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En este año del centenario del Quijote proliferarán congresos, seminarios, publicaciones específicas, artículos varios sobre esta novela inmortal y mítica. Obra de ficción que ha dejado para la cultura dos arquetipos universales, Don Quijote de La Mancha y Sancho Panza, y un personaje imaginario, a partir del delirio del Caballero de la Triste Figura, Dulcinea del Toboso. Voy a ocuparme específicamente de Dulcinea, algunas de sus transformaciones, en las que el arte posterior ha incidido. Gaston Baty escribió una obra de teatro titulada “Dulcinea”, convirtiéndola en una especie de María Magdalena, hoy completamente olvidada, pero que dio lugar a más de un film. Fue un desgajamiento, no existente en la novela, en la que Dulcinea vive en la locura del caballero de La Mancha y desaparece cuando este vuelve a ser Alonso Quijano, y recobra la lucidez. Por cierto, y espero que mi afirmación no se considere una herejía, siempre me ha inquietado la corrección política y social de este final que puede romper algunas de las interpretaciones que se han hecho del “idealismo” del caballero. Si Don Quijote abjura de sus andanzas, no podemos decir que aquello por lo que lo admiramos permanezca del todo. La vuelta al redil del hidalgo mata algunos sueños, incluido el de ese amor infinito por Dulcinea. Aldonza Lorenzo es otra cosa, una realidad muy poco poética y que en ningún caso habría inspirado esos momentos musicales con voz o sin voz, en la ópera, en la sinfonía o en la revista musical, en los que Don Quijote canta al ideal.
La visión del Caballero de la Triste Figura en su estado de locura tiene también sus luces y sus sombras. En ocasiones es colérico e injusto, egoísta y con tendencia evidente a la exaltación de su personalidad, al egocentrismo. Le redime ese noble afán de ayudar a los débiles sin que los riesgos le detengan, continuando en sus trece a pesar de los descalabros que se suceden y de las observaciones sensatas de Sancho. Esta pertinacia, la de su amor por la Dulcinea de sus sueños, fuerzan las simpatías del lector de todos los tiempos, y le han conferido el aura de mito eterno, que ahora restalla en una celebración en la que se multiplicarán los actos, a lo mejor innecesariamente y de la que esperamos por lo menos una visión más ética de nuestra sociedad para el futuro.
Abandono a Don Quijote, otros lo han estudiado y lo estudiarán con mayor hondura, para dedicar unas ligeras glosas a uno de los personajes fantásticos más apasionantes de la cultura occidental: Dulcinea. Don Quijote puede estar tocado de una locura a veces poco atractiva, como lo reflejó Fernando Rey en la versión de Manuel Gutiérrez Aragón, pero su amada llega a convertirse en el ideal para muchos que han puesto su pasión en una imagen sin tacha más que en una persona de carne y hueso. Dulcinea representa lo inalcanzable, la estrella que está en lo alto, lejana, y cito ahora la estupenda versión que dio Jacques Brel a la famosa romanza de “El hombre de La Mancha”. La inaccesible que llena los sueños pero no las realidades más conflictivas, llenas de aristas, contradicciones y tormentas, amar a Dulcinea es a la vez romántico y poco comprometido, en el fondo constituye una especie de renuncia a la vida real, a la vida cotidiana.
Dulcinea aparece reflejada en todas las obras musicales que se han dedicado a la inmortal novela, por ejemplo en la preciosa variación del espléndido poema sinfónico de Richard Strauss, aunque los instrumentos solistas sean el violoncelo y la viola, como Don Quijote y Sancho respectivamente. También Dulcinea es evocada en la música raveliana de “Las canciones de Don Quijote a Dulcinea”, tres melodías de carácter romántico, épico y báquico, con ritmos españoles, de guajira, zortzico y jota aragonesa respectivamente. Thomas Quasthoff, el gran barítono víctima de la poliomelitis nos emocionó con su recital hace tres años en el Teatro de la Zarzuela Madrileño. También Jacques Ibert compuso unas canciones a Dulcinea, y el gran bajo ruso Fedor Chaliapin intervino musicalmente en su incorporación fílmica del Don Quijote de Pabst. La música pues hizo honor a esta Dulcinea lejana.
