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Mi amor por los pueblos del Andévalo crece en cada visita (ayer fue la última: suelo enganchar el camino hacia Madrid por esa zona). No sabría meter en cintura de razón por qué me late ese amor; lo cierto es que me late. Lo mismo me veo en las "colas" o en el San Juan de Alosno, que en la Peña de la Puebla de Guzmán, que en el Día de Albricias de El Cerro.
Hace veinticinco años (semana arriba o abajo) anduve estudiando las danzas cerreñas y luego las filmé como documento para una vieja serie mía. Desde entonces, bien a través de visitas al pueblo, de lecturas o de conversaciones con Don Julio Caro Baroja (que con tanto gusto recordaba los ratos pasados en El Cerro) no he perdido de vista este paisaje, este aroma que se me quedó a vivir dentro. En 1994 quise vivir entero el Día de Albricias y volcar en unas notas (sólo unas notas) mi impresión, como quien escribe la página siguiente del cuaderno de campo. Hoy releo lo escrito y lo paso a limpio sin quitar ni poner coma, a ver si lo comparto con persona interesada y juntos nos atrevemos a defender este patrimonio común. Así lo vi, así lo doy:
«El movimiento de calendas, a estas alturas, crea ya poca confusión por la simple razón de que todo parece confuso. Cuando las manifestaciones culturales del pueblo estaban llenas de sentido, quizá hubiera sido imposible cambiar una fecha por parecer impropio que lo que tenía que suceder ayer sucediera mañana por decreto. Hoy las cosas son distintas; las fiestas están tan ligadas a otros asuntos que resulta a veces un galimatías intentar establecer una relación entre los distintos elementos que aparecen en ellas y ubicarlas en las fechas en las que suelen hacerse. En los últimos tiempos, por si faltaba algo, incluso se ha atendido más a apañar puentes vacacionales y otras conveniencias por el estilo para que la gente acuda. En la vida actual tienen mal acomodo los actos tradicionales en su raíz (perdido el rumbo, tampoco se sabe cuál es), y al desplazarlos de su tiempo, se alejan de su sentido y vienen a transformarse en fanfarrias, espectáculos, bocado para turistas, y nadie sabe qué le reserva el futuro antes de pasar a estampa de almanaque.
No pasa aún así en El Cerro de Andévalo, que conserva como puede y sabe su gran fiesta primaveral, pero alguna de las cuestiones citadas asoman su amenaza en el día de Albricias, que se hace el Domingo de Resurrección. Vamos a analizar los elementos que se han unido ese día, cada uno proveniente de sabe Dios qué otras celebraciones, a ver qué sacamos en limpio.
Por la mañana hacen Misa, cumplen algunos compromisos protocolarios y recorren las calles los danzantes hasta acabar todos a mediodía en una gran nave industrial adaptada como comedor.
Los elementos folklóricos que se aprecian del pasado: las danzas, las reúnen en una especie de suite, y los hombres y las mujeres que las hacen las repiten por todo el pueblo al son de dos tamborileros magníficos: los hermanos Bravo, a quienes acompañan dos niños de corta edad con sus flautas y tambores, herederos del puesto un día. Las danzas son la de Espadas, Folia (hecha por mujeres solas y por hombres y mujeres), y Fandango.
La Danza de Espadas es similar a las que he visto en otros puntos de España: Sariñena, Huesca, Almudévar-allí la conocen como El Degollado: la describe Schneider-, Obejo y otros lugares. En la de El Cerro, tan recia, pueden verse pasos diferenciados, más marciales. Los danzantes nones van unidos por las espadas; uno lleva la cazoleta de la propia y la punta de la del contiguo, menos el rabeón, último del grupo, que atiende a lo que le indica el que abre marcha, que hace de capataz. Son señales leves para que la danza evolucione sin perder el ritmo. En formación de desfile esperan que el tambor y la flauta hagan su introducción (compás que llevan con los pies sin moverse del sitio) y a un gesto dan una breve carrera, como de siete pasos, para caer a dos pies y empezar lo que ya podría llamarse danza. Este principio, de una enorme expresividad, sugiere que un día pudieron ser los mozos escogidos para las milicias los que se distinguían con la danza, a lo que seguía el alarde. Tras el paso descrito, sin romper la formación, hacen una especie de correcalle. Los pasos dados en este caso con botas altas, como en San Bartolomé de la Torre, confieren gran fuerza al marcarlos. En otros pueblos cercanos se hacen más suaves, más alados, con alpargatas ayer, hoy con zapatos de lona, y no con pantalón recto hasta abajo, sino a media pierna y con medias. Tras el correcalle, el rabeón se cuela entre las filas y se coloca el primero, lo que provoca que todos le sigan, y en esa evolución forman el caracol para deshacerlo luego. Muy vistoso es este paso que envuelve y que suelen hacer más bien en la plaza por motivos de espacio, lo mismo que la rueda, en la que los danzadores cierran el círculo y sin cambiar el paso introducen esta variante, que viene a enriquecer la visión. Camisa blanca y pantalón negro, llevan una banda roja cruzada al pecho, al hombro izquierdo, mientras que otros las llevan oscuras y al hombro derecho; todas bordadas en dorado.
