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El hecho de desarrollar el título de este trabajo nos conduce, en primer lugar, a precisar lo que nosotros entendemos por festividad, algo en lo que no todo el mundo está de acuerdo, y lo que entendemos por ciclo vital. Si echamos una ojeada al diccionario de la lengua nos encontramos una serie de definiciones de fiesta a todas cual más certeras. Veamos la primera de ellas: "Día del año eclesiástico de mayor solemnidad que otros, y en que los fieles tienen obligación de oír misa, de realizar obras santas y de abstenerse de trabajos serviles". Seguidamente se nos dirá que fiesta es igualmente el "Día que la Iglesia celebra la memoria de un santo". De las anteriores definiciones se concluye que toda fiesta viene cargada de un tinte de religiosidad que la sostiene. Hoy seguramente son muchos los que dejan de lado las obligaciones piadosas inherentes a la fiesta y, por lo mismo, no muestran ningún interés en agasajar a determinado santo o divinidad, pero son muchos más los que aseguran en Las Hurdes que los que animan y hacen posible la fiesta son el toque de las campanas y, si es posible, el sonido de algún que otro cohete. Basta actualmente en darse un paseo cualquier domingo por cualquier municipio para percatarnos que el ambiente en bares y tabernas no comienza hasta que concluye la misa. Ello pone en evidencia el aspecto aglutinador de los festejos que conlleva cualquier acto religioso.
Cuanto ahora diré es constatable en numerosos puntos de la geografía cacereña, y, lógicamente, en Las Hurdes los ejemplos son más numerosos de los que sucintamente expongo de manera ilustrativa. Me refiero a fiestas que desaparecieron por el simple hecho de no haber cura, es decir, por el simple hecho de que las campanas no sonaron y, en consecuencia, faltó la misa y la procesión. De ahí el poco arraigo que las celebraciones oficiales o civiles (como el 18 de Julio, el Primero de Mayo o el Día de la Constitución) han tenido tanto en esta comarca como en otras muchas, y quizás desde este punto de vista entenderíamos la decisión del presidente de la Junta de Extremadura, Rodríguez Ibarra, de hacer coincidir, en contra de su primitiva opinión, el día de la Comunidad con la festividad de la Virgen de Guadalupe, la patrona extremeña, y con tantas otras celebraciones marianas de la región. En Las Hurdes el emparejamiento de la festividad regional con la de la Virgen de la Peña de Francia, la verdadera patrona de la comarca, facilita el desplazamiento hasta el santuario salmantino para participar en una fiesta en la que, antaño, los hurdanos eran los auténticos protagonistas con sus bailes, cantos y relaciones.
Volviendo al aspecto definitorio también se apunta que es fiesta la "Alegría y el regocijo dispuesto para que el pueblo se recree", y el mismo significado tiene la "Reunión de gente para celebrar algún suceso, o simplemente para distraerse o divertirse".
De todo lo anterior cabe concluirse que la fiesta, el hecho festivo, supone una ruptura o, si se quiere, un paréntesis, con el vivir de cada día, con lo que nos es cotidiano. En consecuencia, la fiesta participa de lo extraordinario y por el hecho de participar de lo extraordinario, la fiesta es un hecho efímero, que desaparece pronto, trayendo consigo la vuelta a lo que es el tiempo ordinario. Aunque al decir de María Ángeles Sánchez Gómez, una de las grandes estudiosas de las celebraciones populares, "Fiestas son lo ordinario y los extraordinario, lo mágico y lo racional, lo improvisado y lo férreamente amarrado, lo sublime y lo vulgar, lo divino y lo humano, el trabajo y el ocio, la pasión y el rechazo, la avalancha multitudinaria y el detalle más íntimo, los ciclos de la luna y el presupuesto municipal".
La fiesta tradicional es aquella que mantiene un espíritu popular, que está hecha por hombres y mujeres del pueblo a su propia medida, y que en ocasiones conserva un sustrato de siglos, aunque a lo largo de esos siglos se haya adaptado, sin excesivas complicaciones, a los tiempos y a las circunstancias. En muchas de estas fiestas, y en los rituales que a lo largo de ellas tienen lugar, numerosos estudiosos pretenden ver supervivencias, es decir, una continuidad de lo que se hacia en la noche de los tiempos. En este sentido tendríamos que el ramo de San Blas, de Nuñomoral, no sería otra cosa que la versión actualizada del primitivo culto al árbol. Primitivos cultos se observarían igualmente, por citar algunos ejemplos, en las corridas de gallos de Casares de Las Hurdes, de El Castillo o de Caminomorisco, en el robo de la albahaca de Aceitunilla, y en la Enramá de Pinofranqueado. Sin poner nuestra opinión en contra, ya que para bastantes manifestaciones hemos estado de acuerdo en este tipo de planteamientos, comparto la opinión de Honorio Velasco de que la verdadera "supervivencia" es el hecho de que muchas de estas fiestas sigan celebrándose en ayuntamientos y alquerías carcomidas por la emigración.
Llegados a este punto conviene señalar que es precisamente la emigración el fenómeno que más influye en la evolución del tiempo festivo tanto en la comarca de Las Hurdes como fuera de ella. Actualmente asistimos a una ampliación o a una reducción de los días de fiesta, a trasladarlas de fechas, a la sustitución de unas fiestas por otra, a la creación de otras nuevas... Todos conocemos alquerías que celebran dos fiestas anuales, una en los meses de invierno y otra en los de verano. La primera de las celebraciones, que antaño tuvo mayor éxito, hoy se ha reducido a la mínima expresión y, por el contrario, la fiesta de julio o agosto, que nada significaban, se ha potenciado al máximo, dicen que por ser época en la que los emigrantes se acercan al pueblo. El traslado de fechas es bien observable en la comarca. Cambroncino, sin ir más lejos, festejaba a la Virgen del Carmen el 16 de julio, en un tiempo en la que los segadores faenaban en las llanuras castellanas. Ello se estimó como una razón suficiente para que los vecinos trasladaran la celebración al mes de octubre. Curiosamente, los trabajadores del pueblo ya no siegan y, por el contrario, se dedican a la recolección de la aceituna, que tiene su máxima actividad en el mes de octubre, por las fechas en la que ubicaron a la Virgen del Carmen. No es extraño que hoy se baraje la posibilidad de llevar nuevamente los festejos a la antigua fecha de julio. Si nos acercamos a El Cabezo el Domingo de Pascua nos sorprenderá cómo en ese día se celebra a San José. Si se pregunta en el pueblo acerca de tal efemérides se nos dirá sin más que en ese día aún no se ha marchado una gran parte de los que vinieron a pasar la Semana Santa, y que de celebrarse el 19 de marzo no se haría las fiesta más que para cuatro personas. El orientar las fiestas para que las disfruten los naturales que residen en el exterior movió igualmente al cambio de la romería de la Cruz Bendita del Casar del segundo Lunes de Pascua al Domingo de Resurrección. E idéntica finalidad se persiguió en Ladrillar y Las Mestas con las traídas al mes de agosto de los festejos septembrinos en honor de la Virgen de los Dolores y del Cristo de la Agonía, respectivamente. San Jerónimo vino a desembocar en Riomalo de Abajo del 21 de septiembre al 15 de agosto. El mismo acomodo buscaron los festejos de Santa Teresa en Riomalo de Arriba, al que también se le hizo un hueco el segundo domingo de agosto. Los ejemplos de este tipo son más numerosos.