Quizás el canto más bello dirigido a Dulcinea sea la breve y maravillosa aria de una de las obras maestras de la música española, “El retablo de maese Pedro” de Manuel de Falla, la que quizás haya reflejado mejor el mundo cervantino, tanto por el episodio elegido como por su factura musical y la orquestación austera e inimitable. El compositor gaditano recibió el encargo, por parte de la princesa de Polignac, de una pequeña obra musical para ser representada en su teatro de marionetas. Satie y Stravinsky también fueron comprometidos por la aristócrata, y compusieron respectivamente “Socrate” y “Renard”, que se estrenaron en versión de concierto y ballet, siendo la obra de Falla la única que acudió a este teatrito privado. Los mecenas, antaño, fueron importantes para la cultura, sobre todo si dejaban libertad a los artistas para crear sus obras. “El retablo de maese Pedro” fue definido por Falla, autor también del libreto, como “Episodio del ingenioso caballero Don Quixote de La Mancha de Miguel de Cervantes”. Requiere un barítono, un tenor y un niño soprano, aparte de varios mimos, y naturalmente las figuras del retablo.
La orquesta se compone de nueve instrumentos de viento, percusión plural, clavecín, arpa, y ocho instrumentos de cuerda que podían ser aumentados de otros cinco si la sala era de grandes proporciones. Una orquestación aguda, agria incluso, poco propicia en principio a las efusiones románticas. En esta obra genial, al final del episodio, marcado musicalmente por la declamación del Trujamán (el niño cantor), cuando Don Quijote ha destruido los muñecos del retablo creyendo defender a la “fermosa y alta señora Melisendra”, absorto y con la mirada en alto, canta a su Dulcinea:
“Oh, Dulcinea, señora de mi alma,
Guía de mi noche, gloria de mis penas,
Norte de mis caminos,
Dulce prenda y estrella de mi ventura”.
Acto máximo de locura, la obra finalizará con la proclamación de la caballería “viva la andante caballería sobre todas las cosas que hoy viven en la tierra”, es en ese estado cuando surge la gran emoción que la pasión desbordada del pobre caballero encuentra su cenit. La música de Falla rompe el ritmo de la peripecia, y aísla este momento lírico como algo totalmente diferente al resto. La defensa de Melisendra y la destrucción de los muñecos del retablo viene inspirada por la imagen de Dulcinea, de ahí las indicaciones del propio compositor, en el sentido de que el barítono que encarne a Don Quijote “debe cantar con un estilo noble que participe a la vez de la bufonería y de lo sublime”. Este canto a Dulcinea puede asumir perfectamente este último adjetivo.
Así, desde la absoluta fidelidad a Cervantes, Manuel de Falla consigue enriquecer la escritura original a través de la música y el canto. En los aspectos teatrales, Sancho es sólo una presencia sin voz, y el conflicto constituye la reacción de Don Quijote ante los episodios que van surgiendo en el retablo y la configuración del títere Melisendra transformado en Dulcinea. Se consigue una nueva dimensión, ya que se une al personaje físico de Don Quijote el soñado e idealizado de Dulcinea, desde la esencialidad ejemplar del libreto y partitura.
