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En el precioso discurso de Joaquín Díaz en el solemne acto académico en el que la Universidad vallisoletana le hizo Doctor Honoris Causa se hizo mención expresa de la oralidad como forma de transmisión de cultura y de belleza. Joaquín expuso asimismo un Decálogo sobre las cualidades que el intérprete debería tener, desde el deseo de cantar a su capacidad técnica y sobre todo de la necesaria confianza en su voz y el mensaje de las obras que expresa. Coincidía este momento clave en la vida del antropólogo, músico y cantante con dos sucesos culturales de importancia. Uno general, la conmemoración mozartiana, otro más concreto, la actuación en Valladolid de la gran mezzosoprano Cecilia Bartoli que había sido precedida de la de Juan Diego Florez y Daniella Barcellona, los tres paradigmas del gran arte de la música que pudiéramos calificar como culta, desde partituras de Rossini, Bellini, Donnizetti, Scarletti, Haendel, Caldara, Bononcini… La tradición oral convertida en partituras de gran dificultad que exigían voces excepcionales para darles toda su dimensión.
Joaquín Díaz estudió un tema que, partiendo de las raíces populares, tiene un contenido muy sutil. En su recorrido por la historia citó a los trovadores, hizo una precisa referencia al “Tanhauser” de Wagner y terminó destacando la belleza y la importancia de esta vía de acceso a la cultura de otras épocas. Pienso que esta tradición oral tiene su sentido cuando pasa al testimonio escrito. La voz poética que no se concreta se pierde en la memoria de las cosas y se hace exclusivamente referencia. Es necesario conocerla y transcribirla a papel pautado y al disco, como el propio Joaquín ha hecho tantas veces. Así en esas recuperaciones podemos conocer lo que fue esa visión de la voz poética que surgía con espontaneidad, no exenta de rigor, del alma del pueblo. Testimonios perdidos que se recuperan tras una labor de búsqueda incesante, difícil y a veces ingrata.
Hemos citado a Mozart. La ingente obra musical del compositor toca todos los terrenos: Sinfonías, conciertos, serenatas, divertimentos, música de cámara, música religiosa, motetes, óperas… Un genio que supo ser a la vez el que finaliza un periplo y comienza otro. Admirador de Haydn, del que fue amigo, hizo de la música destinada a las clases altas, emperadores, nobles y obispos, algo a veces de tan elevada inspiración y técnica que sobrepasaba a sus destinatarios, y también desde la sublimidad de un cuento para niños, a la vez expresión de un ritual masónico, un ejemplo de cómo lo profundo podía ser también popular. “La flauta mágica” un Singspiel cantado en alemán, la lengua de su potencial público, frente a la italianidad de las operas con libreto de Lorenzo Da Ponte, la famosa trilogía “Las Bodas de Figaro”, “Cosi fan tutte” y “Don Giovanni”. El refinamiento musical de Mozart también había bebido en las fuentes populares, en la última de las obras citadas, personaje emblemático de la leyenda y en cierta forma adoptando el criterio de apoyo a los desfavorecidos al poner música a una obra, la de Caron de Beaumarchais, considerada revolucionaria por sirios y troyanos. En sus veintidós óperas sus temas parten de la mitología o de la historia, sobre todo en las llamadas “serias” mientras que en las bufas como “El rapto en el serrallo” son otros los orígenes desde la búsqueda de una popularidad inmediata. “La flauta mágica” no sólo fue contemplada en el momento de su estreno en el Teatro der Wien por un público rústico, que entendía los recitativos y las arias cantadas en su idioma, sino por todos los ciudadanos, incluidos los nobles que, en otras ocasiones eran los únicos receptores de las óperas del maestro.
En un estupendo libro de este mismo año sobre las óperas mozartianas titulado “Mozart: Operas mode d’emploi” de Pierre Michot se explica, no sólo el desarrollo musical y dramático de todas y cada una de las obras, sino las circunstancias de su estreno y, lo que es más importante, las condiciones de los cantantes que habrían de interpretarlas y que, lógicamente tenían las condiciones que señalaba Joaquín en su discurso. El propio Mozart los tenía en cuenta a la hora de componer e incluso modificaba sus partituras según las circunstancias de cada uno. Todo este conjunto de obras estaba escrito, se conservaba a través del tiempo y así ha llegado hasta nuestros días. Un cuento y una serie de rituales y la enésima recurrencia a explicitar la lucha entre el bien y el mal, las tinieblas y la luz en “La flauta mágica”, aunque la visión de Schikaneder y Mozart pueda ser interpretada hoy de forma contraria o, al menos, más compleja y discutible.
