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Durante los últimos tiempos asistimos a la desaparición de considerables aspectos de la vida tradicional, anclada secularmente en maneras de pensar y comportamientos apenas modificados incluso por el acontecer político o administrativo. Basada fundamentalmente en la transmisión oral a través de una comunicación directa limitada generalmente a los hechos o sucesos cercanos e inmediatos, la vida tradicional se complementaba con otros recuerdos transmitidos de generación en generación en forma de cuentos, leyendas, adivinanzas, romances, juegos, danzas o canciones, de modo que se conformaban «comunidades de memoria», caracterizadas por una historia colectiva y la memoria de su pasado mediante su relato, y así, al hacerlo, van ejemplificando hechos o personas que han encarnado el sentido de la comunidad, participando en rituales, estéticas y éticas que definen a la comunidad como una manera de ser y vivir, donde el equilibrio entre la tradición y lo nuevo se mantiene, construyéndose sin apenas rupturas[1].
Memoria pública y comunitaria
Memoria pública y comunitaria, de transmisión oral, que persigue que los grupos humanos mantengan en el tiempo y el espacio un cierto equilibrio (al menos formalmente) respecto a las relaciones sociales e incluso institucionales sustentado, generalmente, en el cuasi sometimiento del individuo a la propia comunidad, a las normas de la casa, a las obligaciones de parentesco, parroquiales y de vecindad. Obligaciones estas que, aunque no se efectúen en un plano de igualdad sino dependiendo del lugar que se ocupe dentro de la casa o de la comunidad, o apenas lleven a cuestionarse las causas de determinadas situaciones (las diferencias económicas, sociales, de relación o estatus entre personas y grupos de la propia comunidad), intentan que prevalezca la costumbre como auténtica supervivencia para la comunidad y el propio individuo.
La prevalencia de la costumbre arrastra al estatismo y evita grandes rupturas; sin embargo, en el transcurso histórico, las estructuras externas superiores, la apertura y el contacto entre comunidades, la propia dinámica interna de la sociedad con sus conflictos sociales, tensiones, roces y enfrentamientos han dado lugar a cambios más o menos intensos o dilatados en el tiempo, en los que conviven los viejos hábitos, usos y prácticas de la comunidad con las nuevas incorporaciones. De esta manera, lo que solemos llamar «sociedad tradicional» ha ido conformándose y modificándose a lo largo del tiempo, de modo que,
...en realidad, la sociedad que hoy entendemos por «tradicional» es, como dice Naredo, la sociedad que empezó después de las desamortizaciones del siglo xix. Y aquella era una sociedad de transición entre una sociedad antigua, casi feudal en algunos aspectos, y la sociedad industrial[2].
Pero, si bien en esta sociedad tradicional puede hablarse de una relativa vigencia de las viejas costumbres, emanadas tal vez de antiquísimas normas legislativas del poder constituido, en los últimos cincuenta años se han visto agitadas por una serie de innovaciones, principalmente del ámbito tecnológico y de la comunicación, que están suponiendo una gran quiebra con el pasado.
En los últimos tiempos, las transformaciones del medio rural, tanto las materiales y productivas como incluso las simbólicas, han sido sustanciales. Por todos es conocida la pérdida social y económica, aunque menos la simbólica, que en la sociedad actual tienen la cultura rural y la agricultura, a pesar de que, de una manera un tanto romántica, se conserve una imagen del campesino como portador de los valores tradicionales.
Mientras hace unas décadas la cosmovisión de las gentes del ámbito rural se transmitía generacionalmente, sin apenas rupturas ni grandes diferencias, hoy en día nos encontramos con concepciones incluso contrapuestas que rompen con este legado. Así, podemos hallarnos con personas cuyos valores tienen por referentes las tradiciones y los ritos que han vivido desde niños; otras, cuyo estilo de vida está basado en los valores de la industrialización y el consumismo y, en fin, los hay que defienden una concepción de la vida supeditada a la globalización y la informática.
La introducción progresiva de los medios de comunicación, tanto de personas y mercancías, como audiovisuales (primero de la radio, después de la televisión y actualmente de Internet junto con el teléfono móvil) han roto el aislamiento secular del mundo rural y las viejas formas de comunicación localistas que en la vida rural se utilizaban.
En nuestros días, la sociedad ha experimentado tal mudanza respecto al predominio de lo social o comunitario sobre lo personal o psicológico, que una buena parte de ella, primando lo segundo, da paso a posturas más individualistas y personalistas con el consiguiente debilitamiento del vínculo social (representado en el medio rural sobre todo por las asociaciones de carácter religioso y cultural) y la pérdida de confianza en la organización colectiva, en ese algo en común que hace sentirse tanto parte acogedora como parte acogida. Es decir, se está llevando a cabo un proceso de individualización por el cual las actitudes, comportamientos, valores y creencias de las personas se cimentan no en los valores tradicionales e institucionalizados sino en elecciones personales, tanto en el aspecto moral, religioso, político e incluso de las relaciones primarias y de trabajo.
Con ello no estamos denunciando que hayan disminuido las expresiones colectivas, sino que hoy, tal vez más que en otros momentos, vivimos en una sociedad del espectáculo, de la teatralidad, de la representación, de las masas reunidas (ya sea en el ámbito rural, ya en el urbano) y falta a veces el vínculo común del conocimiento del rito, quedando reducidas estas expresiones colectivas a simples reuniones de masas, sin otras pretensiones que el mero espectáculo.