En este mismo sentido nos hacemos eco de la sustitución de unas fiestas por otras, buscando el tiempo propicio, por más que en ocasiones tal sustitución supone la muerte casi cantada de las celebraciones más antiguas. Significativo es el caso del patrón de Martilandrán, San Pedro de Alcántara, cuyo ambiente festivo fue a parar a las más viejas celebraciones menores de Santiago y Santa Ana. Y significativo es también el caso de Caminomorisco. La instauración de San Cristóbal, convertida en la fiesta grande de la localidad, puso en segundo plano tanto a San José como a la Virgen del Pilar, y acabó acaparando algunas de sus ritualizaciones, como el canto del ramo, que eran propio de las otras festividades. Festejo de nuevo cuño es igualmente la fiesta grande de Las Hurdes, nacida hace algunos años, que presenta como motivo a la Virgen de la Peña de Francia, y que en cada edición tiene por marco uno de los concejos de la comarca. Lógicamente estos disantos se acomodan en el periodo bueno, en aquel que los condicionantes atmosféricos no entorpezcan la diversión y, por supuesto, en aquel que posibilita la llegada de los de fuera. Esta misma finalidad es la que se ha buscado con la implantación de fiestas patronales en las últimas décadas en las distintas alquerías, como son los casos de Nuestra Señora de la Asunción, de Santa Ana o del propio San Antonio, que en Aceitunilla vino a recuperar la vieja tradición que el santo paduano tuvo en la cabeza del concejo, en Nuñomoral.
Por otro lado, el cambio del tipo de actividad del hurdano ha obligado a un acondicionamiento de los días fuertes de las fiestas, incluso cuando éstas caen en periodo estival, ubicándolas en el fin de semana. Ello permite una mayor animación, puesto que facilita la participación de aquellos que por su trabajo no les estaría permitido de celebrarse en días laborables.
Las fiestas, como se apuntó anteriormente, con lo que significa de ruptura con lo que es rutinario, se manifiestan como marcadores o referentes del tiempo, tanto festivo como ordinario. En Nuñomoral se referirán hechos que sucedieron "por San Blas", "por San Martín , o por San Juan". Para los paisanos de estos pueblos las cigüeñas, por ejemplo, no vienen en febrero, sino por San Blas, ni se empieza a matar a los mediados de noviembre, sino por San Martín, ni los calores arrecian en Junio, sino por San Juan. Y es que las fiestas, en un principio, debieron constituirse como fechas inamovibles en un calendario que se ordena en ciclos estrechamente relacionados con las estaciones del año. Al hablar de ciclo o de tiempo cíclico no queremos decir otra cosa que los hechos se suceden de una forma reiterada, dando la sensación de una vuelta a empezar que nunca termina. La primavera sigue al verano, que a su vez precede al otoño, y, lógicamente, éste anticipa al invierno, para luego volver a empezar.
II.
Frente a este volver a empezar, frente al tiempo que se repite una y otra vez, nos encontramos el tiempo lineal, el que va hacia delante sin detenerse, sin vuelta posible, el que lleva a los hombres desde el nacimiento hasta la muerte. La fiesta, la misma fiesta, con sus especiales connotaciones se repite año tras año; los que no siempre repiten son los hombres que la vivieron. En este sentido la fiesta también celebra el paso del hombre, los cambios de estatus o categoría social, el transcurrir de su vida, de su ciclo vital
A nadie escapa que las fiestas son para todos, e igualmente tampoco nadie ignora que no todos viven las fiestas de idéntica manera ni le confieren la misma significación. Tampoco es idéntica la función que cada uno desempeña en las celebraciones. Muchas veces estas funciones pasan desapercibidas para quienes no las viven desde dentro y se conforman con una somera observación. Si, a modo de ejemplo, nos detenemos en una fiesta de los quintos, de las muchas que se celebran en la comarca, vemos en ella una participación activa de los mozos en la petición del aguinaldo, en la corrida de los gallos, en las rondas y en las canciones que entonan en las casas de las jóvenes, pero no es menos cierto que el festejo no seria posible sin la "participación" a su manera de quienes entregan los embutidos, de quienes crían y regalan los animales, de las novias que bordaron los pañuelos que lucen sobre sus hombros, de las jóvenes que escuchan sus canciones y, en definitiva, de todo el pueblo al que los mozos tratan de transmitirle el espíritu de la fiesta. El protagonismo de un grupo determinado, como el de los quintos, requiere la presencia de quienes convierten a la persona o al grupo en protagonista de los rituales que se llevan a cabo, y sin cuya presencia todos estos rituales o actuaciones carecerían de sentido. El quinto trata de decirle a todos con sus actuaciones que es quinto, que ha dejado la etapa de muchacho y que aún no forma parte del estatus superior, que calificaríamos como el de los casados. Toda esta parafernalia de los mozos, todo este hacer en una fecha concreta o a lo largo de un año, configura un aspecto de lo que los estudiosos definen como rito de paso, como la ceremonia que marca el paso de una fase de la vida a otra. Y dentro de esa fase tendrá estipulado un comportamiento sancionado por la propia tradición, un comportamiento que desentona o no será aceptado en el individuo perteneciente a otro estatus, estatus que en la mayoría de los casos viene marcado por la edad, y en el que tiene definidos unos derechos y deberes.
Por lo que respecta a la fiesta, van a ser estas clasificaciones conseguidas mediante los ritos de paso los que van a guiar el comportamiento en ella de los distintos grupos. No siempre la ritualización del paso es motivo de una fiesta, si bien aquel es indispensable para participar en ella de una u otra manera. Todos sabemos que el niño no es un muchacho en el sentido literal de la palabra y a simple vista se nos escapa la existencia de una fecha limite que indique el paso de una a otra categoría. Antiguamente en Las Hurdes muchacho era aquel que había abandonado la escuela y ya estaba en disposición de ayudar en distintos trabajos familiares, como podrían ser el cuidado de alguna cabra o el sacar el burro al pastadero. Sin embargo, no es menos cierto que la inclusión en el grupo de muchachos ha requerido siempre la aceptación por parte de quienes ya forman parte del mismo. Hace más de veinte años me encontraba como educador en la Escuela Hogar de Nuñomoral. Estábamos en una época en torno a Los Santos y algunos alumnos aprovechaban los días festivos para asar castañas, poco menos que a escondidas, en las proximidades del centro. En un extremo del patio exterior de la escuela un grupo de mayores rodeaba a un alumno más pequeño tendido en el suelo. Cuando me acerqué a ver lo que pasaba todos se disolvieron como si nada y el más campante de todos era la supuesta víctima. Luego supe que el grupo de los mayores le habían bajado los pantalones y, como ellos me dijeron al cabo del tiempo, le habían "contado los gallos", que no era otra cosa que darle apretujones en los testículos. Este dejarse "contar los gallos" le permitió asar y comer las castañas con los mismos derechos que los mayores y, lo que es más importante, sin necesidad de acarrear leña para la lumbre, tarea que se le reservaba a los más pequeños. Podemos decir que el "contar los gallos" tenía todos los ingredientes de un rito de paso que le permitió integrarse en el grupo de los mayores.
