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El auge que han tenido los museos etnográficos en las ultimas décadas revela unas tendencias culturales que nos atrevemos a interpretar de la siguiente manera. De una parte, aparece un impulso genético del ser humano por dejar sus propias experiencias a sus deseen dientes: ese deseo de permanencia se re complementado con el respeto de esos descendientes hacia quienes les precedieron, conservando sus creencias y sus formas culturales: tal respeto parece querer mantenerse entre las nuevas generaciones agregando las claves que hicieron posible el descubrimiento y la transmisión de todos aquellos conocimientos a los que cabría denominar ya idiosincrásicos. Se reúnen de esta forma las tres generaciones que suelen compartir conocimientos y participar de su sentido y esencia. Cuando una de esas generaciones se aparta voluntariamente o involuntariamente de tal visión de las cosas o fallan las claves que explicarían adecuadamente el uso o conservación de todo ese material, puede surgir un efecto reflexivo muy curioso: todos esos conocimientos y objetos se convierten en una especie de espejo que muestra con exactitud y extraordinaria crudeza lo que cada uno de los miembros de esa generación trata precisamente de ocultar o de cambiar por mor de la novedad o la renovación. Pero aún cabría añadir otra consideración: los museos etnográficos tratan de ser la urna donde se muestre con apariencia científica el resultado de la investigación sobre el transcurso del tiempo y sus consecuencias. La arqueología de la identidad, en suma.