Las distancias se han visto asimismo acortadas por unos medios de locomoción que permiten desplazarse de manera rápida y confortable, concediendo unas posibilidades de contacto con otras personas, con otras formas de vivir y actuar que modifican las maneras de concebir e interpretar el propio ámbito cotidiano. Es decir, se ha producido un cambio en la valoración del espacio y el tiempo; vivimos en una sociedad en que la instantaneidad y la provisionalidad, la velocidad del transcurso de la cantidad de información que nos llega, generan una celeridad temporal que permite conocer los hechos sin necesidad de estar en ese espacio concreto. Así, por ejemplo, en el propio espacio privado de la casa, miles de personas consiguen (gracias a la televisión o Internet) tener conocimiento de hechos que están sucediendo en ese instante a miles de kilómetros de distancia y pueden repercutir en sus propias vidas.
Ambos medios, tecnológicos y de locomoción, han modificado, pues, el acerbo cultural y comunicativo utilizado hasta épocas bastante recientes basado en unos puntos de referencia temporal concretos, principalmente determinados por elementos como las estaciones del año, el tiempo litúrgico, las faenas agrícolas, los cuidados de los animales y los contratos con ellos relacionados, de manera que en estas culturas agro-ganaderas, como manifiesta Alberto del Campo Tejedor, es en los rituales y las fiestas donde más intensamente podemos apreciar esta relación entre el tiempo cronológico-meteorológico y el tiempo vivido:
Durante los meses de buen tiempo, especialmente mayo y junio, los rituales (…) funcionan con un sentido propiciatorio y de exaltación positiva, escenificando miméticamente la unión entre tierra, vegetación, animal y hombre a través de prototipos o arquetipos que recrean simbólicamente el orden natural de las cosas. Por el contrario, las fiestas y rituales invernales —desde Todos los Santos hasta el Carnaval, y muy especialmente los días en torno a la Navidad— tienen en común su carácter grotesco y de inversión del orden, que expresa en clave simbólica, con una lógica jocoseria y ambigua, el lado oscuro de la existencia, conjurando ritualmente los miedos al mal tiempo, al tiempo aciago y nefasto, al tiempo del frío, la noche, el hambre y la muerte[3].
Cada cosa a su tiempo
Existía por tanto un tiempo para el trabajo y para el descanso, para la fiesta y para el recogimiento, se respetaba el ritmo de los días y los ciclos del año, garantizando con ello el orden y la reproducción del propio sistema, se observaba lo que la costumbre marcaba, no se alteraban los comportamientos, sino que se buscaba un orden en todo, pues, como ya manifestaba en el lejano siglo xv fray Hernando de Talavera:
Ca mucho yerra y excede el que en tiempo de lloro é de tribulación viste vestiduras de alegría. E por el contrario, el que en tiempo de alegría y de solemnidad trae vestiduras de tristeza y cotidianas (…) no hacen diferencia del carnal á la cuaresma, ni del viernes al domingo, ni del cutiano á la fiesta[4].
Puntos de referencia recogidos, ya en 1627, por Gonzalo Correas en su Vocabulario de refranes y frases proverbiales y otras fórmulas comunes de la lengua castellana, cuya relativa vigencia en el mundo rural aún pudimos comprobar con ocasión de un trabajo de campo realizado por la provincia de Valladolid en los años ochenta del siglo pasado[5].
Durante siglos, en la vida cotidiana las estaciones del año y el tiempo litúrgico cristiano han influido sobremanera en los quehaceres de la sociedad. La Iglesia, con su calendario festivo tomado en muchos casos del calendario festivo pagano de los últimos tiempos del Imperio romano (es decir, cristianizando y adaptando las fiestas preexistentes, sin realizar un cambio en las costumbres festivas), generó lo que Julio Caro Baroja, en su magnífico libro El Carnaval, denomina «el orden pasional del tiempo»[6], de forma que el año litúrgico cristiano marcaba los momentos en que se podían realizar señaladas acciones o expresar determinados sentimientos, hasta tal punto que un mismo acto podía tener diferente «punidad» según el periodo del año o el momento del día en que se hubiera cometido, existiendo un orden del tiempo marcado por los dictámenes religiosos, una visión del año señalada por el año litúrgico cristiano aun sabiendo que existen otras formas de hacerlo, tal y como señala Bartolomé Bennassar[7]. Año litúrgico que, como también manifiesta Julio Caro Baroja, es
ante todo, una especie de constante manifestación de Cristo, que se expresa en el ciclo temporal, de los domingos, Pascua, octava de Pascua, Semana Santa, Pentecostés y su octava, la Asunción y la Fiesta de la Cruz. También en el ciclo de Navidad y las fiestas que quedan entre los dos ciclos citados, cuales los de la Epifanía, la Trinidad, «Corpus», y algunas más modernas[8],
y que ha sido el referente para la vida de las gentes en una Iglesia católica que, durante mucho tiempo, trataba de ordenar tanto la vida privada como la pública[9] con su presencia en la vida personal y comunitaria. Es decir, trataba de controlar no solo las mentes sino también el tiempo, mediante el calendario litúrgico cristiano, pues como manifiesta Jacques LeGoff:
Aquellos que controlan el calendario tienen indirectamente el control del trabajo, del tiempo libre y de las fiestas[10].
