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Revista de Folklore número

247



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ARQUITECTURA RURAL EN LA SERRANIA DE GUADALAJARA: LAS PARIDERAS Y LOS CASILLOS

ORTIZ CARRASCOSA, Olga / SACRISTAN TORDESILLAS, Martín

Publicado en el año 2001 en la Revista de Folklore número 247 - sumario >



Al norte de la Provincia de Guadalajara, en la zona llamada La Serranía, perviven aún, jalonando el paisaje, las parideras y los casillos. Se trata de dos ejemplos de arquitectura rural que constituyen un verdadero tesoro cultural. Las técnicas de construcción y los materiales empleados en su edificación nos descubren una tradición que se remonta a la época romana, y que nos recuerda, en su primitivismo, los palacios y fortalezas prehelénicas de Creta y Micenas. Allí hicieron su aparición, por primera vez en el Mediterráneo, características tan asumidas hoy como la apertura de vanos en los muros, y la utilización de pilares para sustentar techumbres. Esos primeros pasos de la arquitectura, que fueron desarrollándose en las ciudades, han pervivido incólumes en las parideras y casillos de las sierras de Guadalajara, erigiéndose desde la romanización de la península ibérica hasta mediados del siglo XX.

Tanto parideras como casillos presentan una técnica de construcción muy similar, basando sus diferencias en el tamaño y uso a que fueron y son todavía destinadas. La paridera surge en el medio ganadero de la sierra para proteger a los rebaños de ovejas y cabras tanto de los animales salvajes como de las inclemencias del tiempo. En origen fue destinada a la protección de las hembras preñadas, que eran cerradas allí para parir, evitando el ataque de zorras y lobos, que acudían atraídos por el olor de la placenta. El casillo, por el contrario, es un lugar destinado a los aperos de trilla, y suele construirse dentro de las paredes que delimitan una era. En su interior se guardan trillos, horcas, máquinas de arvelar y otros, durante las estaciones en que no se utilizan. A nivel constructivo se diferencia de la paridera en carecer de pilares en su interior –debido al menor tamaño de la techumbre no los necesita, ya que el peso es sostenido por las paredes–; tampoco suele tener ventanas, y además su interior se enfosca con adobe para mantenerlo a salvo de la humedad, que podría estropear los aperos de trilla. Existe además una variación del casillo, la casilla, integrada en el casco urbano del pueblo, y destinada a distintos usos: leñera, gallinero, cría de conejos, etc. Modernamente se han usado también como cuadras, aunque la tradicional cuadra de la serranía estuvo durante siglos integrada con la vivienda, en su piso inferior.

UNA ARQUITECTURA BASADA EN EL APROVECHAMIENTO DE MATERIALES

Como es característico en la arquitectura rural, parideras y casillos toman sus materiales del lugar en que se erigen. La piedra es caliza en las sierras del este, y pizarras en las del oeste. La madera utilizada es el chopo, por su tamaño, disponibilidad y por ser fácil de trabajar. Las tejas provienen del mismo tejar del pueblo, conservando algunas de ellas las marcas de los dedos del artesano y el nombre del dueño, puesto que era costumbre comprarlas bajo pedido y, una vez moldeadas, se escribía el nombre en una de ellas, para que al salir del horno se identificaran los montones por número de tejas solicitadas y cliente al que correspondían.

La arquitectura de las parideras presenta características muy primitivas, que sin embargo desvelan, al estudiarlas, una larga tradición de técnicas constructivas, transmitida oralmente. Mediante las mismas se obtiene un edificio adecuado a las necesidades del usuario, que perdura de forma indefinida con un mínimo mantenimiento periódico.

Cuatro paredes de piedra sin labrar, colocada a hueso, con ripias en algunos puntos para evitar que se muevan, definen el perímetro de la paridera. Tan sólo se aprecia un cierto orden en la brencá de la puerta, en las ventanas y en las esquinas, que se mantienen trabadas colocando una piedra más larga sobre otra más corta.

Brencá es el nombre tradicional que recibe el conjunto de piedras que definen el hueco de la puerta. Las piedras de las esquinas recibían un cierto tratamiento, siendo cortadas en sillares sin tallar, debido a que es en esta zona donde el edificio recibe las mayores fuerzas de empuje y precisa estar reforzada. Es fácil observarlo en muchas iglesias y ermitas de ladrillo o piedra a hueso, cuyos ángulos los forman esquinales bien tallados.