El propio muchacho es consciente de haber pasado a un estatus superior. Se rebelará cuando en casa se le encomiende hacer algún recado, ya que eso es cosa de muchachas o de niños; tratará por todos los medios de aumentar el tiempo de permanencia en la calle, argumentando que es mayor; participará en los juegos de fuerza y habilidad; se enfrentará en compañía de los amigos a los muchachos de otros pueblos; se habrá ganado el derecho de compartir conversaciones sobre mu- — 99 — chachas; y conformará la pandilla que salga junta de paseo los domingos con la intención de "toparse casualmente" con las jóvenes de su misma edad. Algunos de estos aspectos citados participan de un componente festivo, que le estaba vedado a los niños, a los que habría que añadir, por enunciar algunos más, el derecho a participar en los bailes y a administrar sus propios bienes, como es el caso de lo recaudado en los aguinaldos. A manera de ilustración referiré un hecho que me contaba una antigua maestra de la comarca. Llegado el mes de mayo, me decía, a los niños les encantaba traer flores a la escuela para adornar unos pequeños altares que hacían a la Virgen. Pero con los más mayores no se podía contar para estas decoraciones, ya que se consideraban muchachos hechos y derechos y el traer flores podía acarrearles el que los compañeros los llamaran "cajones" o niñas.
Vamos a detenernos en un festejo muy concreto, en el que se muestran claramente las distinciones de los estatus que conforman la sociedad de los pueblos hurdanos. Nos referimos al magosto o chiquitía. Cada grupo de edad desarrolla una función muy concreta. Si los niños de manera individualizada recorren las casas de parientes y vecinos en busca de la correspondiente dádiva, que luego entregan a sus padres, los muchachos piden el aguinaldo en pandillas, no dejando una sola vivienda en su recorrido. Lo recaudado, generalmente castañas, nueces, higos y granadas, va a parar a una bolsa comunal, que por la tarde en el campo trasiegan al estómago. En estas salidas vespertinas ya comienza a hacer aparición la que luego, a medida que aumentan los años, será inseparable botella de vino.
Resulta curioso que sea el vino y las primeras borracheras, el beber y dar de beber, lo que convierte al muchacho en un mozalbete, el que lo integra en una etapa superior que lo diferencia del muchacho propiamente dicho, pero sin llegar al reconocimiento de mozo. El mozalbete, si nos detenemos en la fiesta que ahora nos ocupa, la de Los Santos, ya no cumple con la ritualización del aguinaldo, aunque persiste en la salida al campo a preparar la calvochá, que le abre paso al desarrollo de otras prácticas de gran simbolismo. Los mozalbetes, como vemos en este festejo, ya no hablan de muchachas ni las encuentran casualmente, sino que las buscan y hablan con ellas. Así sucede cuando las campestres corroblas femeninas son asaltadas por los grupos de jóvenes y todos, en perfecta armonía, acaban dando cuenta de los calvoches ante la misma fogata. Siguen los corros agarrados y los juegos, entre los que no faltan los del escondite, aptos para que las parejas afines puedan emitirse arrullos de amor. Antaño estas diversiones terminaban en lo que llamaban "retozo", en los escarceos o simuladas luchas entre los dos sexos, es decir, en una juerga desenfrenada apta para los tocamientos y la excitación.
Es curioso que sea en esta etapa cuando tradicionalmente el joven gozaba de la autorización consuetudinaria de llevar una navaja en su bolsillo, navaja que en ocasiones, sobre todo en el concejo de Pinofranqueado, provenía de un regalo del padrino. Por esa zona, al igual que en los pueblos limítrofes de la comarca, lo que quizás sea extensible al resto de Las Hurdes, se decía que sólo el que supiera cortar el pan, es decir, que sólo el que estuviera en posesión de una navaja, podría echarse novia. El sentido fálico de la navaja salta a la vista. Más adelante, cuando el muchacho es mozo, se le dará la oportunidad de matar al cerdo. Cuando así sucede, el comentario suele producirse de manera inmediata: "Este ya sabe manejar el cuchillo, así que puede casarse". Igualmente es en esta época cuando los jóvenes se empiezan a acompañar del tamborilero en los días de fiesta, tamborilero que casi siempre, teniendo en cuenta lo que antaño proliferaban en los pueblos, era uno de ellos mismos. Quizás para estos jóvenes, no tanto el tamboril como la flauta, sea el simbolismo de la virilidad de la que ya hacen gala. Tal simbolismo se refleja con todo rigor en las coplillas que suelen cantarse por estos lares, de la que entresaco una: "La novia del tamborilero / es mujer de gran fortuna, /por que ella toca dos flautas /y las otras tocan una".
III.
En la mayor parte de los pueblos de Las Hurdes no ha existido una clara distinción entre el mozalbete y el mozo propiamente dicho. La escasa población ha obligado a que estos roles se identifiquen totalmente, si bien siempre existirá una línea separadora entre los mozos y los quintos, sin que ello signifique que sus funciones estén siempre delimitadas. Es cierto que en algunos casos son los quintos, grupo al que se accede por el simple hecho de cumplir una determinada edad, mayor antes que en los últimos años, los que tienen encomendados determinadas actuaciones en lo que a la fiesta se refiere. Pero tampoco es menos cierto que la ausencia de mozos y mozalbetes ha obligado a que sean los muchachos, los niños e, incluso, los casados, los que tomen sobre sus espaldas la responsabilidad de salvaguardar las tradiciones encomendadas a aquéllos en algunos núcleos. Por las alquerías del valle del Ladrillar, hacia la Nochebuena deambulaban los mozos por las calles sonando cualquier cencerro, caldero o cualquier otro instrumento que produjera ensordecedores ruidos. En El Cabezo, los bullangueros rondadores decían que iban a la búsqueda del Niño Jesús. En Las Mestas, valiéndose de teas encendidas para alumbrarse, llevaban el griterío hasta las vecinas alquerías. Algo semejante ocurría en Riomalo de Abajo. Tales algarabías, que participan de los ingredientes de las cencerradas, y puede que hasta en sus orígenes los fueran, languidecieron con la disminución de los mozos y acabaron poco menos que desapareciendo cuando también escasearon los muchachos que habían tomado sobre sus riendas la costumbre.
