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El presente interrogando al pasado. En la visita anual de Daniel Baremboin y sus huestes, orquesta, coro, solistas de la Opera del Estado de Berlín al Teatro Real de Madrid, dos obras maestras mostraron, una vez más, la simbiosis eterna del arte. "Tanhauser" de Richard Wagner, y "Elektra" de Hugo von Hoffmansthal y Richard Strauss, en versiones muy personales, dieron la tercera lectura de unas leyendas que nacieron hace siglos, que fueron recogidas por los autores de la ópera desde la estética de su tiempo y hoy representadas en el Siglo XXI integrando esas diferentes épocas. El arte de la escena transforma en cada ocasión los mitos y las leyendas de antaño y las plasma desde la pluralidad, desde el respeto, la modernización e incluso la subversión. La creación supone un desafío. Si se efectúa "ex novo" todo está permitido, si se trata de proyectar algo ya escrito hay que tener cuidado en la plasmación del momento y tratar de armonizar los tiempos o épocas afectados.
"Tanhauser" tiene un origen complejo de leyendas diversas, una balada italiana del siglo XII, manuscritos de los siglos XV y XVI, el concurso de canto de Wartburg que derivó en contienda política (año 1206) la historia de Santa Isabel de Hungría. Todos estos temas tenían igualmente sus versiones románticas (Tieck, Hoffman) que Wagner conocía perfectamente. La fecha del estreno de la versión de Dresde (la representada en Madrid) es de 12 de octubre de 1845. La versión de París, posterior es de 1861. Al final el autor revisó su obra en 1875, pero anotemos la primera fecha como referencia.
Nos encontramos, pues, en una situación artística habitual. Un tema que se bifurca, que da lugar a obras diversas, (cuentos, novelas...) y que Wagner convierte en ópera, con letra y música original. Una visión personal de unas historias con feeling, capaces de complacer a su público. Tanhauser se exilia de la aburrida corte de Watburg y se dedica a los placeres carnales con la propia Venus. Un personaje mitológico frente a un héroe que existió históricamente. Estos años de sensualidad le hastían y quiere volver a su mundo, a la imagen de la mujer amada, Elizabeth, símbolo de la pureza, la contraposición de esa Venus denostada y maldita. En el segundo acto, el concurso de canto, Tanhauser no puede por menos que acordarse de la sensualidad, del goce de la relación carnal. Es insultado, proscrito, excomulgado y sólo la intervención de Elizabeth le concede una peculiar amnistía: tiene que ir en peregrinación a Roma y solicitar el perdón del Papa. La vuelta es demoledora: el Santo Padre condena al fuego eterno a quien osó cantar al sexo. Elizabeth muere, y por su intercesión, Tanhauser que también expira es absuelto de su "atroz" delito.
Una conclusión feroz, que pone de manifiesto el carácter de algunos aspectos de la civilización judeo-cristiana en lo que respecta al sexo, y que, de alguna forma, siguen persistiendo. El conjunto formado por los caballeros del Wartburg es intolerante, reaccionario, hipócrita y un tanto castrador. Sorprende observar una antinomia en la obra wagneriana en relación a la propia vida del artista. En "Tristán e Isolda", la Tetralogía, "Parsifal" y "Tanhauser" el amor físico es repelido y/o castigado, mientras que Wagner no tuvo reparo en amar (físicamente) a dos mujeres casadas, Matilde Wessendock y Cosima Liszt. Contradicciones de los artistas, ya se sabe, aunque en este caso resulten especialmente significativas. En todo caso "Tanhauser" se configura dramáticamente como una contienda entre el amor divino (espiritual) y el amor humano (carnal), que proyecta el conjunto de leyendas en que se basa. La obertura expresa esta dicotomía en cédulas temáticas muy sencillas y gratas de escuchar, y el desarrollo de la acción hasta el final, a la vez mortuorio y salvífico, incide en estos temas. Wagner traslada al siglo XIX las leyendas del Siglo XII adaptándolas a su especial idiosincrasia artística.
