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Puede que vaya siendo hora de abandonar determinadas posturas y prejuicios que se han mantenido durante décadas hacia lo tradicional y su significado. Casi siempre de forma imperceptible, pero inexorablemente, existía un rechazo o una prevención hacia formas antiguas -algo menos hacia los contenidos- que parecían recordarnos un pasado inconfesable del que convenía olvidarse cuanto antes. Sin embargo la cultura tradicional es un equilibrado sistema de sistemas que da coherencia y sentido a la existencia del individuo. La constante lucha por dominar el entorno y hacer de esta batalla un brillante recurso evolutivo, convierte de esta manera a la vida en un camino cuyo itinerario no están ya obligadas a recorrer desde el principio las nuevas generaciones. El aprendizaje es, pues, la clave para que ese pasado se actualice y se comparta con otras informaciones o conocimientos aparentemente imprescindibles para la existencia en la sociedad del siglo XXI. Lo importante, no obstante, sigue siendo el criterio o la capacidad para juzgar y elegir, y eso no lo dan las tecnologías más avanzadas sino una educación prudente e integradora en la que el individuo esté por encima de los sistemas y de los programas que le obligan a convertir su vida en un casillero de conocimientos aislados cuya aplicación a la existencia real es cada vez más dudosa.