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La zarzuela ha sido considerada -y muchas veces con razón-, como fuera de la realidad, evanescente y acomodaticia al gusto del público de cada momento. No obstante, existen excepciones muy notables y, curiosamente, en el breve plazo de unos meses, dos títulos muy diferentes se han representado en Madrid -esperemos que también en Valladolid, en el Teatro Calderón-, con un gran éxito de espectadores maduros y jóvenes: un sainete madrileño fechado en 1938, titulado La del manojo de rosas, de Pablo Sorozábal y La Corte de Faraón, de Perrín, Palacios y Vicente Lleó. Una obra popularísima y otra que también lo es, pero que sufrió los embates de la censura y fue prohibida en la época franquista.
Ambos títulos nos retrotraen a cierto tipo de folklore. En la obra de Sorozábal, escrita en tiempo presente, es Madrid, el contexto reflejado en un sainete modernizado. La puesta en escena de Emilio Sagi que procede de 1990 es realista, con un hermoso decorado que reproduce una calle de un barrio de Madrid de la época. Existen también algunos toques en las escenas corales, en las que el director de escena, con inteligencia y elegancia, se encardina en unas formas estéticas lindantes con la comedia musical norteamericana. Lo interesante del montaje es la forma en la que se resalta la atmósfera de una época en la que el sainete iba a derivar en tragedia. La protagonista es del pueblo y quiere ser del pueblo, y quien la pretende tiene que fingir una condición de obrero que no tiene. El otro competidor sí pertenece a la clase alta, y los momentos de confrontación, siempre ligeros y sin trascendencia aparente, parecen premonitorios de la implacable lucha que seguiría muy poco tiempo después. Sagi respeta el ambiente sainetesco pero, conocedor de la tragedia que sucede, introduce esos signos que en cierta forma actualizan esta popularísima obra en la que los inspirados temas de Sorozábal han sido cantados por varias generaciones.
En el caso de "La corte de Faraón", se produce una situación muy diferente. La obra se concibe como una parodia bíblica, curiosamente no muy alejada en sus líneas generales de la versión del gran libro. La historia de Putifar y del casto José, y los problemas de aquél con la ballesta que le impide cumplir como un hombre, es vertida desde un sarcasmo muy cercano al kitsch y a cierta concepción un tanto grosera de las formas que eran uso corriente en el tiempo de su estreno. Este tono de parodia bíblica, a fin de cuentas también nacido del folklore, que transforma las líneas de la tradición con cierto aire subversivo, es completado con lo que entonces se llamó lo "psicalíptico"; adjetivo que, desde luego, tiene amplias connotaciones o matices inequívocamente sexuales.
Creo que "La corte de Faraón" supera los productos al uso de la época desde una gran calidad musical y, en cierta forma, encardina el futuro de ese género que se llamó la Revista española, cuya procacidad se basaba -sobre todo en los tiempos franquistas-, en el juego del doble sentido. La denostada revista de señoritas vicetiples y vedettes que cantaban poco y enseñaban lo que podían, y cómicos de chistes fáciles, tuvo una gran virtud: sacar a la luz algunos de esos actores emblemáticos que cuando se enfrentaron a textos más importantes mostraron una milagrosa calidad. Hace poco, el afamado director de escena soviético, Anatoli Vassiliev, que impartía un seminario de interpretación, preguntó por la tradición escénica española, y a mí se me ocurre que es ésta la más importante: la de los cómicos de juguetón y revista: José Bódalo, Alfonso del Real, Ismael Merlo, Manolo Gómez Bur, Pepe Alfayate, Rafaela Rodríguez, Aurora Redondo, Quique Camoiras, Antonio Garisa, Lina Morgan, y tantos otros que parten de la escuela de la revista española. "La Corte de Faraón", por tanto, tiene algo que ver con esta línea. Es un tema apasionante que espero desarrollar en un futuro más o menos cercano.
"La Corte de Faraón" y su psicalipsis -toda la obra está llena de juegos eróticos e incluso, según algunos pareceres, semi-pornográficos-, es una obra difícil por la heterogeneidad de su estructura, al participar de la revista, la zarzuela, la opereta...y su aire de obra maldita durante el franquismo no le ha ayudado demasiado. José Luis García Sánchez en su mejor película la utilizó, precisamente desde esa concepción folklórica peculiar, en una trama del teatro en el cine que originó un gran éxito para Ana Belén y el entonces muy poco conocido Antonio Banderas, un perfecto casto José. En el teatro de la Zarzuela se encomendó la puesta en escena a un director muy peculiar, Alfredo Arias, argentino afincado en París, con una gran carrera en diversos géneros teatrales y que incluso consiguió algo único, como es el dirigir un espectáculo para el Follies Bergéres originalísimo, sin romper la tradición de la casa.
Amante de "La Corte de Faraón", encuentra en ella la posibilidad de aunar todas las influencias de los géneros: el propiamente hispánico, esa cutrez teñida de subrealismo, el argentino propio, el irónico francés -pensemos en Offenbach- y la tradición de la revista. El resultado es explosivo pero de gran inteligencia. Como en tantos ejemplos folklóricos, el chiste surge de la forma. Por ejemplo, el Faraón, vestido a lo moderno, aparece siempre en una tumba de esas que figuran en los museos; y un ballet de tutús interpretado por hombres pone la nota irónica, lo mismo que una escenografía en la que los signos vaginales o fálicos figuran en primer término. Un acierto total es la aparición de la vedette, otra forma de folklore encarnada por una extraordinaria Esperanza Roy, que canta el ¡Ay, babilonio!, este tema emblemático, desde la pompa y circunstancia de la revista de antaño, haciendo entonar incluso los cuplés a los espectadores. Asimismo, la integración de lo cultural elitista ("Persona" de Bergman en la referencia inicial) y lo popular o de tiempos históricos diferentes, funciona perfectamente. La pasarela es la óptima forma de comunicación de los intérpretes como los espectadores y la orquesta situada en el medio, con un magnífico Pedro Alcalde a su frente, protagoniza la función, absolutamente respetuosa con la excelente partitura de Lleó, realzada como pocas veces ocurre.
Así, inopinadamente, la representación de dos zarzuelas integra el presente cultural con cierta forma de memoria histórica y la popularidad que las partituras de Sorozábal y Lleó habían conseguido, se extiende a los espectáculos en su totalidad. En dos parámetros muy diferentes, pero siempre desde la concepción del teatro como hecho global y actual, estas dos obras del pasado se hacen rabiosamente actuales. En "La del manojo de rosas" se plasma el aire de una futura confrontación, hoy afortunadamente casi alejada, pero tampoco exenta de reaparecer si alguien enciende la mecha. El ejemplo de Kosovo, la limpieza étnica serbia y la discutible intervención de la OTAN está en el aire. Un sainete pudo ser un aviso que nadie tomó en cuenta. La reposición de "La Corte de Faraón" es significativa de que viejas costumbres censoriales no están del todo apagadas y pueden reavivarse con vientos, por otra parte tan ligeros como las bromas sobre la Biblia o el sexo de hombres y mujeres, sin dejar tampoco de ironizar sobre las relaciones del poder puestas en solfa en esta curiosa revista-zarzuela-opereta, cuya hibridez, siendo profundamente hispánica, puede ser transportable a otros foros internacionales. En ciertos aspectos nuestro propio folklore se reaviva en el hecho escénico, y no me cabe duda de que dará lugar a múltiples reflexiones sobre su significado y su pertinencia.