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La etimología de la palabra “ronda” divide a los expertos en lingüística, y así, mientras unos la hacen proceder de rotundus, palabra latina que significa redondo, otros, como Corominas, prefieren hacerla derivar del árabe y darle el mismo origen que “rebato”. De esta manera, de rubt, plural de rabita(lugar donde vivían los guerreros encargados de proteger la frontera de los infieles o a veces patrulla de jinetes guerreros), vendría un cambio fonético que convertiría la bt en bd y ésta en nd, como sucede en otros casos de los cuales el más obvio, presentado por el etimólogo catalán es el de la palabra guisante. Hay, por tanto, en el término un componente bélico que ya aparece en textos primitivos, como el Poema del Cid: “Muchas son las arrobdas e grande el almofalla, es decir, muchos son los ataques y grande es el ejército. Después, las Partidas y otros documentos literarios van perfilando el sentido actual de la palabra; en galaico portugués la palabra roldar tiene, desde antiguo, el significado de “andar de noche armado”. El Diccionario de Autoridades, finalmente, trae en el siglo XVIII la palabra y la define en estos términos: “Andar de noche visitando la ciudad o plaza para estorbar los desórdenes el que tiene este ministerio a su cargo”. A continuación da esta otra acepción: “Vale también andar de noche paseando las calles. Especialmente se dice de los mozos que pasean la calle donde vive alguna mujer que galantean”(1). Es probable que el “andar de noche armado” y el “galantear” dieran origen a más de una confrontación, pues desde las Siete Partidas ya se entendía por armas “no solamente los escudos, lorigas, lanzas, espadas y demás con que se lidia, sino también los palos y las piedras”(2). Este tema del palo lo trataré a continuación, pero no voy a pasar adelante sin decir unas palabras sobre el lugar en el que se producen las rondas, es decir la calle. Era ésta de uso común y por tanto no perteneciente a nadie en particular, detalle que hace más lógico ese deseo de posesión del territorio que aparece bien claramente definido en alguno de los cantares que sirven para el caso y en los que se adivina una lucha por dominar tal espacio:
La ronda y la contraronda
se encontraron en la calle
pudo más la contraronda
aunque la ronda era grande
Ese enmarcamiento de la territorialidad era un paso previo para la posibilidad de acceder a la dama, por lo cual no han de extrañarnos los términos de desafío que se acuñan en algunos textos:
Por esta calle que voy
me dicen que no hay salida
yo la tengo que pasar
aunque me cueste la vida (3).
A los caños de la fuente
tengo atado mi caballo
por ver si hay algún valiente
que se atreva a desatarlo (4)
o aquel otro en el que se percibe una provocación entre mozos de diferentes pueblos, seguramente por no querer aceptar el forastero la costumbre local de pagar un canon por la ronda y galanteo con las mozas del lugar:
Esta noche vengo a ver
si ese puñal tiene acero
pues me la tienen jurada
los mocitos de este pueblo (5).
La territorialidad, una vez conseguido el privilegio de acceder a la dama, se personaliza, o se desplaza como en esta copla:
Cuatro pinos tiene tu pinar
y yo te los cuido.
Cuatro mozos los quieren cortar
no se han atrevido (6).
En cualquier caso queda claro que la calle es ese lugar de nadie al que se accede y del que uno se apodera gracias a determinadas dotes de valentía, envueltas en palabras y obras, con el fin último del galanteo.
Por esta calle me voy
y por ésta doy la vuelta,
si algún majo me quiere algo
que me salga a la revuelta (7).
No se acepta como lugar de enfrentamiento el interior de las moradas o el abrigo de los corrales:
Dígale usté a ese majo
de la montera
que si busca camorra
salga allá fuera (8).
El motivo de la confrontación, se supone, es la posesión de la voluntad de la dama a la que se corteja, pero se puede producir por muy diversos motivos: Insultos, desaires o cualquier otro de los que se incluyen en la Partida Séptima, Título IX, ley 3ª: “Ninguno podrá tampoco cantar canciones ni decir versos o dictados que se hubiesen compuesto en deshonra de alguno o por injuriarle; y el que lo verifique quedará infamado, sufrirá la pena corporal o pecuniaria que a su arbitrio le imponga el juez del lugar en que tal ocurra y no será oído aunque quisiera probar lo que diga puesto que el mal que los homes dicen unos de otros por escritos o por rimas es peor que aquel que dicen de otra guisa por palabra, porque dura la remembranza de ellos para siempre si la escritura non se pierde”. O, añadiríamos nosotros, si la memoria lo retiene y la voz sigue difundiéndolo, que para el caso es lo mismo.El resultado de las confrontaciones: desde el caso extremo de la muerte, hasta lesiones de diferente consideración para las que ya el Fuero Viejo de Castilla tenía su particular castigo: “Por ojo quebrado, cien sueldos; oreja tajada cincuenta sueldos; narices cortadas cien sueldos; labios, cien sueldos; cuatro dientes de delante, cada uno cincuenta sueldos... y así sucesivamente hasta llegar a un mechón de pelo o una mesada de barba que se penaban menos por ser menos lesivos.