Porque aquí nos encontramos con un aspecto esencial de la novela cervantina, como es la antinomia entre los personajes masculinos de carne y hueso, Don Quijote y Sancho, que sufren en su cuerpo toda clase de sevicias, y son de una total fisicidad, y el femenino, Dulcinea, que según muchos de los ilustres comentaristas de la novela constituye la esencial impulsión de la locura del caballero y de la mayoría de sus acciones. Dulcinea del Toboso, no Aldonza Lorenzo, es un personaje inexistente en lo real, excepcional en lo espiritual, y por ello es evocada por los compositores que se han ocupado del mito, e incluso Joaquín Rodrigo titula una de sus mejores obras “Ausencias de Dulcinea”. Resulta curioso también que en el ballet más famoso basado en Don Quijote, que lleva este título, las figuras cervantinas sólo tengan presencia, mientras el baile corresponde a dos personajes que se llaman Kitri y Basile. El famoso paso a dos que tantas ocasiones de lucimiento ha dado y sigue dando a los mejores bailarines del mundo es interpretado por estos. Dulcinea sigue ausente, ya que lo ideal tiene difícil maridaje con la concreción artística. Tengo noticias, no obstante, de una coreografía de Sergio Lifar sobre música de Jacques Ibert titulada “El caballero errante”, en la que el personaje Dulcinea se encarna en cuatro formas de amor diferentes, y que tiene que ser representado por cuatro bailarinas. Sería interesante que este ballet del año 1950 se programara en este año del centenario.
Sin ánimo de agotar una materia inabarcable, literatura, cine, ballet, música, ópera, quiero hacer referencia a una de las más curiosas derivaciones o desviaciones del mito Dulcinea, que se plasma en la ópera de Jules Massenet, “Don Quichotte”, con libreto de Henri Cain, basado no en la obra original sino en una de un tal Jacques Lorraine que se toma muchísimas libertades con ésta. La ópera se concreta como “Comedia heroica en cinco actos”. Fue estrenada en la Ópera de Montecarlo, el 19 de febrero de 1910, encarnando a Don Quijote el gran bajo ruso Fedor Chaliapin. Ha pasado al repertorio y se pone en escena en bastantes ocasiones. Su composición es de buena calidad, aunque no abunde el melodismo propio del compositor. Propicia sobre todo el lucimiento de los tres papeles principales, un bajo barítono, un barítono y una contralto, sustituida por una mezzosoprano dada la carencia de esta voz femenina en el repertorio operístico. He tenido ocasión de verla hace un par de años en el Teatro de la Bastilla de París en una producción de Gilbert Deflo, coherente aunque sin especiales genialidades, y muy bien cantada.
Me llamó poderosamente la atención la incorporación física de Dulcinea. No se trata de Aldonza Lorenzo, sino de la Dulcinea concreta, de la que Don Quijote está totalmente enamorado. Algo totalmente diferente de las adaptaciones realizadas de la novela cervantina. El atrevimiento es excesivo, al romper la historia, o al menos una parte importante de la misma. Dulcinea no es la mujer soñada, ni tampoco Aldonza Lorenzo. Se trata de una muchacha frívola que necesita la admiración y el amor de todos. Amor físico que es un término importante en el tantas veces idealizado personaje. Dulcinea es pues transformada desde la novela original y adorada por el Caballero de la Triste Figura, que incluso le pide matrimonio. Dulcinea es ambivalente, admira la nobleza y la caballerosidad de Don Quijote, que canta emocionado:
“Los males que sufre la humanidad
Tienen necesidad de la mujer y de su caridad
Vamos entonces hacia el ideal
Volemos con grandes golpes de alas
Seas mi esposa fiel”.
Responde Dulcinea riendo ante esta proposición:
“Amo demasiado la locura y la risa
Y el amor mi imperio encantador
Os aprecio grandemente, sois un ser galante
Fantástico, glorioso, infinitamente extraño
Pero dejadme libre en mi ciudad natal”.
Ante la desesperación del caballero, continúa:
“Sí, sufro vuestra tristeza
Y tengo pena de veros desamparado
Pero debo haceros desistir
No aceptando vuestra proposición
Os pruebo así mi sincera ternura
Amigo, amigo, tendría gran pena en engañaros
Mi destino es dar el amor a quienes lo deseen
Y de tener a su disposición mi alma y mi boca
Ya sé que sufrís, soy impura Indigna, lanzad sobre mi la maldición
Vengaros, pero quedaros con nosotros”.