Presencia que se hace innegable desde la reforma tridentina (la cual organiza incluso la desorganizada vida eclesiástica y crea mecanismos de control impositivos) y que contrasta en cierta manera con lo que había ocurrido en momentos anteriores pues debemos apreciar que, durante el Medievo, la Iglesia veía «obstaculizada» su misión por la situación de unas gentes que solían ser analfabetas; desconocían el latín de la liturgia; solían ignorar los mensajes que recibían; no asistían con tanta asiduidad a la iglesia y conservaban sus creencias y prácticas, en muchos casos precristianas, todo ello a pesar de la insistencia eclesiástica en persuadir y crear imaginarios mediante la iconografía y la oralidad, expresada esta no solo con la plática o el sermón, sino también con el teatro o las comedias, los romances, las canciones o los cuentos o leyendas populares. Unas gentes con una cultura que, como manifiesta Joaquín M. Puigvert:
…en el alba de la Edad Moderna, grosso modo, podríamos considerarla epidérmicamente cristianizada y de carácter fundamentalmente mágico y materialista. Por dos motivos. En primer lugar, porque los miedos ancestrales (y atávicos) a la muerte, la enfermedad, al hambre, a las guerras, a las catástrofes climáticas, a la pérdida de las cosechas y del ganado, no eran percibidos, por amplias capas de la población de antiguo régimen, como consecuencia de causas o explicaciones «naturales», «normales» o políticas, sino resultado de fuerzas sobrehumanas e irracionales a las que había de aplacar mediante todo tipo de ritos, ceremonias y tabús. Y en segundo lugar, por tratarse de una cultura que alejada de todo ideal ascético (e intelectual), era festiva, cómica, grotesca, obscena, carnavalesca y comunitaria (…). Una cultura (como muestran los flabiaux medievales y las muchas recopilaciones de proverbios y sentencias) que enlazaba, a su vez, con una tradición bastante continuada de sátira anticlerical y antimonástica, de orígenes y procedencias diversas (…); anticlericalismo que gozaba, utilizando palabras de J. Huizinga, «ante las figuras del monje deshonesto y del cura gordo y tragón», poniendo a menudo de relieve la contradicción «entre lo que hacían y lo que predicaban, entre su conducta real y su fingida virtud». En definitiva, una cultura popular, (…) de marcado carácter pantagruélico y materialista (…), con cierta tendencia a la obsesión por la comida y bebida (en exceso y abundancia), además de mostrar su interés por los goces y placeres eróticos y el bienestar. Ideas recurrentes que con una tenaz persistencia alimentaban, a su vez, múltiples fantasías geográficas cristalizadas en el ciclo de leyendas y romances referentes a países (de Jauja o de Cocagne) donde la abundancia, la prosperidad y la ociosidad no tendrían límites[11].
La Iglesia católica, sobre todo a partir del concilio tridentino, combina:
…la represión por la fuerza (sería el caso de la acción de los tribunales de la Inquisición y de las cazas de brujas) con métodos más persuasivos (y, quizás, a la larga, más efectivos) ofreciendo a campesinos y artesanos un sustitutivo o una alternativa a las prácticas que trataban de abolir con la intencionalidad de crear (por decirlo de alguna manera) una nueva cultura destinada a las clases populares[12]
en un proceso de modificación y «depuración» cultural y de religiosidad popular que, como considera Joaquín M. Puigvert, se concreta en cuatro direcciones:
1. Diseñando un determinado «tipo ideal» de obispo y párroco (…): (a) dándoles una formación intelectual y «profesional» específica (a través de los seminarios y de las conferencias eclesiásticas); (b) sometiéndolos a pruebas o exámenes de selección para obtener beneficios con cura animarum; y (c) otorgándoles, a su vez, ciertas posibilidades de promoción y de movilidad ascendente en el interior de la Iglesia del Antiguo Régimen (...).
2. Reforzando la naturaleza territorial de la parroquia (con límites y fronteras precisas) para asegurar no solo la percepción del diezmo sino también un mejor y más eficaz encuadramiento de los fieles (…); párroco responsable, a su vez, de llevar los pertinentes controles burocráticos y estadísticos de los quinque libri parroquiales.
3. Fomentando las donaciones testamentarias de los clérigos (obispos, canónigos, párrocos) y de las familias situadas en los puestos intermedios o superiores de la escala social (ya fueran nobles, burgueses, o campesinos ricos), con el objetivo de financiar la fundación de distintos conventos (especialmente en ciudades y villas intermedias) así como distintos instrumentos de «aculturación» y de socialización religiosa interclasista a ellos vinculados. Instrumentos que podían ser de muy variada índole: ya fueran sermones y misiones interiores; escuelas y catecismos; retablos e imágenes entendidas como ideotarum libri; o cofradías.
4. Intentando llevar a cabo, finalmente, una política contraria al carácter festivo, «profano» y materialista de muchas manifestaciones de la religiosidad popular que culminaban a menudo en comidas comunitarias; fiestas que resultaban para las autoridades eclesiásticas y civiles manifestaciones «supersticiosas», cuando no «obscenas» (de manera especial en el caso de los carnavales o de las llamadas fiestas de inversión), o con ciertas posibilidades «subversivas»; (…) por su parte, los países católicos también intentaron (con resultados desiguales) reducir el número de fiestas de manera especial a partir de que Urbano VIII publicó la constitución Universa (1627) limitando el numero de fiestas con prohibición de trabajar a 80 (52 domingos 25 fiestas de precepto 3 eventuales fiestas de patrones)[13].
La religión cristiana, a través de los tiempos, ha tenido dos tipos de manifestaciones: una religiosidad que incide más en lo interior e intelectual, de los pensadores que formulan los misterios y verdades que se deben creer; y una religiosidad popular, que se exterioriza socialmente mediante gestos, rituales devocionales, procesiones e iconografías. Es decir, a lo largo de la historia han coexistido una «religión oficial» y una «religiosidad popular» (cuyas prácticas eran consideradas secundarias por la religión oficial)[14], que debemos tener en cuenta si queremos entender ciertos comportamientos tanto de la jerarquía eclesiástica y el clero, como de la propia comunidad de creyentes[15].
La religiosidad popular
Una adjetivación, pues, de la religión como popular que hace referencia a otro tipo de religiosidad que, por lo general, es distinta de la tipificada como oficial aunque, según José Luis García,
ambas se entremezclan, coexisten de forma más o menos diferenciada, y no es tarea fácil definirlas con precisión[16].
