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Sin los objetos, los conceptos de espacio y de tiempo perderían buena parte de su significación. Sin embargo, hemos de reconocer que el tiempo de los objetos no se rige por las mismas normas que el nuestro y sus horas abarcan cuadrantes fantásticos presididos por las palabras "ayer", "ahora ", "mañana" o "nunca" y más parecidos al aparato perfeccionado por Tycbo Brabe que a las esferas de los modernos cronómetros. A veces ese tiempo se acerca al de las personas y nos roza, dejándonos la sensación de que alguna parte de nuestro cuerpo ha entrado en contacto con aquella materia, ajustándonos a sus volúmenes o dejándonos percibir sus formas con la mirada o con el tacto. La impresión es real pero precaria y, a lo sumo, el arrimo se prolonga basta abarcar una parte más o menos larga de nuestra vida. Antes o después de ella, sin embargo, los objetos permanecen y extienden su existencia basta abrazar edades incomprensibles para nuestra modesta y limitada percepción. Como nosotros, esas piezas tienen una duración y se avienen a que creemos sobre ellas necesidades, mitos, beneficios y hasta afectos, estando entre las primeras y los últimos la posibilidad de contemplarlas en museos, bajo fórmulas expositivas más adecuadas a su tamaño que a su uso aunque siempre quepa la posibilidad de suplir esa carencia con una contextualización apropiada que al menos nos aproxime a su significado.