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De la costumbre hispánica de venerar las aguas y rendir culto a los númenes que las habitan, ya habla Menéndez y Pelayo en la Historia de los heterodoxos españoles, capítulo 1º, aludiendo al paso del panteísmo al politeísmo: Las fuentes poseían un poder y había que buscar un Dios que lo personalizara. Así se demuestra en el ara hallada cerca de Oporto en honor del río Duero (Duri) con la referencia semántica de “lo que fluye”.
Ese antiguo poder del agua como generador de vida y misterioso símbolo de lo animado viene a confirmarse en romances como “La flor del agua”, de apariencia cristiana y fondo precristiano. Muchos folkloristas han descrito la creencia, común sobre todo en la parte septentrional de España, de que en la mañana de San Juan (advocación a la que se dedica el paso de la mitad del año) aparecía sobre la superficie de ríos, estanques, fuentes y lagos la llamada “flor del agua”, extraña maravilla que hacía feliz a quien tuviera la suerte o la previsión de cogerla. Muchachas casaderas acudían con el alba a cortar esa flor que, además de transmitirles su poder lustral –muchas se bañaban desnudas a medianoche para no tener enfermedad ninguna durante los doce meses siguientes–, las introduciría dentro de la lógica mántica, permitiéndoles conocer si contraerían matrimonio en el curso del año. Naturalmente todos esos poderes eran conferidos por las hadas, ninfas o señoras de las aguas cuyo sortilegio, transmitido con el simple acto de bañarse o lavarse, acumulaba en determinadas fechas del año propiedades mágicas sobre las superficies acuosas. La antigua creencia de que el agua, como elemento primordial, estaba relacionada con todos los elementos del Cosmos (cielo y nubes/tierra y rios o lagos/subsuelo y fuentes subterráneas, etc.) se ve de este modo unida a descubrimientos y estudios más recientes cuyo valor científico sería dudoso pero que aportan hipótesis atractivas al proceso del conocimiento humano; así, por ejemplo, la teoría de que el culto al agua proviene de un recuerdo inconsciente del líquido amniótico que protege al feto. De modo similar se intenta explicar también la facultad de los saludadores para andar sobre hierro candente o tocarse la lengua con una plancha ardiendo, ya que aquel líquido que estuvo en contacto con el amnios seguirá protegiendo de por vida a este tipo de curanderos. En cualquier caso, siempre se le atribuyó al agua un poder fecundador; recuérdense las fuentes o pozos convertidos por la tradición en el remedio eficaz contra la soltería o la esterilidad.
Podría darse el caso, sin embargo, de que espíritus negativos o malignos –brujas, diablesas– acudiesen a conocer los secretos del agua, envenenando o dañando su superficie, en cuyo caso se echaba mano de un recurso infalible: El cuerno del alicornio o unicornio, con el que se hacían cruces y bendiciones sobre el agua para después introducirlo en el líquido y remover su contenido ligeramente; así se sigue haciendo en algunos pueblos de la montaña de Palencia y de León. La tradición es antigua y ya Andrés Thevet en su Cosmografía nos describe el poder del único cuerno de este animal contra cualquier tipo de ponzoña natural o sobrenatural; proviene tal creencia de la leyenda creada a partir de unos escritos de Ctesias (siglo V a. C.), médico de la corte de Artajerjes Mnemonida. Durante la Edad Media se atribuyó al unicornio una debilidad especial por las palomas y las doncellas, ante quienes amansaba su fiereza, la que le convirtió en símbolo de la virginidad y de lo religioso, permitiendo además, por mágico y milagroso sortilegio, que cualquier objeto (vaso, pomo, etc) fabricado con su cuerno, se ennegreciera al contacto con un veneno o, al menos, neutralizara a éste. El hecho de que, durante siglos se le considerara animal anfibio con las patas de atrás palmeadas, contribuye no poco a aumentar su supuesto dominio sobre las aguas.