Y una adjetivación que suscita algunas preguntas: ¿qué entendemos por popular?, ¿qué es antes: lo popular o lo oficial? Preguntas que obtienen respuestas diferentes según autores; así, para algunos, la religiosidad popular no existe como concepto sino como síntoma de una crisis interna de la pastoral católica[17], mientras que otros, como Luis Maldonado, en respuesta a la segunda pregunta, manifiesten que:
Hay autores que piensan que lo primero sería la popular, y lo segundo, lo posterior, es decir, lo derivado, sería lo oficial, lo institucional en cuanto opuesto a lo popular. Es difícil, ciertamente, mostrar, desde el punto de vista histórico-temporal o diacrónico, qué es lo primero. Lo que sí podemos decir es que hay una cierta relación dialéctica entre lo popular y lo no popular (llámese oficial, institucional, etc.). Y, sobre todo, se puede distinguir entre lo popular y lo popularizado, es decir, entre lo originario y genuinamente nacido de un pueblo y lo introyectado en él por diversas vías. Evidentemente, lo popularizado no tiene por qué ser negativo. Por el contrario, un grupo humano sin la asimilación y el injerto de valores exteriores, sumido en una endogamia cultural, estaría condenado a la esterilidad o a la entropía evolutiva. Sería el peor etnocentrismo[18].
Por nuestra parte, estamos con Salvador Rodríguez Becerra cuando expresa que:
El fenómeno religioso, tanto en sus expresiones externas —rituales o de culto— como en el campo de las creencias, es una realidad viva que se modifica en interrelación con la economía, la política, las formas de organización de la sociedad, los cambios ecológicos y todos los elementos que constituyen la cultura[19].
Es decir, a través de la Historia, junto con la «religión oficial», se ha manifestado una religiosidad que podemos denominar «popular», eminentemente devocional, ritual, expresiva y festiva, en la que subyacen la acción evangelizadora de la Iglesia en sus largos siglos de historia y los propios ritos que ya poseían los pueblos en su seno, de manera que, como manifiesta Roger Arnaldez
…los cristianos, esparcidos por todas partes, tuvieron que evangelizar. Ahora bien, una conversión, incluso sincera, no suprime ni las mentalidades, ni las costumbres, ni siquiera completamente las antiguas creencias. Hubo, pues, que dar una significación nueva a los viejos ritos y a viejos cultos. Las rogativas, la bendición de las cosechas, del ganado y del mar, sustituyeron a los ritos agrarios; en el cruce de los caminos, los calvarios substituyeron a las divinidades de las encrucijadas; las piedras levantadas se coronaron de cruces; procesiones en honor de la Virgen o de un santo guardaron en ciertos lugares su antiguo carácter sagrado; muchas veces había allí una fuente, a menudo siete caños, como las que se encuentran relacionadas con la leyenda de los Siete Durmientes de Éfeso. La bendición del agua bautismal, la ceremonia de los Ramos, el cirio pascual y la hoguera, dentro mismo de la liturgia, aunque en relación muy estrecha con la fe cristiana, vuelven a adoptar ciertamente símbolos arcaicos. Las mismas fechas de Navidad y de Pascua pueden no ser independientes de las celebraciones paganas de una religión astral. El culto de los santos vino a propósito a reemplazar el de los dioses, semidioses y genios. Finalmente, varios templos paganos se transformaron en iglesias[20].
Es decir, en la nueva fe de los pueblos cristianizados se introdujeron sus propios ritos ancestrales que a lo largo del tiempo se entendieron ya como indiscutiblemente cristianos por los propios protagonistas, insertándose incluso como parte del propio culto, originándose de esta manera la religiosidad popular por la introducción en la fe cristiana de creencias precristianas y las propias peculiaridades de las poblaciones rurales y campesinas, aceptando y asimilando la Iglesia estos elementos en su evangelización y catequización[21]. Como afirma Oronzo Giordano:
La nueva fe debe abrirse paso y construir sus espacios sobre un terreno ya ocupado por las creencias y usanzas antiguas, es decir, por un conjunto de costumbres religiosas y de creencias que no pueden atribuirse al influjo de mentes singulares, que no se difundieron gracias a una autoridad individual, sino que formaban parte de la herencia del pasado. Una nueva religión, por consiguiente, solo puede atraer fieles si se apoya en los instintos y en las características religiosas ya presentes entre los hombres a los que se dirige, y no puede llegar hasta ellos si no tiene en cuenta las formas tradicionales en que se manifiesta el sentimiento religioso, o si no habla una lengua que puedan comprender los hombres habituados a aquellas formas más antiguas[22].
E incluso convirtiendo los templos sagrados del paganismo en lugares de culto al Dios verdadero, pues así, por ejemplo, ante el intento de la destrucción de los viejos templos y la reacción contraria del pueblo, refiriéndose a las cartas que Gregorio Magno (el cual, inicialmente, consideraba necesaria la destrucción total y por cualquier medio de todo lo que recordaba al paganismo y, ahora, propone conductas más tolerantes y comprensivas), dirige al abad Melito:
No destruir los templos paganos; basta retirar las aras y los ídolos que hay en ellos y, en su lugar, construir altares con reliquias de santos, consagrándolos con el agua bendita; puesto que —prosigue Gregorio—, si esos templos están bien construidos, es necesario que pasen del culto de los demonios a la veneración del verdadero Dios, para que la gente misma, viendo que no destruimos sus templos, abandone el error y, reconociendo y adorando al verdadero Dios, continúe frecuentando los lugares y los templos que le son tan familiares[23].