Como ya indiqué, algunas manifestaciones festivas, más que de los mozos en su conjunto, son competencia exclusiva de los quintos, aunque en alguna que otra ocasión, generalmente por falta de manos, necesiten la colaboración o ayuda de aquellos. Así sucedía con la puesta del mayo, bien llamado "sanjuán" o "palo de San Juan", un palo largo y derecho que transportaban al pueblo e hincaban en cualquiera de sus plazuelas en la noche del solsticio de verano. En Riomalo de Abajo atan un gallo en lo más alto, gallo que pasará a poder del que trepe y lo coja. En Fragosa al "sanjuán" lo decoraban con ramas de guindos y cerezos, mientras que en Martilandrán les colgaban un muñeco. En las inmediaciones del mayo se celebraban por estas fechas primaverales las danzas domingueras.
Fue tradición en los grandes núcleos que los quintos marcaran con su presencia el comienzo del baile y que, con su retirada, pusieran fin al mismo. Igualmente son los quintos los encargados de dar la primera ronda despertando a las mujeres para ejecutar el pasacalles que antecede al canto del Rosario de la Aurora. En Caminomorisco siempre han sido los quintos los verdaderos animadores del carnaval. En sus casas festejaban las quintadas haciendo dulces e invitando a familiares y amigos. Ellos, con las caras pintadas, pedían el chorizo por las casas y a su lado caminaba un buen número de carantoñas. El Miércoles de Cenizas se encargaban de correr los gallos en su doble modalidad. En la plaza los enterraban hasta el cuello, y uno a uno, con los ojos vendados, trataban de desgañotarlos a bastonazos. Posteriormente, en la carretera también colgaban gallos de una cuerda, bajo la que pasaban cabalgando en sus respectivas monturas con la intención de descargar el golpe fatídico sobre el animal. Las muertes rituales de los gallos en el periodo carnavalero tuvieron vigencia a lo largo y ancho de todas Las Hurdes. En el posterior ágape sólo participaban los quintos, los padres y hasta los quintos salientes. Es decir, sólo hombres, lo que no es de extrañar si tenemos en cuenta que por medio de la comida o comunión del gallo se trata de ingerir los atributos genésicos de este animal eminentemente lúbrico. Hoy, rompiendo la tradición, participan en la corrobla hasta quintas y madres, con lo que ello supone de pérdida de todo un primitivo simbolismo. La misma intencionalidad de potenciación de la virilidad de los mozos hurdanos debió tener el hecho de, también por carnavales, luego de pasearlo con todo lujo de adornos y luego de emborracharlo, dieran cuenta del oportuno macho cabrío.
El carnaval como manifestación erótico-festiva se ha apreciado con bastante claridad en las ritualizaciones que se llevan a cabo en Las Hurdes. Si hemos hablado de gallos y machos cabrios, no se nos puede pasar por alto el carácter libidinoso que presentan algunas de sus mascaradas. La mona, que antiguamente parece que era una supuesta osa, sale por las alquerías de Nuñomoral. Encarnada por un mozo, muestra unos enormes atributos sexuales. Su principal ocupación es la de acosar y perseguir a las mozas. Algo semejante ocurre con "el morcillo", un combinado de hombre y macho cabrio, que enseña un imponente miembro viril, y con los "diablillos", curiosos personajes vestidos de rojo y portadores de liendros, con los que atacan a las mujeres, picándoles las nalgas y levantándoles las sayas. Idéntica misión se reservan los toros o vacas de antruejo, que han proliferado por doquier en toda esta comarca. Y es que en los carnavales el hombre se manifiesta más que nunca como el macho dominante, al que la mujer debe aguantar sus bromas y chanzas, al tiempo de poner en evidencia el componente de permisividad. Esta supeditación lleva incluso a las danzas que se bailan por estos días, como, por ejemplo, la jota de los dos pasos que se interpreta por los concejos de Pinofranqueado y Caminomorisco. La coreografía nos acerca a una hembra sumisa, que ejecuta el baile con los brazos pegados al cuerpo y con la vista puesta en el suelo, mientras que el hombre mantiene los brazos en alto tocando las castañuelas.
Pero esta aceptada sumisión carnavalera no la exterioriza la mujer, especialmente la moza, en otras manifestaciones tal vez más lúdicas que festivas. Conocido es como en la aceitunería un hombre, que se hacia acompañar de varias mujeres, vareaba los olivos para que éstas recogieran las aceitunas del suelo. Si las mujeres le tomaban la delantera, corrían hacia el vareador y le bajaban los pantalones. El último día, tras coger la última aceituna, se iniciaba en el mismo olivar un simulacro de lucha en la que participaban por igual hombres y mujeres, todos con las caras embadurnadas, y donde se sucedían los continuos revolcones, en un remedo de los "retozos" antes citados. Al oscurecer, en casa del amo, no faltaba la correspondiente cena, seguida del baile, en el que las mozas, quizás por ser más numerosas, llevaban la voz cantante.
Tampoco se nos escapan fechas concretas en las que las mujeres hurdanas han gozado de especiales prerrogativas y otras en las que se presentan como las verdaderas animadoras de las fiestas, al menos en lo que concierne al mantenimiento de las costumbres religiosas. Santa Águeda, cuya celebración el cinco de febrero goza de gran predicamento en tierras castellanas, es en Riomalo de Abajo la fiesta de las mujeres. Lógicamente, en tal fecha los hombres se ven obligados a encargarse de las faenas que de ordinario rechazan (cuidar a los niños, hacer la comida...). En Aceitunilla el día de los Santos se juntan las mujeres para dar cuenta de las patatas asadas. En esta misma población, al igual que en Riomalo de Abajo o Vegas de Coria, la corrobla de la mujeres vuelve a las patatas asadas, acompañadas de tocino fresco, por los carnavales, en torno a las hogueras que encienden en las calles. Celebración eminentemente mujeril es el jueves de Comadre, que mucho proliferó por la comarca de Las Hurdes, en las que las casadas se reúnen para saborear, entre otras pitanzas, el lomo matancero que se guarda para la ocasión, y explayarse en el correspondiente bailoteo. En Robledo de Casares se retrasa hasta el martes de carnaval. En algunos sitios, como en El Gasco o el propio Robledo, los hombres se veían obligados a pagarle el aguinaldo so pena de que las rondadoras hembras les bajaran los pantalones, es decir, invirtieran por un día sus papeles: ellas fueran los machos y los hombres, como es de suponerse, fueran las hembras. De estos ataques sólo se libraban el cura y el tamborilero, tal vez porque ellos eran indispensables para su fiesta o tal vez porque ellos eran representantes de la máxima masculinidad.