Habíamos dicho que las armas usadas por los rondadores podían ser de muchos tipos, pero vamos a dedicarle especial atención al uso de palos, muy frecuente en el medio rural durante siglos. No es difícil imaginar una transferencia de cualidades al objeto inanimado de modo que esos palos fuesen en el fondo el símbolo y vehículo de la valentía necesaria para el desafío.
Esta noche no me acuesto
hasta que se rompa el palo
tengo la novia bonita
y también muchos contrarios(9).
o
Señor San Pedro
traigo un palo de avellano
mientras que dure no hay miedo (10).
Hay, pues, en el palo un simbolismo claro ya que viene a ser espejo del arrojo de la persona que lo porta y, dicho sea sin ánimo de ridiculizar, su medio de expresión más eficaz. Pero el palo tiene además, en ocasiones, una función que analizaré brevemente. Portado muchas veces por los rondadores nocturnos era arrojado al interior de la casa rondada con una finalidad evidentemente selectiva. La moza o sus progenitores elegían el o los palos que preferían, echando todos los demás a la calle, dándose de esta manera sus propietarios por excluidos con este acto de la posibilidad de cualquier relación. Esta costumbre aparece desde Asturias a Extremadura con leves variantes, siendo interesante destacar que para producirse esa selección debían de existir en los palos algunas marcas que distinguiesen unos de otros. Tal suposición nos lleva a un tipo de cultura pastoril en la que era muy frecuente el uso de cayados o cachas señalados por incisiones practicadas a navaja en los ratos de ocio y que podían representar desde figuras de plantas o animales hasta el nombre del propietario en los casos -abundantes entre los pastores- de que el autor de la talla supiese leer y escribir. Constantino Cabal habla del uso del palo entre los bretones y dice: “En Bretaña también se estila palo cuando se busca el amor porque el bretón, lo mismo que el astur, acostumbraba a ponerlo a la puerta de los chozos como aviso a los demás, en sus tiempos de infancia pastoril...”. También refiere otro caso, aplicado por Estrabón a los pastores árabes: “Es uso en ellos el llevar el palo, y es uso que al entrar en una casa para ver a una mujer dejen el palo a la puerta…” (11)
Tenemos pues varios elementos que se combinan o van solos en el acto del desafío: voz, sea un ijujú sea una canción y cayado o palo para marcar un territorio en el cual, y durante la noche, es dado decir algo que en otro lugar y a la luz del día estaría vedado por la costumbres o las presiones sociales, que lo considerarían inadecuado.
La obra literaria del siglo pasado La ronda de pan y huevo nos recuerda los diversos tipos de rondadores que pisaban las calles del Madrid dieciochesco, dejando en evidencia que no todas las rondas eran amorosas pero que en todas, eso sí, podía haber palos: Los cofrades de la Hermandad de Nuestra Señora del Refugio (a cuya ronda se denominaba “de pan y huevo” por ser los alimentos que ofrecía a los menesterosos), los hermanos del pecado mortal (demandando limosnas con voz plañidera), los cofrades de la Virgen del Rosario, que terminaban sus rezos con la llegada de la aurora; los hermanos saetilleros del pecado mortal que iban de dos en dos lanzando saetas con voz lastimera y fúnebre, la Hermandad de los agonizantes, la compañía de voladores llamados así por la ligereza con que sus individuos huían del peligro después de cometer una diablura y los apaleadores de oficio, lista numerosa con la que acabaron, a comienzos del pasado siglo, las luces de los faroles y los serenos.
La costumbre y esa curiosa tendencia que ya mencionamos anteriormente de convertir el palo portado en la mano en símbolo de valentía pudo derivar en el hecho de que cualquier otro instrumento, como la guitarra, por ejemplo, preferido para el uso por los rondadores, llegara a representar físicamente esa actitud desafiante que antes se sublimaba en el cayado:
Por la calle va rondando
el guitarrón volandero
el que lo quiera romper
que se confiese primero(12)
o
¿Quién es el majo que ha dicho
que ha de romper la vihuela?
Ahora tiene la ocasión:
un chavalillo la lleva(13)
o
Cogiendo yo la guitarra
mi compañero los hierros
nos salimos a la calle
y a nadie tenemos miedo (14)
En estos casos representa la guitarra, pues, una suerte de atributo guerrero, también de madera, que vuelve a justificar esa etimología de la que hablábamos al principio.
