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Pámpano verde, rrazimo alvar,
¿quién vido dueñas a tal ora andar?
Cancionero Musical de Palacio (1)
UNA MIRADA AL FONDO DE LAS MEMORIAS
En la primavera de 1979 voy al Barranco de Guayadeque a ver qué queda del ritual llamado Pámpano Roto, asunto del que me habla en Santa Lucía Vicente Sánchez poniendo énfasis en que diga que es «cosa del pasado». Lo digo. El Pámpano Roto era una danza-juego en la que las mujeres colgaban de su cintura pámpanos de ñamera de modo que vinieran a taparle la zona púbica, hojas que el hombre tenía que romper con su pene erecto. Así de simple, aunque Luis me rectifica: «No sólo en el vientre; también se las ponían por detrás». Pregunto si la danza la hacían desnudos y escabullen respuesta: «Lo que busca viene de sabe Dios, no vaya a creer». Pero concluye: «Si vamos a lo que vamos, el papel del hombre era demostrar su fuerza rompedora».
Bájate de esa jiguera,
zanca de oveja lanuda,
bájate de esa jiguera
antes que el carnero suba.
En mi lento caminar preguntón por el Barranco veo que los vecinos coinciden en que «ya no se hace, pero en su día tuvo su gracia, y de la buena». Aunque la información me llega fragmentada, nadie niega que existió. Las mujeres se tapan la cara con el delantal cuando nombro el Pámpano Roto; algunas corren a esconder el rubor a sus casas sin querer hablar.
Digo en una reunión, para que vean que traigo algo más que una duda, que en 1611, un sabio llamado Sebastián de Covarrubias cita en su libro Thesoro de la Lengua Castellana la Pámpana Rota como un «juego antiguo que jugaban los moços y las moças». Uno se interesa: «¿Cómo dice que se llama el tal?». Luego se arrima para indicarme que «la danza se llama hoy la Descamisá, aunque se haga tan diferente que apenas recuerde a la que busca».
Las ñameras se crían silvestres o caseras, en riberas que refrescan el aire o en macetas que adornan los patios. Unas sesenta familias pueblan en estas fechas el Barranco de Guayadeque, bien con el trabajo fuera o en la agricultura. Hay quien hace cestería de caña y mimbre.
Pongo oído mientras observo un sahumario (2), que suelen colocar invertido sobre el brasero para calentar ropa: «Ahora que caigo, un tal Gregorito Martel, que ya murió el hombre, llegó a conocer lo del Pámpano Roto; por él sabemos cómo era. Se juntaban un puñado de vecinos en plan de parranda. Digamos que el hombre intentaba demostrar su virilidad, su potencia de... ¿me entiende? Es que hay mujeres delante y no quiero...».
Otro más decidido toma su vez: «Ellas se ponían en el vientre hojas de ñamera, hasta siete (3), como si fuera un qué se yo, un libro apretado. Y es natural, el hombre que rompía las siete hojas era el famoso del pueblo, el mejor, el más capaz. Romper dos se veía normal; tres o cuatro, ya era fuerte, pero para siete había que estar muy puesto, oiga. Siete hojas hacen un grueso así (señala con los dedos). Dicen quienes la conocieron que era una diversión bonita. Hoy no queda nadie de entonces; ya le habrán dicho que es cosa antigua, de abuelos o de más allá. El hombre rompía las hojas con lo que se debe romper lo que sea. Se dejó de hacer porque ahora la gente estudia más, sabe otras cosas, aunque cada uno en su casa puede seguir haciendo lo que quiera».
Con un pie en el estribo
y otro en la arena,
se despide un amante
de su morena.
Antonio apoya que «ese baile hoy ya no hace falta. Pasó a la historia. Según mis antepasados era que una mujer cogía una hoja de ñamera, se quitaba la falda y se la ponía en el culo. Entonces iba el hombre con las manos cogidas atrás y con la pieza tiesa, ¡eh!, que estamos hablando entre hombres ¿no?... la cosa es que si rompía las hojas con eso... (hace un gesto blandiendo el puño cerrado) lo retiraban tirándole de los pies porque le venían las malas intenciones y se acababa el juego, con lo divertido que era seguir».
Juan insiste en que eran «siete hojas y el hombre tenía que traspasarlas sin tocarle un pelo a ella con otra cosa que no fuera... lo que usted sabe, ¿comprende lo que le digo?».