Pero no generalicemos los acontecimientos, puesto que tales prerrogativas en la mayor parte de los casos son propias de las mujeres casadas. Las solteras no llegan a tanto. Al hablar de determinados aspectos festivos, como era el de las corridas de gallos, dijimos que suponían un rito de paso para los jóvenes. Sin embargo, para las mujeres no se presenta tan clara una determinada actuación que las transfiera, por ejemplo, del estatus de muchachas al de mozas. Podría razonarse que el paso estaría marcado por los propios cambios fisiológicos que presentan. Sin embargo, observamos que no siempre sucede de esta manera, y que muchas veces son los propios mozos los que abren la puerta de las muchachas para su inclusión en el grupo superior. En consecuencia, la pertenencia a un estatus o a otro viene dictado por el elemento masculino. Tanto es así, que en algunas alquerías sólo se es moza cuando los jóvenes dedican a la muchacha algún tipo de atenciones, como puede ser el que la ronda de los mozos se detenga a su puerta en las noches de los sábados, domingos o festivos. En Riomalo de Arriba los rondadores, al llegar a casa de las ya consideradas mozas, al tiempo de lanzarles las coplas, arrojan chinas a sus ventanas. El lanzamiento de piedrecitas a las mozas hay que considerarlo como un rito propiciatorio de la fertilidad, que de ninguna de las maneras puede sorprendernos en estas jóvenes antaño encaminadas a cumplir el objetivo de las mujeres de estas tierras: el casamiento y la procreación. Del máximo interés nos parece esta copla que los mozos cantan como puesta en boca de las jóvenes:
No me teréis con chinitas,
que estoy fregando la loza,
tírame con palabritas,
que mi padres nos las oiga.
El mismo reconocimiento por parte de los mozos hacia las muchachas que ya consideran en edad de merecer es la colocación de los ramos en sus ventanas y puertas. En el citado Riomalo de Arriba la práctica comenzaba por Pascua de Resurrección y proseguía durante los festivos de primavera, y el ramo, generalmente de brezo, se adornaba de flores olorosas. La misma Pascua de las Flores era la elegida por los jóvenes de Las Mestas para colocarle las enramadas de pavía, cerezo y "oxigallo". Y como en estos lugares, en la mayoría de los pueblos hurdanos los ramos, generalmente de brezo adornado con flores, se instalaban las vísperas de los días festivos por la noche, de manera espacial en las celebraciones patronales. En Riomalo de Abajo aguardan a San Juan para ofrecer frondosos ramos de cerezas. No se nos escapa que en ocasiones el ramo sirvió más como menosprecio que como halago a la joven a la que se le dedicaba. Por ello nos han hablado que en más de una ocasión se dispusieron ramos de cardos y ortigas. También sabemos que siempre existió un interés de la familia por adelantar el reconocimiento de la edad núbil de sus hijas, o lo que es igual, ofrecerla en disposición casadera, incluso antes de que los mozos lo hubiera estimado, habiendo padres y hermanos que, a ocultas, les pusieron enramadas. Desde el siguiente amanecer su hija ya era moza, ya estaba libre para ser requerida en noviazgo y para aceptar el requerimiento siempre que contara con el beneplácito paterno. En ocasiones estas rondas de enramada, sobre todo si existían grupos de mozos opuestos, iban cargadas de retos y desafíos de unos hacia otros. Tanto las letras de las coplas como los relinchos o jijeos iban cargados de aires de provocación y con los que se trataba de transmitir, sobre todo a las encamadas mujeres, hasta donde llegaba la hombría de cada uno.
No podemos confundir estas enramadas con las que los novios colocan como agasajos a sus novias, ni con aquellas otras que los mozos ponen a la puerta de la novia el día de la boda. Los primeros actúan sólo o, como máximo, en compañía de algún amigo. En la instalación de la segunda colaboran todos los invitados al casamiento. E igual cabe decir de las rondas. Ni tampoco podemos confundir estas enramadas con la popular enramá de Pinofranqueado, que se lleva a cabo por San Bartolomé, o San Bartol, como dicen los del pueblo, una de las fiestas que, como indicábamos al comienzo, buscó su acomodo en el fin de semana. La víspera, sobre la medianoche, los mozos, sólo ellos, recorren el pueblo en compañía del tamborilero. Más tarde introducen en sendos recipientes y por separado, todos los nombres de solteros y solteras, para extraerlos seguidamente, logrando los oportunos emparejamientos. Al amanecer, la lista de las parejas se coloca en una céntrica calle, a la que acuden las mozas para vislumbrar su suerte. Aquél día por la tarde una ronda de los mozos recorre el pueblo con el objeto de que cada uno de los "novios" de la papeleta recoja a la mujer que le cayó en fortuna. A la salida de casa la joven prende en la chaqueta del afortunado la "enramá", que no es otra cosa que un ramillete de flores naturales. Tras un posterior baile en la plaza las parejas son libres de romper su compromiso.
También en esta enramada de Pinofranqueado son los mozos mediante la selección de las muchachas que consideran en edad de merecer y que van a introducir en el recipiente para la rifa los que le dan el espaldarazo para traspasarlas en el rango de las mozas. Más que el sentido externo de la fiesta conviene resaltar el aspecto que tras ella se oculta, y que no es otra que una práctica de carácter endogámico, es decir, una práctica que hasta no hace mucho tendió a facilitar los matrimonios dentro del mismo grupo humano, entre los mozos y mozas de Pinofranqueado. Esto resulta evidente por cuando que hemos oído de matrimonios que se hicieron novios el mismo día en que fueron favorecidos por el sorteo. Hoy, no sé si para bien o para mal, la celebración ha perdido parte de su sentido originario. Así vemos cómo en el sorteo son incluidos tanto mozos como mozas que apenas tienen vinculación familiar con el pueblo y que sólo pasan en él poco menos que este día a lo largo del año.
Por esos mismos días, concretamente en la noche del 14 de agosto, los mozos de Aceitunilla cumplen con otro curioso ritual. No se trata de poner enramadas a las mujeres, sino todo lo contrario. Se festeja el "robo de la albahaca". Los mozos en una ronda interminable recorren una y mil veces el pueblo y arrancando van la albahaca de los tiestos que encuentran en las ventanas y en los balcones, adornando con ella el tamboril y prendiéndola en la ropa y en las orejas. Aunque se trata de un robo en cierto modo consentido, las mujeres simulan defender sus plantas arrojando a los rondadores cubos de agua. Si no hay suficiente albahaca en las casas, que sí suele haberla, puesto que hasta se siembra para la ocasión, los mozos no dudarán en hurtarla en los propios huertos. De la aceptación del robo habla por si mismo el hecho de que al amanecer, luego de una postrera ronda, se abren las casas para invitar a los mozos a vino, aguardiente y perrunillas.
A tenor de la costumbre de Aceitunilla se me vienen a la mente algunos aspectos que me hacen pensar en alto. Conocido es que la albahaca es una planta que, quizás por su tradición amorosa, se identifica o es símil de la moza casadera. Algún que otro verso del cancionero de bodas es elocuente en este sentido, como aquellos que apuntan
No venimos por el oro,
ni venimos por la plata,
que venimos por la novia,
que es un ramito de albahaca.
