suelta de unas docenas de cohetes, los custodios del nicho de la Cruz de la Cimada, los mayordomos del año –que se ofrecen a los rectores de la Hermandad para ostentar el privilegio– y un grupo de vecinos sin ningún tipo de distingo social o rango se constituyen en comitiva devota y se encaminan al nicho; en ese instante mágico de sacar la cruz del santuario, no existe presencia alguna de la jerarquía eclesiástica. El sacerdote espera en la iglesia la llegada de la cruz.
Los vecinos, en tanto que custodios de la tradición y únicos sustentadores de la devoción y de los entresijos primarios de la ceremonia, extraen la Cruz de su nicho protector, la colocan, bellamente ornamentada por racimos florales, en lo alto de una mesa cubierta por un paño de bordados preciosistas, y parten hacia la capilla. Unas humildes parihuelas que procuran no restar protagonismo a la grandeza de la cruz, con su sol en el centro y su cinta bordada pendiendo de los brazos, permiten el traslado hasta el templo católico, donde entra, queda expuesta a mano izquierda del altar y preside la misa. Allí permanecerá hasta la tarde, que es cuando abandona la iglesia y comienza la procesión por caminos, huertas, casas y fuentes, santificando, bendiciendo y continuando un ritual propiciatorio que se pierde en los siglos.
Pero no queda ahí la cosa, el caletre se nos calienta y va más lejos. Para sorpresa nuestra, cuando descubrimos los cánones que ordenan la ceremonia, pudimos caer en la cuenta de que la cruz que entra en el templo para presidir la misa no es la misma cruz que se expone durante el resto del año en el nicho. O sea, que son dos las cruces y, por tanto, la Cruz de la Cimada responde a una dualidad de difícil comprensión.
a) La cruz que se expone durante todo el año en el nicho de La Cimada no participa de la ceremonia católica, aunque responde a la misma imaginería que las demás: dos tablas cruzadas sin demasiados adornos, espejos incrustados y madera de color marrón oscuro. Esta cruz no abandona el nicho hasta unos días antes de la celebración de las fiestas de la Cruz de Mayo. Repetimos que no penetra en el templo ni participa del ritual cristiano, lo cual nos obliga a pensar que la jerarquía católica la vio y la sigue viendo como un elemento absolutamente pagano.
b) La Cruz de Mayo que se pasea en procesión, y que sí participa de los cultos católicos, permanece durante todo el año en casa de los mayordomos o bien en alguna vivienda próxima al nicho. La rica ornamentación que muestra nos lleva a pensar que se le ha querido otorgar cierta preeminencia sobre la otra. Cuando se aproximan las fiestas, abandona la casa del mayordomo o de quienes la hayan custodiado y se instala en el lugar que ocupaba la primera, provista ya de una abigarrada ornamentación floral, si bien es cierto que también presenta en su centro un sol–hostia inconfundible.
Y volvemos a la carga para repetir que la Cruz de Mayo entra en la capilla por la mañana, preside la ceremonia de la eucaristía del domingo y hasta que no que llega la tarde, una vez se la considera impregnada de ortodoxia, no sale en procesión. El sacerdote, caso de que asista, participará como uno más y desprovisto de los atributos inherentes a un ministro de la jerarquía católica. La saca de la cruz del nicho, la conservación del ritual y la procesión en sí misma son responsabilidades exclusivas de los vecinos, que se han ido pasando las pautas por las que se rige el ceremonial de padres a hijos y de abuelos a nietos. Que el lector se deje llevar por su imaginación y entre a saco en uno de los rituales de mayor sustancia y singularidad de cuantos se conservan en Andalucía.
La cruz de promesa del nicho de “Antonio y Francisca” sale al paso de la Cruz de Mayo, a la que sigue en su recorrido desde que abandona el nicho hasta que entra en la capilla, llevada en andas por familiares, quedando expuesta en el lado derecho del altar. Si hay cruces infantiles éstas permanecerán en la parte posterior de la ermita junto a las ofrendas con las que la comunidad de vecinos agasaja al Cristo.
No hace falta demasiado para intuir que se trata de un ritual de honda raíz pagana asimilado por la ortodoxia católica. La Cruz debe purificarse dentro del universo del templo cristiano, de modo que allí permanece hasta que los vecinos la recuperan por la tarde, la suben a las parihuelas, la procesionan y esparcen sus dones protectores, fertilizantes y salutíferos por el universo donde las aguas esperan la fuerza de la savia primaveral y la luz del árbol–cruz.
La Iglesia ha asimilado con gran pericia los rituales de la diosa Maia romana, hasta convertir las ceremonias del árbol–mayo en culto a la cruz. Nada nuevo, ya decíamos. Las urdimbres del rito no son otras que las que aquí hemos tratado, procurando no entrar en controversias sobre fe ni dogmas; en este trabajo de campo únicamente hemos intentando descubrir parte de los elementos indiscutiblemente paganos que subyacen en una festividad única y que no merece perderse.
Dejaremos para otro día el estudio de la relación que hay entre los mozárabes de la Serranía y el culto a la cruz. Tiempo habrá para indagar en el cómo pudieron permanecer las ceremonias que se erigen alrededor de la cruz en un territorio que fue islámico desde el setecientos y pico hasta 1485. Pero ese es otro cantar y la letra muy complicada.
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NOTA
(1) Con este nombre se refieren los vecinos a los santuarios: el de la Cruz de Mayo, el de Luis y el de Antonio y Francisca.
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