Sin embargo, mientras que la Iglesia en un primer momento tolera estos antiguos ritos paganos e intenta despojarlos de su inicial sentido, revistiéndolos con uno nuevo conforme a los dogmas cristianos (ya que la nueva fe generalmente no viene a sustituir sino a superponerse)[24], tiempo más tarde (incluso siglos) los denuncia como indecorosos, llenos de burla y risa, supervivencias del paganismo, de manera que los prohíbe y dejan de formar parte de los cultos litúrgicos, si bien se permite inicialmente practicarlos en todo caso en el exterior de la iglesia pero fuera del culto, para más tarde, ya a fines del Medievo, decretar su prohibición dentro de la fiesta religiosa.
No obstante, su pervivencia en la comunidad conforma una religiosidad popular en la que se agrupan elementos sacros y profanos, componentes que expresan una actitud de fe y una relación con la divinidad, junto a otros que pertenecen a la cultura y al folklore popular. Una religiosidad en la cual predominan, contrariando incluso al verdadero espíritu cristiano, las manifestaciones externas, a las que se concede más importancia que a las obras o la fe interior.
Es decir, se produce una hibridación permanente entre lo que llamamos religión oficial y religiosidad popular, aunque, por supuesto, la Iglesia distinga claramente entre liturgia y rituales o piedad populares, encargándose constantemente de recordar su diferencia: mientras en la liturgia lo que predomina es la acción de Dios, pues es acción sagrada, donde se actualiza de forma participativa el misterio de Dios hecho hombre, en la piedad popular lo que prevalece es la actitud de las personas que recuerdan unos hechos religiosos o trascendentales, incorporando a ellos aspectos personales, emocionales, culturales; celebraciones, ritos, oraciones… que pueden complementar a la liturgia pero en ningún caso igualarla o sustituirla. Es, como afirma Luis Duch, la religión de las «gentes sencillas», del «hombre simple», la «religión viviente»[25].
Hibridación, pues, entre religión oficial y religiosidad popular, a pesar de que la Iglesia, a través del protagonismo facilitado a la jerarquía y al clero, tanto regular como secular, camine hacia una separación de la comunidad llamada «pueblo» mediante actuaciones y comportamientos muy claros en sus ritos y lenguajes.
La Iglesia, desde muy pronto, pasa de una organización fraternal a una estructura social jerárquica (recordemos a san Agustín en La ciudad de Dios mostrándonos claramente que cada persona ocupa un lugar en un mundo jerarquizado, en cuya cúspide se halla Dios). Principios que van forjando unos cimientos sólidos, de manera que en el siglo iv ya son claras las diferencias entre los diversos fieles que componen la Iglesia; la división entre clérigos, monjes y seglares es patente, no solo en las atribuciones y prerrogativas que los primeros van a poseer sino también en las formas externas; como señala K. Baus[26], en las iglesias, los clérigos ocupan lugares vedados para los otros fieles o, en las procesiones, existe un orden jerárquico: clero, monjes, vírgenes y viudas y, al final, el pueblo. Asimismo, el papa León II, en el año 682, prohíbe a los seglares predicar. A partir del siglo viii, el sacerdote, en el sacrificio de la misa, actúa él solo como representante de todos los demás oyentes y, en el siglo x, puede considerarse que los seglares no realizaban ya funciones pastorales. Incluso, respecto a la posibilidad de tocar los ornamentos sagrados, como recoge Benito Remigio Noydens en 1681:
Los Sumos Pontífices han dado privilegio a los Religiosos, para que los legos puedan tocar inmediatamente los Cálices, y Patena, el Ara, y Corporales, y también lavarlos la primera vez, de que fe arguye, que los feglares y mugeres pecan venialmente en tocar el Caliz confagrado, y a las demas cofas, ya dichas, aunque no aya menofprecio; si bien, tratando de efte punto el P. Sanchez enfeña que no aviendo menofprecio quiza no sf pecado aun venial, y fi lo es, es levifsimo[27].
Asimismo, la Iglesia conserva durante largos siglos el latín como lengua oficial tanto para la enseñanza como para el culto, mientras que el pueblo cada vez la comprende menos. La participación popular en los sacramentos se reduce a un mínimo y la liturgia se clericaliza. A la vez, en las iglesias el presbiterio se reserva para el clero, separándolo de la comunidad de creyentes; el altar se dispone de espaldas a la asamblea y se introducen muchas oraciones en silencio y otras que el ministro recita personalmente, no en nombre de la comunidad; o se prohíben las representaciones o dramas sacros en las iglesias, etcétera[28].
Una Iglesia católica, en fin, que, al igual que otras confesiones, se llena de ritos y símbolos (valga como ejemplo el simbolismo de los colores utilizado para los actos litúrgicos, los cuales, desde que a principios del siglo xiii el papa Inocencio III los hiciera oficiales, son: el blanco, como imagen de la pureza y de la luz, que expresa alegría, inocencia, inmortalidad y el triunfo de la gloria y se utiliza en las fiestas del Señor, de la Virgen, de los ángeles y confesores y en las ceremonias nupciales; el violeta, signo de penitencia, empleado en Adviento, Cuaresma, rogativas, vigilias y en las Cuatro Témporas y Septuagésima; el rojo, que significa amor divino, fuego y sangre, se emplea en las fiestas del Espíritu Santo, de los mártires, Pentecostés y en la Pasión; el verde, símbolo de la contemplación de los bienes eternos y la esperanza de alcanzarlos, se usa desde la Octava de la Epifanía hasta la Septuagésima y desde la Octava de Pentecostés hasta el Adviento; el negro es el color del duelo y se reserva para las misas de difuntos y el Viernes Santo. Además de estos cinco colores, se emplea el azul, color del cielo, para las fiestas de los ángeles, y el amarillo, para las fiestas de San José[29]. Ritos y liturgia, pues, que se van generando y que incluso sirven más tarde para justificar la propia existencia de la Iglesia en esa herencia y ese pasado, forjándose una constante resistencia al cambio y un conservadurismo que, desde el Concilio de Trento (donde sienta las bases de su doctrina), hasta el Concilio Vaticano II, es decir, más de 400 años, la mantiene prácticamente sin cambios, apreciándose, no obstante, a partir del Vaticano II ciertas matizaciones para adaptarse a los signos de los tiempos, pero aún sin modificaciones sustantivas.