Quizás el robo de la albahaca, símbolo del amor puro que se rastrea en las tradiciones europeas, se constituiría en el símbolo del robo de la mujer, y este robo la condicionaría a la pronta entrega de sus favores. Es decir, mediante el robo de la albahaca, que antaño podría ser selectivo, posibilitaba la entrada de la muchacha robada en el grupo de las mozas, antesala del matrimonio, donde ya podía atender los requiebros de los mozos. Hoy el primitivo espíritu de la fiesta no es el mismo que antaño, por cuanto a los mozos acompañan en el hurto toda una pláyade de mozas, casados y niños. Como comentario al hilo de la cuestión nos viene el recuerdo de una creencia popular que significa que si una mujer se frota la parte superior del cuerpo con albahaca ya amarillenta, como teóricamente debiera ser la que de forma natural se encontrará en agosto, impide que el marido rijoso se aleje de su vera y busque hembras con la que entretenerse. De ser así, no deja de tener el oportuno significado la participación de los casados en este evento.
Esta conjunta actuación de mozos y mozas en acontecimientos concretos no es privativa de Aceitunilla. Incluso en distintos pueblos de la comarca ellas son la parte activa en ritos de paso eminentemente masculinos. Así vemos quintos y quintas unidas en festejos que hasta fechas recientes excluían a las mujeres. Muy distinta es la complementación de mozos y mozas en la organización de los festejos. En Casares de Las Hurdes, por ejemplo, lo que también sucedía en las demás poblaciones de éste y de otros concejos, en los invernales bailes domingueros, las mozas se encargaban de la iluminación del salón a base de candiles de aceite mientras que los mozos tenían como cometido la contratación del tamborilero, contratación que en ocasiones se realizaba por toda una temporada. E igualmente dista en demasía de la participación conjunta en fiestas de carácter familiar, como ocurriera en el caso de las matanzas, donde además de los bailes de rigor, al menos por el valle del Ladrillar era costumbre el que las mozas trataran de pintar la cara de los mozos con los dedos untados en mondongo, produciéndose carreras, escondites y zarandeos, en un ambiente de lógica sensualidad.
IV.
Al igual que ocurriera con los mozos, también la inclusión de la mujer en un estatus superior le confiere unas prerrogativas y derechos de los que no gozaba cuando era muchacha, claro que en referencia al fenómeno festivo. A partir de ahora, aunque en algunos núcleos también ocurriera con anterioridad, pueden pedir el aguinaldo en grupos, y en grupos también pueden cantarle la despedida a la novia con la alborada de la víspera de la boda, o el día de la tornaboda, ya solas o acompañadas de los mozos, siempre que no sean éstos los verdaderos artífices de los epitalamios en cualquiera de estas fechas, como sucede en algunos puntos de la geografía hurdana. En algunas de los versos aparecen auténticos sentimientos de despedida, cual es, a manera ilustrativa, este recogido de la alborada de Las Mestas:
Aguila que vas volando
y en el pico llevas nido,
ya te vas de nuestro pueblo
a vivir con tu marido.
Es ahora cuando los padres van a permitirle a las mozas que en compañía de otras amigas acudan solas a lavar al río, y disfrutar al máximo merced al componente lúdico que siempre tuvieron estas faenas comunitarias. Son muchas las mujeres hurdanas que recuerdan cómo deseaban que viniera el día de salir al río, generalmente una vez a la semana, más que la llegada de cualquier domingo. Las mozas comienzan igualmente a tomar parte activa en organización y en el desarrollo de muchos de los componentes festivos, desempeñando una función muy destacada en los aspectos de carácter religioso. Tienen un papel determinante, por citar algún ejemplo conocido, en la instalación de los altares en la festividad del Corpus Christi, como fueron aquellos muchos que se levantaban en el camino entre Fragosa y Martilandrán. Ellas cantan las coplas en la fiesta de las Candelas, lo mismo en Casares de Las Hurdes que en Caminomorisco, cumpliendo con el viejo ritual de entrar en la iglesia tras obtener el permiso del cura, de portar a la Virgen en la mágica procesión del voltear el templo, de encender las luminarias vaticinadoras de buenos o malos augurios, de soltar las palomas o las tórtolas y de ofrecer la torta o el roscón.
Son las mozas especialmente las encargadas de cantar los ramos en la comarca. En el citado Caminomorisco fue famoso el Ramo de San José, que anualmente algún devoto ofrecía como promesa, y cuyos cantos, creados para la ocasión, referían las razones de la manda. Las mozas engalanadas con pañuelos caminaban tras el ramo, que se portaba en unas parihuelas, y dentro de la iglesia interpretaban las bellas cantantas que desde algunas fechas antes habían ensayado junto al cura. En Cambroncino el ramo hecho en honor de la Virgen del Carmen también por promesa lo cantaban las mozas a la puerta de la iglesia, intercalando las estrofas de las ramajeras con los sones del tamborilero. No hay que confundir estas relaciones de agradecimiento con los cantos intrínsecos al ramo y en los que la misma letra es siempre parte inalterable del ritual. Así sucede con las estrofas que ensalzan las virtudes milagreras de San Blas en Nuñomoral, estrofas que son entonadas por hombres, hombres a los que siempre les corresponde la ejecución de las danzas. La degradación de estos rituales, seguramente motivada por la ola emigratoria, ha obligado a que los danzarines o ramajeros completen su número con danzarinas o ramajeras y, si llega el caso, el gracioso de la danza acabe siendo una graciosa. Antaño la función de las mozas en esta celebración de San Blas consistía en ser meras espectadoras o, cuando más, en cantar los motivos de la ofrenda por los que el devoto de turno, si es que existía, pagaba el ramo.
Se quiera o no es un hecho constatable que la presencia de mozas en una determinada población es la que anima todo tipo de festejos, ya que son en definitiva las que atraen a los mozos de los contornos. Es proverbial la alegría y las ganas de fiestas que las jóvenes hurdanas siempre han demostrado, como en cierto sentido quiere venir a reflejar el fragmento de una conocida relación:
Toca, toca tú, Gregorio,
no dejes de tocar,
que las muchachas me han dicho
que tienen ganas de bailar.
Una fiesta será considerada mejor cuanto mayor sea el número de forasteros que acuden a ella. Sabido es como los de Aceitunilla hacían poco menos que suyas las fiestas de San Blas y de San Antonio, de Nuñomoral, a las que también acudían en masa los mozos de las alquerías del concejo. Otro tanto sucedía con los Cristos de Casares de las Hurdes o de las Mestas, en los que se daban cita los vecinos de Riomalo, El Cabezo y Ladrillar. Algo semejante ocurría en Caminomorisco por la Virgen del Pilar y en Cambroncino por la del Carmen. En este suma y sigue podríamos recorrer la comarca y recabar informaciones por doquier. En el ayuntamiento de Pinofranqueado se nos dirá que los carnavales sólo eran carnavales cuando hasta el pueblo bajaban los mozos de Horcajo y las mozas de Las Erías. Ver y dejarse ver parece haber sido un claro objetivo de las unas y de los otros.