En Madrid, el año 2002 (aunque la puesta en escena sea un poco anterior) Harry Kupfer hace su peculiar lectura de la obra, en perfecta simbiosis con el director de Orquesta, Daniel Baremboin, el conjunto, los coros y los actores cantantes. En primer termino, sin llegar a una datación temporal concreta, traslada a la época actual la obra, eso sí, sin variarla. Baremboin ha escogido la versión de Dresde, más unitaria dramatúrgicamente, y el montaje se produce sin ningún cambio. En la escenografía, vestuario y trabajo de los intérpretes se marca la diferencia. Primer acto, el Venusberg en una plasmación estética no demasiado afortunada, transición brusca en el bosque, peregrinos con maletas, imágenes de las vías, de un tren. Segundo acto: el auditórium para escuchar a los cantores. Dignatarios, señores elegantes, un piano como objeto significativo. Vestuario de gala, sentido del humor en los interludios orquestales. Todo un hallazgo. Tercer acto, la vuelta de los peregrinos con su equipaje. Relato de Tanhauser, al enamorado (y resignado) Wolfran. Muerte y salvación de aquel, al compás de la extinción de Elizabeth. El milagro, la proclamación religiosa se mantiene en la música, pero en la escena surge un viento que todo lo barre. Los caballeros desaparecen y queda el féretro del redimido, frío y desolado. Kupfer interpreta la leyenda desde un significado que rompe -desde nuestro tiempo- la idea wagneriana, aunque a lo mejor ilumina el subconsciente Ínsito en toda obra artística.
Contribuye a esta visión el trabajo de los actores. Frente a la ironía con que es mostrado el coro, los personajes tienen un nimbo trágico. Wolfran Von Eschembach, enamorado sin esperanza de Elizabeth, actúa con una generosidad equivoca ante su compañero y amigo. Angela Denoke, espléndida, asume las dos mujeres (Elizabeth y Venus) la pureza estéril y la sensualidad sin límites. Un trabajo interesantísimo en la forma de cantar, en la acentuación de la tonalidad, de vestir y de moverse. Robert Gambill, por su parte incorpora a este Heinrich Tanhauser, irresoluto, amargado, destruido. Su itinerario, el más complejo de la ópera, es tratado desde el pesimismo de Kupfer que traza una mueca sardónica en el final de perdón que la puesta en escena niega.
Las leyendas de antaño pueden tomar nueva vida en las diferentes épocas. La visión de "Tanhauser" de Kupfer y Baremboin muestran el drama del amor y del deseo, de la autenticidad y la mentira, del poder y su, en ocasiones, pésimo ejercicio. En la ambigüedad general de esta ópera, el Papa no sale muy bien librado y la propia conducta de los caballeros del Wartburg tampoco es contemplada por Wagner con total agrado. Por ello esta representación en el Teatro Real contribuye a iluminar no sólo la obra wagneriana sino sus antecedentes. Poner en cuestión lo que parecía incuestionable es uno de los privilegios del arte y de su capacidad de intercomunicación a través de las épocas.
II
Si la música en "Tanhauser" surge desde diversos ángulos, en una sucesión de escenas muy variada, con multiplicación de espacios y personajes (así es contemplativa, épica, religiosa o dramática), el estallido orquestal de "Elektra" es de un salvajismo sin pausa, una hora cuarenta minutos de duración que no dan respiro ni a la orquesta, ni a los cantantes ni al público. Es como una llamarada que concluye de forma sangrienta la tragedia de los atridas. Desde Sófocles a Hugo von Hoffmansthal la historia -leyenda- de Agamenón, Clitemnestra, Egisto, Orestes, Crisotema y Elektra se transforma en algo patológico, amores incestuosos de ésta por su padre (y en cierta forma por Orestes) desde el impulso del sexo, la dualidad Eros-Tanatos. De la catarsis griega a la explosión de los sentidos. La serenidad sustituida por la convulsión. En esa breve hora y cuarenta minutos, unidad de tiempo y lugar, como si se tratara de lobas en celo, las criadas insultan o defienden a Elektra, ésta desprecia a Crisostemis que busca la huida de ese lugar infernal como único fin. Elektra y su madre en un terrorífico dúo ponen al descubierto sus instintos sangrientos, la destrucción como remedio al remordimiento. Paroxismo continuado que finalizará en la danza éxtasis de Elektra después de esa venganza, ritual de muerte, que Orestes cumplirá ante los gritos de los adúlteros asesinos.
Desde el teatro griego a Hoffmansthal y después Richard Strauss, esta sombría historia de los atridas ha sido objeto de muchísimos montajes, películas, recreaciones literarias o musicales. La partitura del autor de "El caballero de la rosa" con una imponente orquestación (120 músicos son necesarios en el foso) alcanza tonos alucinatorios. Quizás después de esta experiencia traumática Strauss comprendió que no podía avanzar por estos derroteros y buscó, con el propio Hoffmansthal otras vías estéticas. Para mí nunca fueron superadas estas obras "Salomé" y "Elektra" que en una borrachera orquestal y vocal desvelan dos mitos en los albores del siglo XX, desde una mirada en la que se incide sobre las pulsiones últimas de los sentimientos humanos en el momento más exacerbado y sin velos. El efecto que causó el estreno de "Elektra" se debía a que por primera vez se ponían al desnudo los oscuros instintos de los personajes. Si la sensualidad de Salomé, casi núbil, que la llevaba a besar la cabeza del Bautista era rechazada a pesar de la belleza melódica de la música, todavía resultaba más áspera y sin concesiones la locura homicida de Elektra que finalizará, una vez cumplida la venganza, en el éxtasis erótico de la muerte.