María apunta una variante: «Las siete hojas se las ponía alrededor de su talle como una falda y el hombre, danzando, jugando o como se quiera decir, se las tenía que romper sin dejar una, dándole golpecitos con su... por todas partes».
Para Guillermo, «la mujer se las ponía detrás y se agachaba un poco, vamos, se colocaba en postura de... lo que se dice a cuatro patas». Este informante, que ha dejado una partida de cartas para ilustrarme, añade por lo bajo que «antes, el que más y el que menos se atrevía con dos o tres hojas; ahora no porque a todos se les va la cosa p'abajo».
El de al lado abunda en que «todos hemos sentido comentar que era un juego en el que se probaba la hombría. Se echaba fuera al que no tenía lo que hay que tener para retenerse. No se podía rematar la jugada. Había que seguir».
Andrés asegura que «uno consiguió traspasar las siete hojas de golpe y cuando quiso ir a más con la mujer, los demás lo arrancaron de encima porque se la comía».
Aquí estoy en mi jiguera,
aquí estoy cogiendo jigos,
a la hora de cogerlos,
se me ajuntan los amigos.
El viejo tema ha revuelto los dentros adormecidos, y de repente me hablan diez, veinte voces a un tiempo, cada una removiendo los flecos de su memoria, previa advertencia: «Sepa que esto hoy no se hace; sólo calculamos cómo se hacía.
El juego era entre muchos. Se quitaban la ropa y asomaban con la hoja ñamera puesta. Así empezaba. Ya ve, el que no servía era el rompedor, y hoy el que no sirve es el que no puede romper ni una hoja. Todo cambia».
Uno que se iba y no se fue al escuchar la charla aporta su grano: «Los últimos Pámpanos Rotos se hicieron aquí por el 1918, día arriba o abajo. Me gustaría haber jugado en aquel tiempo. Hoy en ese terreno soy un indefenso».
Bartolito entra en tema: «Se podía cantar una isa, una malagueña, un chiflido, lo que se quisiera. La verdad es que no era lo importante».
Si quieres que te quiera
compra un borrico
con el rabo encarnado,
verde el jocico.
Francisco dice que él no sabe nada y que «no lo recuerdo bien». José asiente: «Yo tampoco lo sé; sólo que lo hacían bailando. La mujer se tapaba con pámpanos las blanduras, y que conste, digo lo que me han contado, porque jamás se me hubiera ocurrido a mí jugar a... bueno, se empezaba a bailar y el hombre iba a ella y se hacía el amo si se la rompía con... ya me entiende; vea con qué podía ser si llevaba las manos a la espalda. Yo no sé nada de nada. Si cantaban no se le echaba cuenta al cante. Primero era todo despacito, de tanteo, y luego subía el meneo como espuma».
Tírame al pecho
pelotillas de gofio (4),
bolón de queso.
A Ramiro se le viene «a la cabeza que se hacía en la fiesta de la paría, por lo que podían bailarse los Aires de Lima, quién lo sabe ya. Yo he bailado, pero ese del Pámpano Roto no. Todo esto es anterior a la gente que ahora vive en el Barranco. Si era así pues así era y que nos quiten lo bailao, ¿le parece?».
Maximiano cree que Guayadeque es un santuario de la cultura primitiva guanche, donde se conservan disimuladas viejas señas de identidad. «Hoy se vive, se siembra, se trilla como podían hacerlo los guanches. Lo del Pámpano Roto ha existido, claro, y tanto que sí; se daba en la soltería de mi padre. Era, por lo que me contaba, que una mujer se tendía en el suelo con siete ñameras sobre su cuerpo y un fulano se las tenía que romper con aquello que dijimos (repite el gesto del puño hacia arriba). Así se veía si él estaba preparado para casarse o era un huevón. Igual fue un juego que después se hizo danza, o al revés».
Las pocas mujeres con las que puedo hablar añaden que «también se trataba de demostrar la virginidad de ella, y si no era virgen, el hombre la rechazaba. Pero no me pregunte cómo porque no lo sé. En la soltería de mi padre llegó a bailar la danza una viejecita que hace nada murió. Rondaba el siglo y era virgen».
Valora Manuel: «No es muy dura la hoja de ñame, pero yo ya no parto, no digo siete, ni una. Iban probando uno a uno y los demás miraban como testigos. Así se portaba el que bailaba, así era luego de respetado. Uno rompió cinco, pero a la mujer no había que llegar. Era sagrado no tocarla».