De esta forma, la religión se instrumentaliza para la imposición litúrgica y de poder, generándose un tipo de relación entre ambas en que la religión oficial tiene muchas veces que asumir a su pesar la religiosidad popular, es decir, la dinámica y práctica social real de la religiosidad, pues más bien cabe pensar que ha sido la Iglesia, como institución, la que ha tenido que ceder y asumir la religiosidad popular, es decir, la que ha tenido dificultades a la hora de hacer llegar su mensaje, pues este, por lo general y a pesar de la imposición o de la confesión, no solía tener mucho eco en el pueblo (o este lo entendía a su manera), exceptuando determinados grupos muy reducidos o señaladas personas (generalmente del sexo femenino)[30].
Así nos encontramos en ocasiones con la paradoja de que la falta de apego por la práctica litúrgica (llámese Santa ) se halla unida a una fidelidad acentuada por el culto o la práctica piadosa a tal Cristo, Virgen o santo, del mismo modo que la hostilidad popular hacia la jerarquía eclesial manifestada tanto en el anticlericalismo como en las revueltas y motines no obsta para que el mismo pueblo alborotador, que tal vez no acuda a ningún acto litúrgico durante todo el año, critique a la Iglesia y renuncie a ella, continúe rezando o no encuentre inconveniente en pasear a su patrón o Virgen en procesión, incluso sin tener reparo en poder quemar al santo o Virgen del pueblo de al lado, como manifestaba un obispo de Valladolid:
Aquella gente estaría dispuesta a dejarse matar por su Virgen local, pero no tendrían ningún inconveniente en quemar las de sus vecinos[31].
A fin de cuentas, los cargos del pueblo son contra el clero, contra clérigos, frailes, monjas y gentes afines, por la inadecuación de su conducta (simonía, avaricia, holgazanería, lujuria, glotonería...) con la que presumiblemente deben mostrar. Defectos que el pueblo evidencia en cuentecillos, chascarrillos, chistes, versos, refranes o canciones, y las obras literarias[32] lo reflejan incluyendo algunas obras de autores eclesiásticos, como lo señala Julio Caro Baroja respecto al maestro fray Facundo de Torres, abad de Sahagún que, en su Philosophia moral de eclesiásticos... publicada en Burgos en 1602, afirmaba:
En estos miserables tiempos la conducta del clero deja mucho que desear. Hay mucho hombre de Iglesia, pero la Iglesia está desamparada: Una de las causas que pueden lastimar el pecho de la iglesia, y obligarla a llorar amargas lágrimas, no neguemos es la que padece cuando se halla tan acompañada de ministros y tan sola, por ser tan pocos los que como deven cumplen con su ministerio... No solo los simples sacerdotes, sino tambien los prelados, predicadores y maestros. Hay infinidad de grados en la república eclesiástica que gozan de privilegios; pero en casi todos sus representantes ignoran las obligaciones elementales. Tales juzgo a los Eclesiásticos, que no aviendo querido ser casados, procuran amistades de mugeres, que es cierto que no lo hizieren, si no les arrastrara el desseo y el gusto de la Vista y conversación, pues si esto faltara libremente las dexaran; y aún me persuado, que quien no quiso parecer santo y continente en la público, y tener oficio de casado en lo secreto, donde batallan junto los indicios de sancto y de deshonesto[33].
Enemistad, en fin, entre el propio clero secular y regular que se plasma en las disputas teológicas, discrepancias doctrinales, en la escuela, en el confesonario, en el púlpito, bajo las que se oculta una lucha fiera por el dominio de la sociedad[34].
En este sentido, en el anexo mostramos varios ejemplos recopilados en Villabrágima de personas que, si bien se consideran creyentes e incluso beatos, manifiestan que «muchos curas son de poco fiar», y llegan incluso a adentrarse en el propio concepto religioso, tal y como nos declaraba una informante, para la cual
la religión es una posibilidad de relacionarme con Dios, igual que puedo hacerlo conmigo misma o con las demás personas, los animales e incluso la propia naturaleza, no necesitando de los curas para esta comunicación con el Señor[35],
y que viene a expresar lo que manifiesta Julio Caro Baroja:
El proceso mental que conduce al anticlericalismo es sencillo. Se parte de la creencia de que la religión católica como tal es buena, bella y verdadera: pero los que la sirven son malos, mentirosos y de fea conducta. Entre los dos extremos o polos se establece una relación íntima[36].
Junto a este protagonismo de la jerarquía eclesiástica en los rituales, la Iglesia, en su afán de unir el poder divino y el temporal[37], fue conformando la existencia de un ambiente sacralizador impregnando la vida, en todas sus facetas, de un carácter que se encuentra tanto en la configuración de la estructura territorial como en las manifestaciones externas sean del tipo que sean e incluso en la vida privada, de tal manera que la religión pasa a ser un elemento fundamental para entender la mentalidad individual, las manifestaciones culturales y la propia relación comunitaria, llegándose a estructurar la realidad en tres planos:
…el espacial, las vertientes personales y sociales y el de las relaciones sin barreras entre el mundo terrenal y el celestial. Todos ellos muy estables, hasta que en el siglo xviii comenzaron los primeros signos de crisis de aquella religiosidad colectiva y el lento camino hacia la secularización contemporánea más moderna[38].