La puesta en escena de Dieter Dorn partió de una total sobriedad para que la esencia de la tragedia no fuera distraída por aspectos escenográficos de mayor o menor belleza formal. La acción transcurre en las puertas del tétrico palacio y el libreto es contundente a este respecto en determinar el carácter tétrico y amenazante de la situación. Un coro reducido de sirvientas, Crisotemis y Clitemnestra, Elektra, dos hombres, Orestes y Egisto. Paneles oscuros, objetos que cuelgan, luminotecnia matizadísima. No hace falta más. El sangriento ritual de la venganza se desarrolla fuera de escena pero impacta en ella. La salvaje orquestación llega al paroxismo, paralelo al de los personajes. Ni un minuto de descanso, en esta agonista conclusión de un adulterio, un crimen y dos muertes en correspondencia. Efectivamente Egisto y Clitemnestra han asesinado al marido de ésta, Agamenón, y procurado acabar con el hijo de ambos Orestes. Éste los ejecuta ante la insana alegría de Elektra, Concentración máxima que hoy, en el Siglo XXI hace más cercana la larga historia o leyenda de los atridas. Son los impulsos primitivos los que mandan, sin hipocresías ni coartadas. Por ello, esta versión surge del estudio del ser humano, de su sicopatología. Freud no está muy lejos de ese tremendo ritual que parte del mundo griego y que es absolutamente contemporáneo. Sófocles había intuido quizás que los componentes de la tragedia griega no surgían exclusivamente de los dictados de los dioses, sino de las conductas humanas. Siglos después los personajes creados por esos grandes autores cobran nueva vida. Hoffmansthal escribirá espléndidamente su versión y Richard Strauss los pondrá una música excepcional al borde de la ruptura tonal. Después artistas de toda índole harán unir a estos personajes en el drama, la música o la imagen.
En este espacio concentrado, los actores cantantes se mueven a tumba abierta, con el canto como pauta esencial de la expresión. Sorprende la belleza de timbre, la voz siempre musical sin recurrir al grito de una Elizabeth Connell, todavía en busca de la madurez de la actriz, como la capacidad dramática de Anna Silja, de estremecedora presencia, aún con un instrumento dañado por los años. Estos dos monstruos se acometen sin freno mientras que Silvie Valayre incorpora a Crisotemis, la hermana de Elektra que renuncia a la venganza y quiere huir a toda costa del palacio maldito, en el que la sangre convive con los fantasmas de la culpa con una total adecuación. El Orestes sereno y terrible a la vez de Hanno Müller-Bracmann, portavoz de la venganza, que lleva a cabo sin ningún titubeo, completa ese friso maligno, bien acompañado del resto del reparto. En el último compás, el grito de Crisostemis "Orestes, Orestes... " lo resume todo. Espejo de nuestra condición humana que nos llega desde la polis griega y el comienzo del mundo contemporáneo a este Siglo XXI que ha comenzado en una tragedia colectiva que deja chiquita la de los Atridas.
III
El arte se desenvuelve pues desde unos módulos iniciales que se van desarrollando según las épocas. Hemos puesto dos ejemplos de actualidad, que integran varios momentos de la historia. Podríamos añadir muchos otros, la cultura se hace de nuevas creaciones, y de lecturas de los testimonios de pasado. De lo popular se pasa a la reelaboración de temas e historias más o menos profundas. A fin de cuentas la relación entre el lied (Schubert, Schumann, Brahms, Hugo Wolft y tantos otros) y la canción es mucho más íntima de lo que parece a simple vista. Las canciones sefardíes o del medioevo junto a los poemas de Jacques Brel, Brassens o Serrat y Joaquín Sabina forman, desde lo popular parte de la alta cultura. No hay espacios restringidos. La interrelación es real y necesaria, tanto en lo cronológico, como en lo temático. La ópera se introduce en la leyenda, la hace suya y a la vez se ofrece al desafío de la representación en momentos datados y desde la proyección de una multiplicidad de signos que hace del espectáculo teatral algo insustituible, precisamente desde la propia efimeriedad. En todo caso en el año 2002 varios momentos mágicos han propiciado el encuentro de lo popular y lo culto, de las leyendas y sus proyecciones dejando abierto el camino para el futuro, desde el trabajo y el rigor de los artistas y de la creatividad global con la que se abordaron estas producciones