La pared opuesta a la puerta se denomina cuchillo. En ocasiones es compartida por dos parideras, pues la levantada en segundo lugar aprovecha el cuchillo de la primera. En esta pared se abre un ventano cuadrado, de unos 30 cm. de lado, que, opuesto directamente a la puerta de acceso, forma una corriente de ventilación destinada a secar el estiércol de los animales, acumulado durante el invierno en el suelo de la paridera. Hay que señalar, además, que en las paredes perpendiculares al cuchillo se abren pequeños huecos en la parte más alta, donde apoya el tejado. Estos vanos o falsos ventanucos son del tamaño de las piedras que permanecían colocadas, cerrándolos, durante el invierno, para concentrar el calor de los animales en el interior de la paridera; dichas piedras se retiraban abriendo los vanos durante la primavera y el verano para secar el estiércol acumulado en el suelo. Algunas parideras, más sofisticadas, presentan ventanucos en los muros longitudinales, de idéntica función, con la diferencia de que éstos había que dotarlos de una hoja de madera abatible, un sistema más caro que algunos constructores rechazaban.

La cimentación también es de piedra, alcanzando una profundidad de medio metro por debajo de la línea del terreno. El espesor de los muros es variable, alcanzando mínimos de 60 cms. y máximos de hasta 1 metro.

Hay que reseñar que ni parideras ni casillos presentan unas dimensiones fijas, pues éstas venían condicionadas por el número de cabezas de ganado a guardar, el terreno de que disponía el dueño o el dinero que quería o podía gastarse en su construcción. Otro dato a considerar es que hemos traducido las medidas tradicionales de codos, pies, varas, zancadas, cuartas (espacio entre el pulgar y el meñique cuando ambos están extendidos) y gemes (espacio entre el pulgar y el índice cuando ambos están extendidos) que usaban sus constructores, por el sistema métrico decimal.(1)

Tras un estudio prolongado de parideras en varios pueblos de la sierra, la mayor que hemos encontrado está ubicada en la zona de El Llano, en Renales, la cual consideramos como base para expresar las medidas en nuestro artículo. Presenta unos 7 m de ancho (8v 1/2v) por 13,70 de largo (16v 1/2v) y una altura de hasta 3 m en su punto más alto. Esto supone una superficie de 95, 9 m2, capaz de albergar hasta 150 ovejas adultas.

La ubicación habitual de la paridera es la majada, y presenta un acceso a través del corral; éste es un espacio rectangular abierto definido por cuatro paredes, tres de ellas de 1,70 m (2 varas), siendo la cuarta la fachada principal de la paridera, donde está la puerta.

El corral posee una puerta en uno de sus lados más largos, que suele tener alrededor de 2,20 m. de ancho (2v 2/3v). La puerta, muy vasta, presenta dos travesaños cilíndricos –troncos– dispuestos en vertical, sobre los que se clavan tablones transversales, las costillas. El tronco vertical gira sobre una piedra donde se ha practicado un pequeño agujero, llamado quicio, que sirve de eje de giro. Se sujeta al muro mediante una rama bifurcada inserta entre las piedras. En épocas recientes la parte inferior de las puertas se ha cubierto de chapa, para evitar que la madera se pudra con el agua. Antes de ésto, era frecuente untarla con pez (alquitrán), que servía como impermeabilizante: un material común entre pastores, ya que en él, una vez calentado, mojaban la empega, hierro con un signo o letra que servía para marcar a su ganado.

La pared del corral que da acceso al cerrado –espacio rectangular contiguo a la paridera donde recoger las ovejas de día– presenta un hueco ancho en su parte inferior, llamado argollón. Este elemento define la utilidad del corral, pues en su interior se disponía un pienso de paja y grano para los corderos pequeños. El argollón permitía que sólo estos animales, y no los de mayor tamaño, accedieran a un alimento más rico, destinado al engorde.

Algunos corrales presentan aún restos del tinado, llamado “tinao” por los serranos. El tinado o tinao es un tejadillo dispuesto sobre uno de los lados largos del corral, idéntico al tejado de la paridera, del que hablaremos más tarde. Su función era proteger de la lluvia el pienso destinado a los corderos.

Es curioso observar que las paredes del corral no se traban con las de la paridera, sino que están simplemente apoyadas en ella.

Aunque las parideras no presentan una orientación determinada o especial, sí parece que todas coinciden en evitar que su puerta de acceso dé directamente al norte, entendemos que para evitar los vientos más fríos.

La puerta de acceso es un vano practicado en el muro, de 2 m de alto por 1,70 m de ancho en nuestra paridera de El Llano, aunque son comunes las puertas más bajas. No sabemos si la altura viene determinada por la del dueño, aunque hemos sabido que el propietario y constructor de ésta medía alrededor de 2 m de alto.