Don Quijote, con infinita bondad, le contesta:
“Déjame hablarte
Con mi voz más dulce antes de dejarte
Como respuesta a mi pregunta y a mi plegaria
Por haberme dicho la verdad
Mujer, yo te bendigo
Sé siempre sincera”.
Don Quijote la bendice, aunque tiene el corazón destrozado. Finalizado este dúo, una de las páginas más hermosas de la ópera, Dulcinea despide al caballero diciendo: “Es un loco, un loco sublime”.
En el magnífico quinto acto, en soledad Don Quijote y Sancho, el caballero muere, pero el ideal sigue luciendo en lo alto:
“La estrella
Se ha confundido
Dulcinea con el astro brillante
Es ella, la luz, el amor, la juventud
Ella, hacia donde voy me lo señala
Me espera”.
Última ensoñación del Caballero de la Triste Figura. El ideal persiste más allá de lo físico. El amor que se acercó a lo real tiene que ser reconducido al sueño. Última escena en la que, como tantas veces en las leyendas y mitos, eros y thanatos se integran de forma indisoluble. Con todos los defectos y traiciones al original, esta nueva visión de Dulcinea y Don Quijote no puede ser desechada, sobre todo teniendo en cuenta que la partitura de Massenet, sin llegar a cumbres geniales, es la que menos concesiones ofrece a la sensibilidad del público de su época.
Don Quijote tiene el alcance del mito, que supera todos los tiempos, y que incluso recientemente ha dado lugar al estreno casi simultáneo de dos óperas españolas: “Don Quijote” de Cristóbal Halfter y “Don Quijote en Barcelona” de José Luis Turina, con textos de Andrés Amorós y Justo Romero. Gozaron en el Real y en el Liceo de dos montajes extraordinarios de Herbert Wernicke, desgraciadamente fallecido poco después, y La Fura dels Baus. En la primera de las óperas Aldonza y Dulcinea se corporeizan como si fuesen almas gemelas, e incitan a Cervantes, que luego se convertirá en Don Quijote, a escapar del rebaño, idea central de la obra. Es Dulcinea quien le ayuda espiritualmente:
“Malferida iba la garza
Enamorada
Sola va y gritos daba”.
La poesía, desde las voces de las dos vertientes del amor, que es la que nos da la vida y nos hace conocer la realidad, dice el caballero. “Bendita locura”, son las últimas palabras de Dulcinea, que ha ayudado de nuevo a nacer el mito. Esta Dulcinea no tiene carnalidad, ni psicológica ni real, siendo en su doble con Aldonza una metáfora del ideal, una abstracción positiva en el camino del héroe cervantino.
Resulta curioso, por otra parte, que Justo Romero y José Luis Turina prescindan por completo de la Dulcinea del sueño. Su visión futurista hace caminar a caballero y escudero por parámetros muy diferentes. Dulcinea se ha resistido una vez más a tomar forma, como también ocurrirá en casi todas las óperas inspiradas en esta novela, principio de todas las novelas que hoy existen.
Este personaje ideal se hace pues más etéreo en contraposición a la dualidad del caballero y el escudero, que también han sufrido en las traslaciones posteriores de la gran novela, una especie de maldición. El programa de la Ópera de París, en ocasión de la representación de la obra de Massenet, estaba ilustrado por fotos del film de Orson Welles, del que queda sólo un insatisfactorio montaje, que sólo nos deja entrever lo que hubiera sido una obra maestra. Estrenado muy recientemente, un film documental titulado “Lost in La Mancha” nos cuenta el fracaso de ese otro Quijote que estaba dirigiendo Terry Gilliam con Jean Rochefort y Johny Depp en los propios lugares de la acción. Toda la mala suerte del mundo se había cebado en el rodaje. Tal vez pueda ver la luz algún día este interesantísimo proyecto, pero de momento lo sucedido muestra las dificultades de ir más allá de lo que Cervantes hizo inmortal.