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Revista de Folklore número

247



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CARNAVAL, CARNAVALILLO

GARRIDO PALACIOS, Manuel

Publicado en el año 2001 en la Revista de Folklore número 247 - sumario >



Como yo, Platero no quiere nada
con el Carnaval...
No servimos para estas cosas...

(Juan Ramón Jiménez)

La cultura popular es herencia común que pasa por nosotros camino de los que vengan. Cualquiera de sus elementos, creado en una circunstancia precisa, movió al hombre a un tipo de expresión, sumando el tiempo matices, tan pobres a veces, que suelen reducir el rito o la fiesta a una simple cáscara cubriendo un meollo vacío.

A pesar de ello, aún podemos disfrutar en los trabajos de campo de ejemplos vivos de cantos, danzas, cuentos, leyendas, juegos, recetas, aunque poco se pueda salvar ya de cuanto lamentable ha ido aportando su mal uso; lo que consiguió llegar hasta hoy sufre, no un proceso de involución o evolución, sino un deterioro irreversible que amenaza, incluso, a los marcos que le dieron cabida, caminando todo a una gris homologación.

Los pueblos le nacieron al paisaje sin estridencias, a la medida del hombre, en una arquitectura sin arquitecto de la que emergieron conjuntos habitables partiendo del material de la zona: piedra, barro, madera, pizarra, plomo y nivel, proponiendo distribuciones cómodas, útiles, pensando en el calor, en el frío y en el desarrollo de la vida, muros entre los que la cultura popular nació y creció, transmitiendo su “cencia”, que yo llamo “esencia” a través de las generaciones para cada momento del ciclo vital: nacimiento, vida, muerte, y en identidad con las labores humanas y sus elementos, como la cal, la teja, el ladrillo, los espacios, los macizos, los humeros, los patios, las azoteas, el umbral o el zócalo de lindes; entornos donde maduraron historias, casamenterías, guisos, oficios, saberes, lengua: vida, en suma; asuntos difíciles de transmitir hoy en los amasijos de viviendas sustitutivas, archivos más que habitats, donde da sus postreros coletazos la memoria de muchos viejos desarraigados de su suelo, en el que se sentían parte, y que, trasladados al monstruo de hormigón, apenas se sienten ellos.

Entrar hoy por los barrios nuevos de cualquier ciudad equivale a un aburrimiento visual que nos hace sentirnos siempre en el mismo sitio. Por esos pliegues urbanos, sin otra seña de identidad que la repetición, agoniza buena parte de la cultura popular, que, si ayer, por estar enraizada en un “sistema de vida que propiciaba su uso y su conservación”, permaneció cargada de sabiduría, hoy, borradas sus marcas hondas y mostrando lo más superficial de su ser, llega a convertirse en pasto turístico o rareza vitrinera. Ante su desaparición, engullida por un discutible progreso, es recogida por el etnógrafo con cierta prisa en libros, archivos y películas.Este recontar, según Héctor Garrido: “variante no enunciada de ecologismo”, nos permitirá ver mañana, a través de fríos documentos, ese ayer en el que aún no éramos un número de una cola cualquiera en una sociedad cuadriculada, sino simples seres humanos, que no es poco.

Advierte Jovellanos que no debe confundirse “la diversión con el espectáculo; no ha menester que el gobierno lo divierta, sino que lo deje divertirse; en el breve tiempo que puede destinar a su solaz y recreo, el pueblo inventará su entretenimiento”.

¿Dónde andará don Carnal
que le pilla la Cuaresma?
Ni ella es ya la mesma,
ni él conserva su sal.
Anda una en menoscabo,
y el otro sin verse el rabo.

Dice Julio Caro Baroja -Don Julio- que mientras el hombre creyó que su vida estaba sometida a fuerzas sobrenaturales, la celebración del “Carnaval fue posible. Desde el momento en el que hasta la diversión se reglamentó, siguiendo criterios políticos, concejiles, atendiendo a ideas de orden social, buen gusto, el Carnaval no pudo ser sino una mezquina diversión de casino pretencioso. Sus encantos se acabaron”.

Este Carnaval de hoy, reinstituido, esta fiesta loca, donde “gente ha mucha y personas pocas”, no pasa de ser un ejemplo de “lo que conviene”: ya que toca el Carnaval, queda permitido divertirse; pongámonos, pues, la máscara -otra- “para no ir a trasmano”.

He asistido en tiempos de prohibición a carnavales notables en los que, con esa chispa que sólo surge del genio o del pueblo, se han venido toreando vetos y mandangas de este tipo. Son ejemplos vividos cuyo relato ocuparía ahora tiempo y espacio innecesarios; además, en todos encontraríamos el mismo cuerpo, porque, como espíritu, “el Carnaval ha muerto” -en palabras de Caro Baroja- “y no para resucitar como en otro tiempo resucitaba anualmente”. Según “la gente piadosa, como último resto del paganismo, bien muerto está”. Pero “al Carnaval no le mató, sin embargo, el auge del espíritu religioso, ni la acción de las izquierdas” ni de las derechas; “ha dado cuenta de él una concepción de la vida que no es ni pagana ni anticristiana, sino, simplemente, secularizada, de un laicismo burocrático”.