Viene después una danza de mujeres solas, por parejas, a la que llaman Folía. Llevan en conjunto un traje reciente, digamos del siglo pasado, aunque pueda contener elementos sueltos de tiempos anteriores. Las partes del vestido y del aderezo vienen a ser iguales a lo que ya he dicho sobre las propias danzas y su reunión en una suite: tienen distintas procedencias y se unen en el mismo día y escenario. La camisa de las mujeres es de paño grueso y bordada a bastidor en mangas y pechera, a veces parecida un poco a los dibujos de Lagartera (Toledo), o a los de Camarinas (Coruña), aunque sean son obra de mujeres cerreñas. La falda es de tela comprada fuera, que asemeja vejez, de tonos poco brillantes, más bien desvaídos a conciencia, y corpiño y paño blanco bordado a la cabeza. Como joyas lucen pulseras propias y gran collar con baño de oro. La única que lo lleva de oro/oro dicen que es la mayordoma. Son joyas propias, prestadas o de herencia, lo que indica que puede vestirse toda aquella mujer que pueda, sin número cerrado. He dicho lagartera y me fijo en que los zapatos de color con borla y las medias multicolor me recuerdan, como las joyas al pecho, al mundo charro, con el que podría tener relación. A continuación hacen el baile hombres y mujeres. Los pasos de ellas son leves, como si lo que pretendieran fuera mostrarse al hombre que está delante de manera estudiada, por delante, por detrás y por ambos lados. Los pasos breves los acompañan con las manos haciendo picos y chocándolas por dos veces en el aire a la altura de la cara, como si un día hubieran llevado crótalos, hoy eliminados, quedando el movimiento de los dedos como recuerdo. Mientras ellas evolucionan de esta manera uniforme, ambas a la vez (recuerda el Corri-Corri de Arenas de Cabrales, o el Zángano malagueño, o el baile del sombrero en Sabinosa, Gomera: véanse estos ejemplos antes de negar lo que digo, tan dispuesto se está a negarlo todo cuanto no se conoce), ellos dan pasos de salto alzando una mano y otra alternativamente, subiendo y bajando las manos desde delante, lo que puede indicar que un día llevaran palo, bastón, cayado o algo que los distinguiera como jefes, pastores o lo que fuera (pueden verse los dibujos de la Cueva de Cogul, en Lérida). La interpretación que canta este tipo de danza, sea la de aquí o la de algunos de los lugares dichos, despojada de ropajes dicieochescos y de abalorios al paso, es la de un jefe de clan, o de tribu que escoge mujer, y el hecho de bailar antes las mujeres solas, aunque pueda parecer que es así desde hace tres días (posiblemente la memoria popular así lo diga), es perfectamente lógico, puesto que es una exhibición de las mujeres antes de entrar el hombre a bailar con la seleccionada.
Lo último que hacen es el fandango; es danza que denota alguna contaminación. Mientras las otras danzas siguen conservando una coreografía elemental y maravillosa, con cierto grado de pureza, el fandango parece traer la huella de los antiguos coros y danzas, que hicieron sus coreografías según el gusto de quien fuera. Es el fandango un baile festivo que, como la jota callejera o la seguidilla, se bailaba al son que cada uno entendía y no de la manera como lo hacían los coros y danzas, o sea, en cuadrículas, como el esperpento de la danza misma. En realidad, puede que el fandango le daba algo más de lo que parece a Portugal. He visto bailar casi lo mismo allende frontera. Quizá de lo que queda, lo hermoso esté en el aire recio que imponen las parejas, en la danza hecha al borde del saber y no saber, en la ingenuidad impresa en los bailadores, que casi puede ser la misma que traían cuando el mundo rural propiciaba estos encuentros de mujeres y de hombres los días de fiesta. Ha llegado así y así hay que celebrarla. Esperemos que no se toque más.
Siguiendo las horas de este día, viene la comida de hermandad. Y visto que las danzas son como una reliquia, arqueología del alma, diría, una vez hechas, las gentes se pasan de inmediato a otras danzas colectivas, ya con la contaminación sevillana, que, por extensión ha puesto el nombre de "sevillana" a cualquier seguidilla pueblerina, y no digamos cuando hace su aparición un coro rociero, donde la marisma, la arena y las cuatro cosas de las que no salen algunos autores, inundan de ripios el ambiente. En pocas palabras, las señas de identidad se sacan el día de Albricias del cajón del olvido, guardadas que estaban en alcanfor, para, acto seguido, dar paso a la homologación facilona de los cantantes de turno que hacen su agosto recopilándose banalidades unos a otros.
Quede Sevilla en su sitio y el Rocío en el suyo. Y veamos que este pueblo de El Cerro tiene lugar propio y bien tallado. Alegra ver la lozanía de sus bellas danzas. No en balde, junto a la Puebla de Guzmán y Alosno, forma el trío de las señas de identidad que van quedando por el Andévalo, desde cuyo monte más alto, el dios Endovélicus quizá esboce una mueca triste al ver cómo nadie se acuerda de él cuando se baila, o se canta, o se celebra la fiesta que un día, lejano, perdido, igual se hacía en su honor».
He aquí las notas que tomé el 2 de abril de 1994. Este año vuelvo al Cerro el Día de Albricias (Albricias, para Covarrubias "vale como anunciación, lo que se da, lo que nos trae buenas nuevas. Quieren algunos que se aya albricias de albicias, porque cualquiera que traía buenas de alegría entrava con un vestido de vestidura blanca». El de Autoridades insiste en que significa «dádivas, regalo u dones que se hacen pidiéndose o sin pedirse, por alguna buena nueva o feliz suceso a la persona que lleva u da la primera noticia al interesado») con la esperanza de comprobar un año más que lo que preside es la buena nueva del respeto por estas manifestaciones para que, simplemente, siga madurando lo que siga.