Dolores escuchó de sus padres que «los hombres y las mujeres se agarraban por las caderas hasta completar un círculo; ellas llevaban el pámpano puesto en el culo y después iban a ver cuál era el que más hojas rompía; ese era el más valiente. Unos cinco, otros seis, otros siete. La mujer no iba desnuda; se dejaba algo debajo y en postura emburricá. El hombre arremetía vestido, sólo descubría sus partes y hacía el deber. Era voluntario. A nadie se obligaba. Cosas de los abuelos. El último Pámpano Roto que recordaba mi padre fue en el Peñón, cuando hubo una paría (5). Hicieron un baile a los ocho días, que como Cristo se bautizó en ese tiempo, lo mismo ellos. Así que andaban a la danza y vinieron a preguntar: -Comadre ¿y la niña?. Y ella dijo: -La niña bien, está comía. Sigan bailando. Y le cantaba su nana...
Esta niña tiene sueño,
muy pronto se va a dormir,
tiene un ojito cerrado
y el otro a medio abrir.
...lo que pasaba es que la niña estaba muerta y ella no lo quería traslucir. Sólo cuando se cansaron de bailar dijo: Ahora que la niña se bautizó llévenla a enterrar».
Para Francisco, «esa fue la última vez que se hizo el baile, que yo sepa. El premio era quizás un simple cigarro, pero lo mejor era el prestigio que se cogía en el pueblo. Se lo escuché a muchos que ya no viven, están todos a la otra banda. Yo ya no podría hacerlo, estoy cojo, aunque la cojera no impide lo otro, ¿a que no?».
Una mujer que no quiere soltar prenda porque no está su marido y «lo que se diga en mi casa ha de decirlo él», no sabe porque «nunca he acostumbrado a bailarlo, aunque no soy tan vieja para un buen trote». Después ríe y se anima: «Yo lo he oído contar como algo bonito, pero lo que no sé no lo digo; era asunto de hombres y mujeres, cuando el baile de las parías. Se trataba de otra gente. Yo nunca lo vi pero mi padre sí llegó a verlo y hasta lo bailó».
Una vecina deja el asomo por el quicio y deja caer lo que le bulle dentro y no era quién para soltarlo: «...es muy antiguo, de cincuenta y tantos años o más para allá (hace así con la mano esparciendo años); se lo escuché a los viejitos, que yo de esos líos poco sé. La mujer se ponía siete hojas de ñamera y el hombre que las rompía ganaba el premio. Se tenía por más potente que el resto. Rompía las hojas de ñame con...(ríen todos) me quedo corta porque había algunos capaces de romper siete, catorce y veintiuna. Anda que no. Era admirado por los hombres y más por las mujeres». Otra voz cierra de momento: «A la paría la velaban durante ocho días y al último hacían este baile dentro de la casa. Yo era pequeñina, no lo recuerdo muy bien. Si un hombre no rompía más que una hoja él mismo se quitaba del baile para dejar sitio a otro. Como debe ser. Pero desde que uno rompió las siete hojas y fue al remate, prohibieron el juego.
¡Ay! ¡Si la envidia hablara...!».
LOS VIGOROSOS ÑAMES
La ñamera de la danza es una de las 650 especies de la familia de las dioscoreáceas; de tallos endebles, raíz tuberculosa, amorfa y carne similar a la de la batata, se come cocida. El Dioscórides-Laguna-Font Quer dice que «especies mejicanas de este género han dado cantidades importantes de diosgenina, que se utiliza para la preparación de diversas hormonas sexuales, como la progesterona y la testosterona (6)», por lo que cabe preguntarse si el origen de la danza pudo tener relación con el uso de esta planta, caso de ser conocidas popularmente sus propiedades en ese pasado requerido por los informantes.
