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Verano de 1976.
Después de estar en el taller de madreñas en Pola de Siero busco la aldea de Avalle para ver a los artesanos cesteros. Usan «madera de avellano, castaño o sangrelo, que no valen más que para leña o para cestos», dice Vicente. El avellano, como da avellanas, sale más caro porque el fruto tiene ahora buen precio y antes apenas ninguno. De los treinta y tantos vecinos que pueblan Avalle, ocho son cesteros, que, como se suele decir, sacan el jornal para ir tirando, «pero hay que trabajar todo el día. No se vaya usted a creer nada del otro mundo, que de 400 ó 500 pesetas no salimos. Aparte de que hay quien no hace otra cosa porque estoy impedido. Cada fin de semana viene una furgoneta a por las canastas que hemos hecho. Las que más salida tienen valen 25 ó 30 duros. Las llevan a Posadas y a San Vicente de la Barquera; casi siempre para la parte de Santander, y las revenden a no sé cuántos duros más, posiblemente muchos, pero claro, ellos se quejan de tener que pagar la gasolina. Ya les tendrá cuenta, digo yo, si no, no venían hasta aquí, tan lejos de todos los caminos; lo hacen cada semana y cargan las piezas de cada uno, según». Así que humedecen la madera, la alisan, hienden los troncos para sacarles láminas y van formando el cesto. (Canta una gallina). «Antes había más de ocho cesteros, oiga, eran todos los del pueblo». Avalle pertenece a Arriondas, aunque está a dos kilómetros de Cangas. «Del río acá, es cosa de Arriondas. Cesteros nuevos no hay y vea que me da pena. Los que quedamos somos viejos; calcule lo que va durar esto». Vicente tiene cinco hijos en Alemania. El ruido de retorcer la madera en seco es como el paso apretado de los siglos. «Lo que se saca viene a ser una ayuda a la pensión. Ayer ya iba bien con que cada uno hiciera tres docenas a la semana. Si ayer se vendían a cinco ó seis pesetas, ahora se venden a doscientas, pero también todo cuesta en esa proporción o más. Ahora ya no se llega ni a la docena. Este oficio se morirá, pero fíjese: mi padre nos crió a ocho hermanos siendo cestero».
Otoño de 1992.
Subo a Avalle por Cangas de Onís. Quedan Mento y Pepe haciendo cestos a partir de finas láminas de madera de castaño con refuerzo de avellano. Hago esta visita como si tuviera una cita con la nostalgia, aunque yo quiera revestirla de cata etnográfica. Digamos que vengo a constatar la salud artesana, que apenas se mantiene, y a comprarle a Mento unos kilos de manzanas para el camino ¿hacia dónde? Me cuenta que «no sabe si el viento se llevó la flor o los ratos secaron las raíces, que fain boquetes como a meu cabeza», la cosa es que este otoño es de muy poca fruta y el que la tiene es para su casa. La sidra tendrá que buscar manzanas en otros pagos. Las manzanas volverán con la cosecha próxima, Dios lo quiera, pero lo que son los cestos, es posible que no. Pepe y Mento aún construyen con sus manos esas bellas formas a la puerta de sus casas hoy que hace buen tiempo. Cestos que luego aparecen en las tiendas turísticas a unos precios multiplicados, sin que el comprador sepa su pequeña gran historia, sin ninguna cita de la larga lucha que tuvieron en su origen, la humilde aldea de Avalle.