Este cuento popular y profundo a la vez podría considerarse como una deuda de Mozart con el pueblo al que quiso a la vez enseñar y divertir. En el film de Bergman, cantado en sueco, en una visión plástica de aquellos tiempos y encantadoramente naif, la obertura está interpretada con las imágenes en primeros planos de los espectadores, niños, adolescentes, adultos, ancianos, blancos, negros, amarillos… Un destinatario universal como es el folklore de todos los tiempos que nace en el pueblo y se nutre de él y de las circunstancias culturales y vitales que van jalonando el paso del tiempo.
Joaquín Díaz puso el ejemplo de Wagner en la ópera “Tanhauser” efectivamente el concurso de canto del Acto II podría ser perfectamente una competición de trovadores. La intervención de Wolfran, acompañado del arpa cantando son sobriedad al amor espiritual origina la réplica de Tanhauser con una invocación al amor carnal y a la propia diosa Venus. Suponemos que ambas actuaciones eran espontáneas, no estaban escritas y sus intérpretes improvisaban. El escándalo que se produce obedece a una visión, a mi juicio, esterilizante de la vida y la relación amorosa, debida tanto a las fuentes de la leyenda, como a la propia personalidad de Wagner tan pacato en la expresión del amor físico en sus óperas como contradictorio en su vida personal, teniendo relaciones con las esposas de dos de sus amigos que le ayudaron siempre.
En “Los Maestros Cantores de Nuremberg”, el canto popular, deja las cofradías de artesanos, se hace muy rígido al fijarse en determinadas reglas. Walther Von Stolzing canta y su actuación totalmente libre, es rechazada por Beckmester al no ajustarse a las reglas aunque al fin triunfe. Dejando aparte las implicaciones nacionalistas de esta ópera que Wieland Wagner desmitificó con su revolucionario montaje, la libertad en el canto aplaudida por Hans Sachs es una muestra de la creatividad espontánea que no se fijaba en el papel y que surgía en el puro momento del concurso, aunque tuviera tras de si años de trabajo y perfeccionamiento.
Unos días antes del acto académico, que recuperó la tradición del latín, tenía un clamoroso éxito Cecilia Bartoli, mezzosoprano de técnica perfecta y de unas excelentes características dramáticas e interpretativas con la propia voz, el rostro tan expresivo y el cuerpo entero. Sus filados, portamentos y agilidades relacionaban su arte con los tiempos pasados. De obras casi perdidas, ha conseguido hacerlas vivas consiguiendo, con la ayuda de una inteligente mercadotecnia perfectamente justificada, vender miles de discos. La “Opera Proibita” recoge arias de Oratorios que se interpretaban en los palacios de cardenales y nobles de Roma al haber prohibido en 1697 Inocencio XI todo tipo de representaciones y ordenado demoler el Teatro de Ópera de Roma. Con la Ley vino la trampa, los dramas operísticos se transformaron en una especie de Autos Sacramentales que contaban historias de la Biblia o planteaban conflictos entre abstracciones, la culpa, el pecado, etc. o se referían a vidas de Santos. Las mujeres fueron sustituidas por los castrati, siniestra contradicción por cierto, y la música, aún en estos temas piadosos, trataba el amor y la sensualidad. Alessandro Scarlatti, Antonio Caldara, Haendel se ocuparon de ello, aunque en su momento huyeron a ciudades menos severas con el arte musical.
Cecilia Bartoli como antes hiciera con Vivaldi, Salieri o Gluck recupera estas obras, escritas pero olvidadas, y las hace contemporáneas desde la grabación y sus numerosos recitales. Otra forma de revivir la música, paralela a la que han hecho los antropólogos y músicos que se han acercado al acervo popular y hallado músicas no escritas que ahora si están grabadas a disposición de los especialistas y el público.
Desde estos ejemplos, coincidentes con el solemne acto académico pensamos que efectivamente el cantor debe tener una serie de cualidades, el placer de transferir la emoción de la interpretación al público, el deseo de cantar, la preparación y la concentración, la de adecuarse a cada obra, la intencionalidad, la decisión y seguridad, la credibilidad, la dicción y la colocación en el espacio, el equilibrio corporal y sonoro, la flexibilidad, la respiración correcta, la confianza en si mismo.
Escuchando estas palabras de Joaquín Díaz, la imagen de Cecilia Bartola se unía a la del Doctor que iba desgranando su laudatio a la técnica vocal no escrita, necesidad de lectura, el bisbiseo, la seguridad, la naturalidad frente a la afectación… De nuevo la tradición local y la universal lo popular y lo culto se hermanaban desde el milagro de la autenticidad y el arte. Lo oral, afortunadamente no se ha perdido, hoy se canta maravillosamente, incluidas las piezas rescatadas del folklore más sencillo a las que, gracias a tantos abnegados profesionales, se les ha resucitado. Joaquín Díaz supo expresar magistralmente, la sustancia de una trayectoria personal que no ha tenido fisuras y la de muchos que le han precedido y seguido en este difícil camino.