El dintel lo constituye un tronco, apoyado en sus extremos en la pared, debidamente dispuesta para conformar el hueco de la puerta, y tallado en forma de prisma para que se asentase bien sobre las piedras. Para sujetarse se introduce alrededor de 35 cm (2 gemes) en el muro. La pared continúa encima suyo, y en él se apoyan el resto de hiladas de piedra, hasta el tejado. Desgraciadamente, éste es uno de los puntos más débiles de las parideras, y el lugar por donde muchas de ellas están cediendo. El peso que soporta el dintel, así como la humedad y la carcoma, contribuyen a que la madera se pudra y ceda en su punto más débil –la mitad del dintel–, contribuyendo al derrumbe de toda la construcción.

La puerta tiene en el suelo una hilada de piedras, ligeramente sobresalientes, destinadas a impedir que el agua entre por la parte baja de la puerta. En el interior de la paridera, al lado de la entrada, hay un espacio separado por un murete de un metro o metro y medio, llamado pajera. Allí se almacenaba paja, a fin de disponer de comida para los animales cuando hiciera falta. La altura de las paredes de la pajera viene determinada por la altura en la cruz de una oveja adulta, con el fin de que no pudiera alcanzarla y comérsela. El pastor solía disponer de una horca de pequeño tamaño en la paridera para horquiar –sacar la paja con la horca– la paja y colocarla, cuando era necesario (normalmente en invierno, cuando ya escaseaba la hierba en el campo) en el tinao del corral.

Entrar a una paridera es una experiencia única. A pesar de que quienes somos de la sierra lo vemos como algo habitual, el que viene de fuera se siente sorprendido, cuando no fascinado, por esa luz tamizada que se filtra por las paredes, y que alumbra una compleja estructura de vigas renegridas por el tiempo, y unas paredes enlucidas con adobe. Una fila de cuatro pies derechos y, sobre ellos, los troncos en forma de tímpano, soportan la techumbre. En la paridera del El Llano de Renales, objeto de nuestro análisis, los pies derechos se sitúan a 1.70, 2.95, y 1.70 m de la pared, respectivamente. Los pilares laterales se pegan a la pared longitudinal, mientras que los otros dos, centrales, están exentos, repitiéndose esta fila de cuatro a distancias de unos 3,5 m (tres zancadas). Hay que señalar que aunque usemos los términos técnicos de pilar y pie derecho, todos ellos son simples troncos desbastados, algunos, colocados modernamente, sin descortezar. Esto nos hace pensar en la posibilidad de que no se descortezaran en origen, y que la corteza se haya ido desprendiendo a lo largo de los años. A 2.10 m del suelo se colocan tres vigas transversales, de pared a pared. Las dos de los extremos se apoyan en el estribo perimetral –un tronco apoyado en el extremos superior de las paredes–, mientras que la central apoya sobre dos pies derechos.

Para formar la pendiente del tejado, dos estribos (troncos) se apoyan sobre las paredes longitudinales en su misma dirección y otros dos sobre los dos pies derechos exentos. Los tirantes se apoyan en estos últimos, conformando una especie de tímpano junto con los troncos que forman la hilera y los pares. Los pares o cuartonás, como los llaman por allí, se apoyan sobre la hilera, que a su vez apoya sobre un tronco corto que descansa en el tirante. Sobre todo ello se dispone una cama de paja y tamarillas, que sirve de aislante y de base a las tejas, que van colocadas directamente encima. Los tejados de las parideras son a dos aguas. Las tejas de la cumbre, así como las más próximas a la cornisa, están sujetas con piedras superpuestas, para evitar que se las lleve el viento. Hoy día, en los modernos retejados, estos lastres están sustituyéndose por cemento.(2)

Lejos de estar trabajadas, estas vigas son, al igual que los referidos pilares, simples troncos pelados, apoyados en basas de piedra. Obviamente, la función de estas últimas es evitar que la madera se pudra en contacto con el suelo, aislarla del estiércol de los animales y proporcionar un apoyo más ancho a la madera colocada verticalmente. En parideras derruidas hemos observado además que muchas de estas basas de piedra tienen practicado un agujero en su centro, donde se encajaba el pilar. Los ancianos pastores nos dicen que ese agujero no lo hacían ex profeso, sino que aprovechaban piedras del terreno que los presentan. Efectivamente, es un fenómeno común en las calizas del mioceno, época geológica que se remonta a un millón de años atrás: la parte más blanda de la piedra se diluye en contacto con el agua, dejando esos peculiares agujeros que parecen horadados por gusanos.