No deja de ser una casualidad sorprendente -permítaseme esta digresión mitológica- que en la historia de Cupido, el Eros romano nacido de los amores de Marte y Venus, se nos narre que, escondido en el bosque para librarle su madre de la cólera de Júpiter, eligiese el fresno y el ciprés, maderas muy utilizadas por los guitarreros, para confeccionar sus armas, es decir el arco y las flechas, con las que después heriría por doquier a los humanos. Esas guerras amorosas en las que siempre quedaba alguien lesionado, tuvieron su reflejo en muchas coplas dieciochescas, al ser la época neoclásica especialmente proclive al uso de mitos y dioses de la antigüedad:
En guerras de Cupido
llevé la palma
y en triste cautiverio
me dejó el alma.
Y estas victorias
son causa que ahora sienta
pasadas glorias (15).
o
En el altar de Venus
puse mi ofrenda
otra deidad lo supo
y armaron guerra.
Y el caso ha sido
que armaron ellas guerra
y fui yo herido (16).
El amor como confrontación en la ronda sería, sin embargo, otro tema del que habría que ocuparse en otro momento, pero del que demuestran su abundancia y tradición múltiples ejemplos como estos:
Asómate si quieres
a la ventana
que la música viene
por ti madama;
la capitana puso bandera, la pone colorada
señal de guerra (17)
(el color del velo de la novia romana era rojo pero era el mismo que se dedicaba a Marte, Dios de la guerra).
o A conquistar tu plaza
me dirigía
cuando vi que otro puso
la batería.
Jugué de diestro
Y puse en otra parte
mi campamento (18).
Esa confrontación, esa lucha, tiene una larga tradición que, en algunos casos, todavía nos llega de forma explícita y física. Enrique Casas Gaspar en su libro Las ceremonias nupciales (19) recuerda como un rito de agregación las palizas que se dan los novios antes de casarse: “Cuando en Miranda do Douro (Portugal) una muchacha está a punto de casarse –dice– , se hace la encontradiza con su novio y éste aprovecha la ocasión para pegarle una tunda pagándole ella con la misma moneda”. Todas estas costumbres, derivadas del antiquísimo uso de la separación de sexos que ha llegado intacto a nuestros días fomentado por el propio cristianismo, convertían el galanteo en una prueba de fuerza para los mozos varones que debían de dejar patente su supremacía ante los individuos de su propio sexo.
En este sentido podríamos considerar la ronda como una costumbre en la que se observan varios ritos superpuestos. Por una parte se recuerda un pretérito despeje del campo de enemigos, acto que tiene lugar por parte de una o varias cuadrillas de hombres que llegan a agredirse de diversos modos. Este enfrentamiento, esta lucha por conquistar un espacio se justifica con el hecho de atraer posteriormente la atención de un representante del sexo opuesto, sea de forma directa, con gritos o canciones, sea de forma simbólica entregando el objeto que caracteriza el sexo masculino para que sea aceptado por la mujer. De forma paralela se produce una lucha ritual entre pretendiente y pretendida que, como hemos visto, puede ir desde la sátira verbal hasta la agresión física. Vista desde estas perspectivas, la ronda tiene una explicación antropológica que se ha estudiado escasamente, predominando casi siempre el uso extensivo de la palabra para denominar los textos y melodías a que daba origen el rito de cortejar.
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NOTAS:
(1). Diccionario de Autoridades. Gredos, Madrid, Tomo III, p.639 (2). Partida Séptima. Título XXXIII, ley 7ª.
(3). José Manuel Pedrosa: “La canción de ronda de Las calles del amor entre los sefardíes de Oriente”. Revista de folklore, Tomo 12 I, pp. 42-47.
(4). Claudia de Santos, Luis Domingo Delgado, Ignacio Sanz: Folklore segoviano I. Caja de Ahorros de Segovia, Segovia, p.60 (5) Ibid: p.81 (6). Rafael Calleja: Cantos de la montaña. Santander, 1903,pp. 15-16 (7). Jose Manuel Pedrosa: Op. cit.
(8).J.A. Iza Zamácola: Colección de las mejores coplas de seguidillas tiranas y polos que se han compuesto para cantar a la guitarra. 1800, p. 132.
(9). Claudia de Santos ...: Op. Cit. p 80.
(10). Rafael Calleja: Op. Cit. p. 76 (11). Constantino Cabal: Individuo y sociedad en la Asturias tradicional. GEA, p. 252.
(12). Ensisam de totes herbes. Valencia, 1891, p.591 (13).Claudia de Santos: Op. cit. p. 79 (14). Ibíd. p. 62 (15). J. A. Iza Zamácola: Op. cit. p.237.
(16). Ibíd. p. 61 (17). Federico Olmeda: Folklore de Castilla o Cancionero Popular de Burgos. Sevilla, 1903, p. 37 (18). J. A. Iza Zamácola: Op. Cit. p. 65.
(19). Enrique Casas Gaspar: Las ceremonias nupciales. Sáez, Madrid, 1931. p. 154