Los mozos, efectivamente, son los encargados de animar cualquier tipo de fiesta en su alquería y de reavivar las vecinas con su presencia. Con esta subida y bajada a los festejos de otras poblaciones se han potenciado siempre los valores de la tradición hurdana, cuales son la hospitalidad, el comunitarismo y la solidaridad. Pero casi nunca estos valores fueron capaces de contrarrestar uno de los ingredientes festivos más comunes. Me refiero a las peleas, por lo general de los de dentro con los de fuera, y por lo general también motivada por las pretensiones sobre cualquiera de las mozas locales. Estas fiestas solían convertirse en gérmenes para las futuras relaciones entre mozos y mozas de distintas municipios, relaciones que por lo general nunca eran bien vistas por el elemento masculino que atisbaba en ellas la posibilidad de perder una de sus mujeres a favor de un mozo forastero.
Ya vimos anteriormente algunos mecanismos endogámicos, como fueron los casos de los 'tretozos", los juegos, las enramadas, rondas o sorteos, encaminados a potenciar el deseable noviazgo y posterior casamiento entre parejas del mismo núcleo.Podrían añadirse algunas otras prácticas, como la de echar un reguero de paja que uniera la casa de dos supuesto enamorados, y que por la mañana fuera observado por todos los vecinos, lo que en la sociedad hurdana condicionaba, sobre todo a la mujer, para entablar cualquier otro tipo de relación. Pero estas actuaciones no siempre fueron óbice para que una joven cualquiera hiciera oídos a las pretensiones de un mozo forastero. La incipiente relación motivaba el rápido recelo de los mozos del lugar, que sólo aceptaban el noviazgo si previamente eran indemnizados por el varón que optaba a una de sus mozas. El alcalde de los mozos, el más viejo de todos, encabezaba a la comitiva que se dirigía al pretendiente requiriéndolo a pagar lo establecido para tener libre acceso. Este estipendio, conocido como "piso" o "media", se fijaba en cuartillas o arrobas de vino, dependiendo de su pertenencia o no al concejo, de los posibles económicos de la familia de la muchacha o, en ocasiones de sus dotes personales. Cuando el pago se hacia en metálico, una parte del mismo se destinaba para la contratación del tamborilero. La no satisfacción de lo pedido desembocaba en una oposición frontal a la nueva relación, que no era infrecuente que desembocara en la correspondiente paliza o en el lanzamiento del aprendiz de novio a la charca, o simplemente en una obligada ruptura del noviazgo, hecho al que la novia no solía oponerse. Otras veces el colofón coincidía con una cencerrada de los mozos en los días previos a la boda y durante la misma.
La cencerrada, el correr los campanillos, en las que los mozos participaban tocando toda clase de instrumentos, desde cencerros hasta calderos, tenían lugar por la noche, y su fin no era otro que manifestar su oposición a la relaciones que consideraban anormales dentro de la comunidad. Por ello se les daba al novio forastero que no satisfizo el piso, a los casamientos de viudos o a los matrimonios de un viejo con una joven. En unas poblaciones cerradas esta algarada constituía todo un oprobio, como significaba un oprobio el descubrir relaciones censurables entre los propios vecinos por medio de regueros de pajas que, como vimos, también se utilizaron con fines totalmente opuestos a éstos. Claro que en ocasiones estas manifestaciones se ejecutaron bajo la sombra del falso testimonio, como fue el comentado caso, hace bastantes años, del reguero que llegaba de la casa de una joven de Horcajo a la del cura de la alquería.
La ceremonia de la boda constituye una de las manifestaciones más evidentes de todo rito de paso, ya que transporta del estatus de soltería al de casado, aspecto que reafirman los propios mozos y mozas en los cantos de alborada que les dedican a los novios:
Con el sí que dio la niña
a la puerta de la iglesia,
con el sí que dio la niña
entró libre y salió presa.
Una rosa entró en la iglesia
toda llena de rocío;
entro libre y salió presa,
casada con su marido.
Qué bonita está la sierra
con el tomillo florido,
más bonita está la novia
al lado de su marido.
No es necesario que nos detengamos en toda la celebración de esta fiesta social, que ya ha sido reflejada en múltiples escritos sobre la comarca. La boda no sólo supone una separación del estatus al que pertenecían los contrayentes, sino también una separación, no sólo simbólica, de los propios padres. La nueva casa no será la paterna y uno de los novios marchará a vivir al pueblo del otro. No en vano en la bendición que los contrayentes reciben de parte de los padres no se escucha el "Dios te bendiga", sino el "Dios te acompañe". Pero hasta que la separación efectiva no se realice la solidaridad de los mozos y de las mozas se patentiza en diferentes aspectos de los ritos nupciales. Toman parte activa en las prácticas de cuestación, como los bailes de la espiga, la manzana o el tálamo; acompañan a los novios en las rondas de prestaciones, en las que recorren todas las casas del pueblo invitando a vino y chochos a su moradores, y recibiendo a cambio algunas dádivas para los recién casados; y participan activamente en rituales con un claro contenido propiciatorio de la fertilidad, puesto que necesario es tener en cuenta lo que la procreación significa en la comunidad hurdana. Ahí están, entre otros, el lanzamiento de semillas a los recién casados, el hecho de matar un toro, que se llevaba a cabo en Casar de Palomero, del que el novio estaba obligado a ingerir parte de las criadillas, o la arada, que fue común en toda la comunidad hurdana. En la tornaboda uncían a los novios con un yugo y los hacían arar varios surcos en la tierra. Los gañanes se sucedían entre los invitados, pagando cada uno la cantidad establecida por el hecho de sujetar la mancera para conducir a la uncida pareja. Decían por estas tierras que favorecía la maternidad el hecho de verter algunos granos en los surcos recién abiertos.
Y, con el fin de no alargarnos en demasía, dejamos la boda, uno de esos días en los que en Las Hurdes, al decir del refranero, se le daba cumplida satisfacción al estómago: "Tres días hay en las Hurdes para llenar bien la panza: los carnavales, las bodas y cuando es la matanza".
V.
Como dice Mauricio Catani, "de mozo a casado la dimensión temporal y espacial cambia por completo. Lo que importa ahora ya no es el momento excepcional aunque cíclico de la fiesta con sus manifestaciones de oposición complementaria hacia el exterior inmediato, sino el paso lento del tiempo cotidiano dentro de la alquería". Sin embargo, en la mentalidad actual esta concepción queda un poco en entredicho, por cuanto los casados en ocasiones se niegan a actuar conforme dicta la tradición y, en lo que a las fiestas se refiere, se esfuerzan en participar o coparticipar junto con los mozos en su organización y desarrollo. No es menos cierto que otras veces la ausencia de juventud o la falta de inactiva de ésta obliga a que sean ellos los verdaderos promotores de los festejos, contraviniendo lo que la tradición marcaba para el estatus que ya han abandonado.