Al ver las invasiones de grupos étnicos de tan diversa procedencia que se sumaron a lo largo de la historia al guanche: pueblo prehispánico habitante de las islas, resulta complicado discernir si la danza estaba o vino, y si es así, quién y de dónde pudo traerla. Podrían rastrearse similitudes con juegos colectivos con caracteres eróticos de ámbitos distantes, como el noroeste de la Melanesia (7), cuando, en una alineación «semejante a nuestros corros, mozos y muchachas se cogen de la mano y cantan, dando vueltas lentamente al comenzar, para, a medida que se precipita el ritmo del canto, girar cada vez más rápidamente, hasta que, fatigados y dominados por el vértigo, se detienen y descansan, para recomenzar luego en sentido contrario. El juego prosigue, se suceden las canciones, la excitación aumenta. La primera canción comienza con las palabras kasaysuga, saysuga, referentes al bosque que da nombre al juego. Cada vez que recomienzan una ronda cantan una nueva canción. El ritmo del canto y del movimiento, lento en un principio, se torna cada vez más vivo, y termina en una rápida repetición en staccato de las últimas sílabas, mientras todos giran en una ronda vertiginosa. Al final las canciones se vuelven obscenas». Veamos la traducción de algunos versos:
¡Oh, los ñames taytú
creciendo libremente!
¡Oh, los vigorosos ñames taytú!
«... Otras muestran las bromas típicas que cada sexo emplea al referirse al vestido del otro, dice Malinowsky, a quien su informador le asegura que significan: «No copulamos con quien tenga un pene corto; no copulamos con quien tenga una vagina estrecha»:
Hombres, usáis bandas duwaku
como hojas púbicas.
Esas bandas son cortas,
demasiado cortas.
Nada tan corto nos inducirá
a fornicar con vosotros.
Mujeres, usáis hojas siginanabu
para vuestras faldas.
Son hojas estrechas.
Nada tan estrecho
nos inducirá a penetraros.
Ocioso sería traer ahora más ejemplos de danzas-juego con este carácter. Dejemos apuntada la posibilidad de que en el Pámpano Roto del Barranco de Guayadeque pudieran detectarse perfiles comunes con otras manifestaciones habituales de libertad sexual. La clave la guarda un pasado -no el próximo de mis informantes: sino otro más pasado aún- cuya distancia lo nimba todo, y del que parecen surgir, para embellecerlo más, aquellas palabras de Juan Ramón Jiménez que hoy cierran capítulo: «Qué poesía cobra la adivinación de lo lejano, el confuso recuerdo de lo apenas conocido».
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NOTAS
(1) FRENK: Corpus de la Antigua Lírica Popular.
(2) Sahumerio, sahumario, zahumerio, zajumerio según dónde. Tanto se le dice al objeto citado de fibras vegetales que recubre la copa o brasero, que a lo que filtra: humo provocado por hierbas que sirven para alivio de males: “He tomado un sahumerio para este dolor de cabeza...”.
(3) Llama la atención que el número siete sea aplicado también a esta prueba, dato en el que coinciden los informantes, salvo el que exagera; aún así, sigue el siete de tope máximo y de referencia para más o para menos.
(4) Harina gruesa de maíz, cebada o trigo tostados (DRAE).
(5) Esta fiesta es la clásica cavada (puede verse La cavada y el origen del totemismo, de Enrique Casas. Madrid, 1947), aquí zorrocloco, asunto del que hablaremos ampliamente en otro lugar. Valga apuntar que el zorrocloco parece tener origen desconocido. Se cree que vino a sumarse a la vida aborigen canaria. El zorrocloco era el hombre que vivía el parto de la mujer sentado en un taburete como si fuera él quien estuviera dando a luz. Después recibía los regalos en la alcoba y se hacía la fiesta de la paria donde dicen los informantes que se bailaban los Aires de Lima, aunque ésto puede ser relativamente moderno. En las culturas ribereñas del Orinoco existe esta costumbre. El zorrocloco pasa del taburete a sentarse en la cama, a acostarse y a desalojar de ella a la esposa que acaba de parir. En América el cambio se produce de un día para otro. En Canarias el mismo día y permanece así los ocho que le siguen. La octava noche, la de últimas, se festejaba el bautizo. Los que bailaban cantaban a la vez unos ayes lastimeros, lánguidos, que recordaban los de la madre en el parto. "Cadencia del dolor” anoto en mi cuaderno entonces. Esta inversión de papeles la presencié excepcionalmente años antes en Santa Lucía, pueblo de la misma isla; era una fiesta continuada hasta el bautizo, buen marco para encuadrar la danza que tratamos junto a cualquier otra de las más generalizadas en Canarias: Isa, malagueña, seguidilla, folia...
(6) Remite a F. Giral: Las dioscóreas en la industria farmacéutica. Memoria del tercer symposium de Farmacobotánica americana. 1957.
(7) MALINOWSKY: La vida sexual...