Residuo pagano que, de hurgar a fondo en su origen, igual nos topábamos con la idealizada “orgía primaria”, en la que, según un viejo amigo, en la especie se producía “una desinhibición instintual necesaria” y se llegaba al entusiasmo, a ser poseido por el dios, a tener libertad absoluta para el desvío, la transgresión, la promiscuidad, con lo que el privilegio del dios era adquirido por la colectividad. Vino luego el cristianismo, inventó la Cuaresma y puso en el coro humano el Réquiem del Mea Culpa por haber tenido antes tanto desmadre.

¿Dónde vas con ese traje
y ese sombrero de copa,
si dentro de ti estás tú,
te pongas lo que te pongas?

Hoy, más que un enmascarar rostros, podría decirse que se trata de desenmascarar instintos: “esto que, llevado a sus últimas consecuencias, hubiera resultado escandaloso para la persona, se dejó en careta, en sobrecara, quitando la máscara a las intenciones”. El Carnaval está saturado de ellas, según Caro Baroja, “no solamente sociales, sino psicológicas. El hecho fundamental de poder enmascararse le ha permitido al ser humano cambiar de carácter en unos días o unas horas, a veces, hasta de sexo”. Escribe Gaspar Lucas de Hidalgo:

Martes era, que no lunes,
Martes de Carnestolendas,
Víspera de Ceniza,
Primer día de Cuaresma.
Ved que martes y que miércoles,
Que víspera y que fiesta;
El martes, lleno de risa
El miércoles de tristeza.
La mujer se viste de hombre
y el hombre se viste de hembra.

Y Quiñones de Benavente pone en boca de Francisca en uno de sus entremeses:

También es caballero,
carrerita, paseo,
el agua convertida en galanteo,
pues hay galán que remojar se deja
embobado a los hierros de una reja,
y el que para mirar su sol divino
águila viene, vuelve palomino.

La ordenación del Carnaval, lo que se conoce como “programa de fiestas”, resulta paradójico; sabe a desfile del descontrol con invisibles labios ordenando que pasemos a “desordenarnos ordenadamente”. Es una pantomima montada, como tantas, pero no es el Carnaval, que para don Julio, como respuesta colectiva, es “la representación del paganismo en si frente al cristianismo, hecha, creada, en una época más pagana en el fondo que la nuestra, pero también más religiosa”.

Hoy, los medios de comunicación transmitiendo la fiesta entre anuncios publicitarios y voceros de tres al cuarto, las comparsas haciendo turno para soltar sus murgas y los teatros con un público “enmascarado” de domingo, que “todo el año es Carnaval, y en estos tiempos, mucho más”, asistiendo desde sus cómodas butacas al espectáculo servido en la escena, deben revolverle las tripas al viejo Carnaval, porque ¿qué queda de él sin el corazón libre, sin el desorden, sin el exceso que le daban vida, carácter?. Es como obligar a un niño a jugar a las cinco en punto de la tarde durante veintidós minutos justos.

Don Carnal fue desdibujado, reprimido, muerto; se le “muere” cada año, muerte que hay que buscar en la simbología cristiana, creada en torno a la Cuaresma: “En las fechas oscuras de la Edad Media europea, se fijaron los caracteres del Carnaval, porque, quiérase o no, es hijo, aunque pródigo, del cristianismo; si no fuera por la Cuaresma, no existiría en la forma concreta en que ha existido”.

No hay una feria sin puta,
ni un fraile sin su prebenda,
ni holganza sin buena vianda,
ni Carnaval sin Cuaresma.

Aquí o allá quedan restos de esta fiesta que, como ocurre con otras, es de prever que siga girando hacia aspectos simplones de murgas y comparsas como eje único, incluyendo críticas a los sufridos munícipes; críticas que serían más deseables expuestas de forma seria y razonada, sumemos algún chiste con ribetes de escándalo: “alegría, flor de un día”, y poco más. O nada más.

Ningún pueblo podría resucitar por sí solo el cuerpo y el alma del Carnaval. Y en este marco pintado a trazos gruesos podemos ahorrarnos etimologías eruditas. ¿Qué más da a estas alturas si el Carnaval procede de carnevale, carnestolendas, antruejo o entroido?. La pena de los que amamos la cultura popular no nace de saber o no “de dónde vino”, sino “porqué se fue”.

Esto de hoy -no digamos lo de mañana- parece responder a una canción recogida no sé dónde, eco suelto del viejo carnaval que vagaba errante de siglo en siglo:

¿Qué habrá sido de mí fuego
que por más que muevo el ascua
sólo cenizas encuentro?



CARNAVAL, CARNAVALILLO

GARRIDO PALACIOS, Manuel

Publicado en el año 2001 en la Revista de Folklore número 247.

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