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Para dramatizar una expresión popular se requiere una representación. Actuar, interpretar, es plasmar esa expresión determinada en una representación única e irrepetible que exterioriza la forma y la añade gestos y detalles. La actuación diferencia al arte verbal de la literatura. En el patrimonio oral esa exteriorización seguía habitualmente un proceso: se partía de unas creencias (la tradición), esas creencias se transformaban en expresiones susceptibles de ser trasmitidas (la creación) y se exponían finalmente ante un público (la representación). Jacobson veía en ese proceso seis factores fundamentales y necesarios: un hablante, un oyente, un código, un mensaje, un contexto o referente y una conexión psicológica entre hablante y oyente. En toda esa evolución se utilizan marcos adecuados para la correcta comprensión de lo que se quiere transmitir (lenguaje común, conocimientos tópicos, etc.), pero también se concede gran importancia a una imprescindible fidelidad a la tradición que se manifiesta en la elección de determinadas fórmulas de un lenguaje antiguo constitutivas de un código especial, conocido por los que escuchan. Sobre la base de ese código antiguo está construida una parte del repertorio que cada generación reconoce como propio y sobre sus cimientos edifica el intérprete cada actuación. Casi siempre esa actuación conlleva unos elementos imprescindibles que le dan carácter y marcan diferencias. Esos elementos son el evento, el acto, el lugar, el protagonista, el género, el receptor y el destinatario. En tiempos recientes, un nuevo elemento ha venido a incorporarse de forma accidental a la actuación: la diferencia que se observa en el resultado de la transmisión oral cuando la interpretación se produce ante un público habitual o ante un recopilador. Es normal que quien transmite, sospeche que la persona que le está entrevistando fuera del momento concreto de la intervención ritual, no va a comprender necesariamente los patrones o marcos culturales que él está usando. Debe traducirle, por tanto, y no seducirle, como haría con sus convecinos. El esfuerzo es mayor y el resultado notoriamente –por no decir decepcionantemente– distinto.