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El nombre y los apellidos de una persona no pueden ser producto de una casualidad. Detrás de la simple palabra, del nombre propio, se amontonan sentimientos, alegrías, tristezas, pasiones, huellas y evocaciones que han atravesado los siglos para llegar al presente en forma de recuerdo numinoso. Tal vez por eso Unamuno definía la lengua como “la sangre del espíritu”, es decir como una metalengua que explica los arcanos del corazón. Sin embargo, hablar hoy de Pedro de Varela, de Juan Antonio Rascón, de Pedro Felipe Monlau o de Carlos Coello no significaría nada para nosotros si no estuviera detrás el permanente y secular deseo de hacer descubrir a los españoles la realidad cultural de los sefardíes. Sin el esfuerzo, a veces aparentemente baldío o solitario, de personajes como ellos no habría sido posible la campaña promovida por el Doctor Ángel Pulido en los albores del siglo XX contra el monumental error, contra el injusto olvido en que España tuvo a estos hijos fieles pero siempre distantes, siempre remotos.
Si hoy aquel error se ha subsanado en parte, los problemas no han desaparecido y proceden del campo del patrimonio inmaterial. La Autoridad Nacional del Ladino, institución que preside el Profesor Isaac Navón, se enfrenta a innumerables dificultades entre las que no son las menores el número de hablantes en judeo-español –hasta ahora en descenso– o la creación de una normativa ortográfica que reconozca las diversas realidades fonéticas nacidas en la diáspora.
La labor de esa y otras instituciones es inmensa y constante y, aunque los frutos se pueden constatar al día de hoy, la realidad reviste tintes oscuros. Es cierto, sin embargo, que, haciendo cierta la frase de que la patria de un individuo es su infancia, la labor entusiasta de personas e instituciones ha descubierto para las nuevas generaciones –esas que parecían inexorablemente destinadas a olvidar su propio pasado– la emoción indescriptible de la lengua familiar, de las palabras que significaban respeto, devoción, amor y tantos otros sentimientos venerables. Su actividad académica, diplomática y social ha dado resultado no sólo entre quienes debían hablar judeo-español por razones de progenie sino entre aquellos otros hispanohablantes que han reconocido en la cultura de los sefardíes los elementos respetables de la infancia propia. Aquellos elementos que, desde épocas remotas, ayudaron al individuo a construir ideas con el lenguaje, a crear ilusiones, a convertir los sentimientos en poesía.