Con todo la fuerza de la costumbre ha mantenido una dirección orientada hacia las actividades lúdicas de los casados. Hay fiestas en los que ellos son los auténticos protagonistas. Como "fiesta de los casados" se conoce en Las Mestas a la de San Blas. De pasada hablamos de Santa Águeda como fiesta de mujeres en Riomalo de Abajo, de los jueves de comadre y de las corroblas femeninas. Los hombres de Casares de Las Hurdes, en lo que tiene aspectos de los petitorios de Animas, cantan la Alborada de Reyes y de lo recaudado dan cuenta en la taberna. También el lomo matancero o, en su lugar, una opípara cena aguarda igualmente a los casados en el jueves de compadre, en los prolegómenos del carnaval, lo mismo en Casares, que en Caminomorisco, que en Pinofranqueado o que en tantas y tantas alquerías de la comarca. Rondas de hombres casados recorren los pueblos, el día de los Santos, de bodega en bodega para "encetal la polienta", es decir, catar el vino nuevo, que entra bien y tambalea el cuerpo más resistente. Ni que decir tiene que las borracheras gozan de permisividad en esta fecha.
A pesar del positivismo de los que viven al día, hemos de decir que no todo es trabajo en el transcurrir de los años para el hombre casado. Ya apuntamos de pasadas algunos referentes festivos para los hombres y mujeres, y dejar queremos caer otros aspectos en los que el componente lúdico se amalgama con elementos productivos o laborables. Así nos topamos cómo la recogida de la aceituna se concluye con los correspondientes juegos y convite. Otro tanto ocurre cuando se pone fin a los trabajos de cooperación de unos vecinos con otros. Es el caso de la siega y es el caso, igualmente, de la trilla. Cuando se limpia la era, las mujeres aportan las viandas, de la que dan cuenta los varones. Sólo hombres también, en este ocasión amos y lagareros, rematan la campaña de la almazara con el ágape de rigor. Dignos de destacar son los trabajos comunitarios que se llevan a cabo en las distintas alquerías, cual ocurre con los arreglos de caminos, y a los que suele acudir el cabeza de familia de cada una de las casas. El ayuntamiento agradece la colaboración invitando a los trabajadores a algunos cántaros de vinos, que éstos beben en una auténtica fiesta de amor y compaña. Y en amor y compaña comen, beben y trabajan, sobre todo hombres y mujeres, en una fiesta familiar de carácter cíclico, es decir, una fiesta que se repite año tras año, una fiesta en la que se refuerzan los lazos familiares, y una fiesta que, en definitiva y de manera indirecta, condicionará en el tiempo venidero otras actuaciones festivas. Me refiero a la familiar celebración de la matanza. No está demás el recordar que los lomos del cerdo animan las mesas de los maridos en los carnavales, que las orejas se constituyen como una excelente ofrenda para el santo patrón, o que los embutidos van a parar a la andorga de los quintos o a la de los mozos tras las rondas de los aguinaldos.
Como no pretendo alargarme en demasía, vamos a dar el salto al último de los eslabones del ciclo vital, aquel que se abre para poner fin al transcurrir del hombre hurdano. Es cierto que la muerte no se teme en Las Hurdes, que la muerte es algo natural para los habitantes de estas tierras, cuya vinculación con los que se fueron no se pierde con los años. Los muertos siguen en todo momento cerca de los vivos y se les recuerda a cada instante, recuerdo que se intensifica en momentos muy determinados. Así lo observamos, por ejemplo, cómo en el concejo de Pinofranqueado sigue vigente la creencia de que la ánimas visitan a sus deudos, por lo menos, el día de los Santos. Por ello dejan, con el fin de que se calienten, los rescoldos encendidos de la lumbre, y por ello dejan, para que sacien su apetito, un plato de comida a su vera. En Aceitunilla por tales fechas se queda la mesa sin recoger y el suelo sin barrer, ya que existen idénticas convicciones. No ha de extrañarnos tampoco que en Martilandrán y La Huetre permanezca fresca la costumbre de rezar por las Ánimas Benditas el día de la matanza, cuando todos los familiares en torno a la mesa responden a las plegarias que dirige el cabeza de familia. En Las Mestas, por riguroso turno, uno de los mayordomos del Cristo, todas las noches del año tocaba una esquila por las calles salmodiando una lúgubre cantinela que pide las oraciones y el recuerdo para las "Benditas Almas del Purgatorio":
No hay cosa que más despierte
que pensar siempre en la muerte.
Encomendemos
a las Animas Benditas del Purgatorio
con un Padrenuestro y un Avemaría
por el amor de Dios.
Este permanente acercamiento a los difuntos y el deseo de hallarles un feliz descanso eterno fueron causas más que suficientes como para que hasta en las más pequeñas alquerías proliferaran las cofradías de las Ánimas, en cuyos estatutos se regularizan desde el desarrollo de los petitorios hasta las funciones, cargos, derechos y deberes de los cofrades y familiares, amén de especificar que su pertenencia a las mismas, salvo excepciones, es asunto de hombres casados, sin olvidar la obligatoriedad, bajo la oportuna pena estipulada, de acompañar al difunto hasta su última morada. Tales cofradías puede decirse que se constituyen como un aval de salvación eterna para todos sus miembros, ya que a sus expensas se llevará a cabo toda una serie de prescripciones religiosas, tales como misas, responsos o limosnas, capaces de librar a sus almas de las penas del purgatorio.
Como en tantas otras facetas costumbristas, también el petitorio de las Ánimas ha variado en Las Hurdes. Antaño eran hombres cofrades los encargados de visitar las casas de los vecinos, en una curiosa ronda en la que, dependiendo de si existía o no luto, entonaban cantos u oraciones. En Ribera Oveja, aún son hombres embozados en pardas capas, los hermanos de las Ánimas, los que cada noche, desde nueve días antes de los Santos, recorren el pueblo recogiendo limosnas y canturreando una monorrítmica plegaria versificada. He aquí algunos de sus versos:
Las Animas a tu puerta
llegan, bendito, a estas horas,
aguardando a que le des
una bendita limosna.
No porque no hayas matado
o dejes de dar limosna.
Trigo o centeno cogemos,
dinero o cualquier cosa.
Si supiera la viudita
lo que las ánimas pasan,
ni comiera ni bebiera
ni saliera de su casa.
Los animeros de Las Erías, en este caso vecinos de todas las edades, sexos y condiciones, se acompañan del tamborilero y hacen la cuestación, en llegando la Navidad, coreando conocidos villancicos, en lo que siguen llamando "Petitorio de Ánimas". Y otro tanto, para concluir, ocurre en El Castillo. También es el vecindario en su conjunto el que cumple con la ronda del aguinaldo llegando el Martes de Carnaval. Estamos ante la presencia viva de lo que antaño fueron los carnavales de ánimas, que tanto arraigo tuvieron en toda la comarca, y cuya finalidad no era otra que la de pedir un recuerdo para los difuntos, según rezan los estatutos de algunas cofradías, en un momento en el que el común de los mortales los olvidaba por ser carnestolendas.
Hasta aquí ha llegado esta exposición con la que he pretendido incidir en determinados aspectos festivos que se enmarcan en algunas etapas de la vida del hombre de Las Hurdes. No sé si al final lo he conseguido.