Estas basas nos hablan además de una función derivada de la paridera, ejemplo de un racional aprovechamiento de recursos. La altura de la basa es de algo más de una cuarta, y determina la cantidad de estiércol que podía acumularse durante un invierno. Cuando los excrementos llegaban a tocar la madera solía ser en marzo o abril, momento en que el dueño los vaciaba, usándolos como fertilizante para sus campos y huertos. De este modo volvía a aparecer el suelo de tierra, que se llenaba durante los períodos de siembra, siega y en el invierno.

ANTECEDENTES HISTORICOS

La referencia más antigua a una paridera en nuestra región data de un documento de donación del siglo XI. En él, el rey de Castilla Alfonso VI dona al obispo de Sigüenza y a sus descendientes la aldea de Saviñán (hoy Torresaviñán), haciendo referencia a una paridera, que en el documento original, escrito en latín, denomina “ovetarium”, y que sitúa en la serna del obispo. Luego vuelven a aparecer en documentos históricos durante nuestra Edad Media, en la época de repoblación de las sierras que hizo el rey de Castilla Alfonso VI, y con la fundación del Señorío de Molina (s.XII), y más tarde del Común de Villa y Tierra de Medinaceli (s.XIV).

Como señalábamos al principio, la paridera nació con el uso que le da nombre. En tiempos antiguos, nuestras sierras eran más ricas en bosques y en animales salvajes. Las zorras, águilas y lobos eran enemigo común del ganado doméstico, cabras y ovejas que constituían una presa fácil. La situación se agravaba cuando las ovejas parían, pues el olor de la placenta atraía como una alarma a los animales salvajes, y los corderillos eran fácilmente vulnerables. La paridera era una buena solución para los primeros días, hasta que el cordero pudiera correr. Además, la raza de ovejas originaria de nuestra península, que se ha criado en las sierras hasta hace pocos años, era más débil que las actuales, fruto de cruces con razas de otros países y regiones. Esta debilidad las hacía amodorrarse durante el día, especialmente en verano, debido al calor, y no empezaban a comer y a moverse hasta el fresco de la noche. Esto obligaba a los pastores a recogerlas durante el día en la paridera y sacarlas a pastar al llegar la noche.

La palabra paridera es un modismo local de nuestras sierras, que se extiende también por Aragón.

UN FUTURO INCIERTO.

Así son las parideras y los casillos, verdaderos libros abiertos para quien sabe leer en ellos. Un bien cultural que no puede desligarse del pasado y de la cultura de las sierras de Guadalajara, un espacio por lo demás único, cuyas tradiciones, cultura y costumbres son fruto de muchos siglos como tierra de frontera, primero entre cristianos y árabes, y más tarde entre los reinos de Aragón y Castilla, con influencias de ambos. Hoy, entrados en el siglo XXI, estamos aún a tiempo de preservar estos edificios antes de que la ruina nos despoje del último de ellos. El primer paso sin duda es darlos a conocer, y sobre todo concienciar a sus dueños, quien hoy ven en ellas únicamente el valor de sus tejas, motivo que les lleva a quitárselas, contribuyendo a su rápido hundimiento.

Todavía estamos a tiempo de verlas en pie, quién sabe por cuánto tiempo, antes que llegue la hora de que desaparezcan para siempre. Es el momento para que las gentes de Guadalajara se pregunten si esas parideras y casillos, que tan acostumbrados están a ver, quieren dárselas a conocer a sus hijos y nietos, si quieren que ellos puedan mirar hacia el pasado y comprender el presente de esa región. O si por el contrario desean que sigan, como ellos ahora, bajando la cabeza cuando dicen que son de Guadalajara, pues nada encuentran en su tierra que crean digno del amor que sienten por ella.

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NOTAS

(1) La medida más aproximada que hemos encontrado es la vara castellana usada en Guadalajara. Así hemos deducido las medidas que se expresan en proporción a varas y se traducen a metros. Para estas medidas, nos hemos basado en los estudios del arquitecto D. José Miguel Merino de Cáceres.

Vara castellana = 3 pies = 83’58 cms
Codos = 1/2vara = 41’79 cms
Pies = 1/3 v =27’86 cms
Zancada (suponemos = paso castellano) = 1v 2/3v
Geme = 13’93 cms
Cuarta (lo que ahora llamamos un palmo, vulgarmente)

(2)

Cuartón = 2’30m
Timón = 3m (aproximadamente, medida de los arados, por la longitud de la mula)
Leño = 1m



ARQUITECTURA RURAL EN LA SERRANIA DE GUADALAJARA: LAS PARIDERAS Y LOS CASILLOS

ORTIZ CARRASCOSA, Olga / SACRISTAN TORDESILLAS, Martín

Publicado en el año 2001 en la Revista de Folklore número 247.

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