De esta forma, podemos ver cómo hasta épocas no muy lejanas han sido criterios religiosos los que han conformado la estructura territorial, y así, por ejemplo, la condición de la persona venía definida no solo por el lugar de nacimiento sino también por la diócesis de procedencia, o era la parroquia la que delimitaba el vecindario: en tal parroquia se bautizaba o en tal parroquia se realizaba el funeral (cabe recordar que hasta el siglo xix el enterramiento se realizaba en la misma iglesia parroquial a la que se pertenecía). Incluso, dentro del mismo pueblo, las hermandades y cofradías, las imágenes de los santos o de la Virgen, creaban entre los propios vecinos unos lazos de cohesión social a la vez que subrayaban los rasgos distintivos de unos grupos frente a otros.
El poder de la Iglesia
Como es conocido por todos, en España, hasta prácticamente el siglo xix, la Iglesia (y no el Estado) ha desempeñado funciones de carácter social y asistencial e incluso de carácter político y administrativo. Así, por ejemplo, los censos se realizaban por «almas», no por personas; los repartos de limosnas, aunque fueran municipales, los efectuaban los señores curas párrocos; los edificios emblemáticos tanto de las ciudades como de los pueblos eran (por no decir todavía son) las iglesias, por su mayor elevación y prestancia, y constituían el patrimonio de la localidad. De igual modo ocurre con otras grandes alturas de la población que también se hallan coronadas por una cruz (bien colocando veletas terminadas en cruz, bien instalando una cruz en la parte más alta del tejado), o lo mismo sucede con las cruces colocadas en determinados lugares del pueblo y en las encrucijadas de los caminos, o las que se disponen en el lugar donde ha ocurrido una muerte violenta.
De la misma manera ha sucedido con los actos públicos y las fiestas que, aun pudiendo tener un componente profano, casi siempre se hallan unidas a aspectos religiosos, bien articulándose el acto público con manifestaciones por las calles de la población (danzas, hogueras, procesiones, rogativas, vía crucis, viáticos, funerales…), bien utilizándose la iglesia o sus campanas (a toque de campana se anunciaba una serie de acontecimientos tanto religiosos como paganos: se acudía a misa, al triduo, a la novena, al rosario o a un funeral; se comunicaba un incendio o suceso; o el pago de la contribución, o la asistencia a un determinado acontecimiento aunque este fuera en el ayuntamiento o en la plaza mayor; también el atrio o dentro de la iglesia servía para reunir a la población, y al propio templo, en cuya puerta eran expuestos, se acudía para conocer los anuncios…), es decir, como señala Henry Kamen, la devoción a la fe católica era universal
pero la forma práctica que adoptaba era la devoción a la parroquia local y a su santo patrono. Todos los ritos de passage, desde el nacimiento hasta la muerte, se desarrollaban en el templo local[39].
Unos edificios sagrados, las iglesias, ubicados generalmente en el centro del pueblo al lado de la plaza mayor, de ambiente frío, de suelo de piedra, sin calefacción alguna, en cuya parte delantera, ocupada por las mujeres, se encontraban los hacheros, las pequeñas arcas y los reclinatorios mientras que en la trasera se hallaban unos bancos para sentarse los hombres. Y una iglesia, lugar de reunión, al menos semanal, de los fieles, en la que se realizaban las principales ceremonias de los cristianos (bautismo, primera comunión, matrimonio y entierro), que servía, sobre todo en el Medievo, como lugar de refugio, de seguridad e, incluso, de recaudación de impuestos (diezmos), convirtiéndose, a veces, como manifiesta para la Alta Edad Media Oronzono Giordano, en lugar donde
se guardaban a menudo las provisiones anuales para conservarlas y protegerlas de la intemperie y de la rapacidad de los ladrones [en donde se] recomienda a los sacerdotes que no consientan que los pastores reúnan su ganado en las iglesias para pasar la noche, a no ser que se trate de rebaños de paso; en tal caso no se negaba cobijo a los guardianes y a los animales [y donde] en más de una localidad los mismos sacerdotes abrían tabernas y despachos de géneros alimenticios al lado o incluso dentro de las iglesias[40].
A la iglesia, en fin, era obligatorio acudir los domingos y fiestas de guardar, asistiendo devotamente a la santa misa, con atención, dejando de trabajar o de realizar cualquier otra obra por ser día de descanso dedicado al Señor, pues, como ya expresa el Catecismo para los párrocos, según el decreto del Concilio de Trento... mandado publicar por Pío V en 1566, los hombres, en los días de fiesta, deben ocuparse en unas obras y ejercicios:
…que acudamos al templo de Dios y asistamos allí con atención humilde y fervorosa al sacrosanto sacrificio de la misa, y que recibamos con frecuencia para curar las enfermedades del alma, los divinos sacramentos de la Iglesia, instituidos para nuestra salud espiritual[41].
El catecismo no hace más que señalar lo que ya manifiestan los señores visitadores en sus registros a las parroquias, advirtiendo que acudan a misa los hombres y mujeres, mozas y mozos de catorce años para arriba y que:
…no la quebranten arando, cavando, segando ni vendimiando, ni mosteando, ni vendiendo pan ni vino arrobado, ni hunzan carros ni carretas, ni vayan a caza ni pesca, ni al molino; ni los oficiales tenderos ni mercaderes usen sus oficios ni aran sus tiendas ni vendan sus mercancías, ni vayan otros servicios serviles semejantes, so pena de tres reales a cada uno, e medio real al que no oyere misa entera por la primera bez, e por la segunda doblada, e ansi baya creciendo la pena como fuere creciendo la contumancia... y a los que no quisieren pagar, los curas invoquen el auxilio del brazo seglar si fuere necesario, so pena de excomunión; e a los alcaldes de esta Villa, que les den todo favor e ayuda para execucion de la pena[42].
