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Sería conveniente revisar, de vez en cuando, algunos de los conceptos sobre los que basamos teorías e hipótesis de trabajo. Nadie a estas alturas negaría, por ejemplo, que la cultura tradicional se transmite oralmente, de generación en generación; y, sin embargo, hasta sobre ese punto tan fundamental cabría hacer algunas reflexiones. El repertorio de un buen cantor tradicional, vamos a suponer, se va formando con material de aluvión que configura un variopinto y heterogéneo muestrario: Junto a canciones aprendidas de la madre y de la abuela, se almacenan temas aprendidos en la escuela o en los juegos de infancia, además de melodías y coplas oídas en el baile durante la juventud y romances extensos, de aquellos que los cantores públicos y ciegos ambulantes solían vender por las plazas y mercados; a todo ello se suele añadir alguna pieza suelta perteneciente a una zarzuela que fue famosa en tiempos o algún cuplé que hizo furor en determinada época. Habría, pues, que delimitar en el proceso o mecanismo tradicional, al menos tres aspectos: Recepción de material, decantamiento del mismo, y, finalmente, transmisión. Y en el primero de ellos tendríamos que clarificar qué parte corresponde a la entrega puramente oral y qué parte a papel escrito (romances, coplas, tonadillas, canciones de moda... aparecidas en pliegos, cancioneros y revistas ilustradas) cuya importancia se nos escapa precisamente por desconocer -el papel se suele destruir antes que la memoria- qué cantidad de textos llegaron a las manos de ese cantor o a las de su antepasado más próximo. Si en la actualidad pudiésemos reunir en colecciones todos los pliegos romancísticos aparecidos en diferentes imprentas españolas durante los siglos XIX y XX, habríamos avanzado un enorme trecho en nuestro camino sin necesidad de mover los pies.