Y si esto manifiesta el señor visitador del pueblo vallisoletano de Tudela de Duero, en 1566, trescientos años más tarde, en 1858, el P. Fr. Jacinto Montargón, en su diccionario apostólico que acopia las formas para componer los sermones y pláticas que los curas pueden dirigir a sus feligreses[43], recoge la siguiente plática relacionada con la observancia de los domingos y fiestas:
Para concluir hoy y no lo olvidemos jamás, que si los domingos y fiestas son días destinados al descanso del hombre, es para consagrarlos al servicio divino; que si rehusamos consagrarle este descanso pasajero, Dios ha jurado en su indignación que no entraremos en su descanso eterno (...). Si en el discurso de la semana os habeis dedicado absolutamente a vuestros negocios temporales; si os habeis ocupado en labrar las tierras, cultivar las viñas, en recoger las cosechas, en limpiar vuestros granos, al menos dad a Dios el domingo entero. Del Señor es la tierra y cuanto en ella contiene: el mundo y todos sus habitadores (...). Todos los tiempos y todos los días son suyos y de todos ellos se ha reservado el domingo para que se lo consagremos particularmente. No le defraudeis un solo instante del día que ha escogido para sí y que quiere que le consagreis: su precepto es formal. La Iglesia lo exige y confirma su mandamiento con los edictos de los césares y emperadores que prestan su autoridad al mandamiento divino (...). ¿Nos mostraremos rebeldes? ¡Ah! Queridos feligreses, tengo formado mejor concepto de vuestra piedad. En ello hay un grande interés vuestro, porque del descanso temporal que se os exige en esta vida parareis al descanso eterno de la gloria. Y no oir solo parte de la misa, sino la misa entera de modo, que antes de la bendición del Sacerdote, no pueda salir nadie de la Iglesia; y que si lo hicieren, sean confundidos públicamente (…). La consagración es parte principal de la Misa, y faltar á ella será pecado grave (…). Desde el principio de la Misa hasta el Evangelio exclusivamente, se juzga materia leve por lo común entre los Teólogos. Lo mismo dicen de la parte que hay desde la comunión hasta el fin (…) falta gravemente al precepto de oir Misa el que no pone el cuidado y atención que se necesita, y exige el Sacrificio, aún cuando haya asistido materialmente desde el principio hasta el fin de él[44].
Y santa misa oída con la debida atención, pues como manifiesta Benito Remigio Noydens:
No cumple con el precepto de la Miffa, el que esta divertido en hazer obras de manos, o otras acciones incompatibles, con la intencion interior, como fon, eftudiar, efcribir y hablar. Verdad es, que los que estan parlando, pueden cumplir, fi atienden a ratos, a lo mas fuftancial de la Miffa (…). No impide la atención de la Miffa, el rezo de las Horas Canonigas, obligatorias, ni la penitencia, ni lo que alguno reza obligado por voto; con tal, que por lo menos virtualmente atienda que eftá oyendo Miffa[45].
El mismo autor muestra algunos ejemplos de quiénes están excusados de oír misa, encontrándose entre ellos:
…las amas, y ayas de niños pequeños, quando ni los pueden dexar en cafa, fin peligro probable de daño, ni los puede llevar a la Iglesia fin grave molestia, turbación del Sacerdote, o circunftantes ni las cafadas que no pueden ir a Miffa, fin mucho efcandalo de fus maridos, porque han de aparejar las cofas neceffarias, y no tienen criadas que lo hagan. Finalmente, y qual vez queda efcufada la doncella, y otra cualquiera muger que fabe que la espera en la calle vn perdido que la inquieta.
La iglesia se convierte pues, en lugar de encuentro (tanto dentro como en el atrio; antes, durante y después del oficio religioso). Pero un lugar de concurrencia que, como reiteradamente manifiestan las pastorales, no es utilizado muchas veces para entrar en ella sino que, como expresa Oronzo Giordano, al tratar de los sermones dominicales de Cesáreo de Arles:
Muchos se dirigían a la iglesia, pero no entraban en ella: se quedaban en la explanada que había delante y allí atendían sus asuntos sosteniendo animadas discusiones y litigios; los más jocundos y los más jóvenes comenzaban largas partidas de dados y de cartas (…). Las mujeres, más asiduas y fieles a las ceremonias litúrgicas, frecuentaban puntualmente la iglesia, pero aprovechando las largas salmodias y las lecturas, a menudo incomprensibles para ellas, se dedicaban al charloteo y a la chismorrería con la amiga cercana, hasta el punto de estorbar el desarrollo de las funciones (…). Era costumbre difundida entre los fieles comenzar a despejar la iglesia mucho antes del fin de las ceremonias, sin esperar a que el celebrante pronunciara la fórmula de despedida (...). El sínodo de Agde, probablemente por sugerencia del mismo Cesáreo, estableció que los seglares para cumplir con el precepto dominical, debían oír totas missas y no debían abandonar la iglesia antes de que el sacerdote diera la bendición de despedida[46].
Lugar para el encuentro, sí, pero teniendo cautela de no mezclarse, sino de estar separados por sexos, ya que hasta el Concilio Vaticano II el sexo femenino debe sentarse en la parte delantera y el masculino en la parte de atrás (costumbre que aún perdura en las personas mayores de los pueblos). Prohibición esta de estar juntos en los oficios divinos, que reiteradamente los señores visitadores realizan, incluso estableciendo el orden de colocación que, por cierto, es inverso al que por costumbre se suele realizar aún en las iglesias rurales: desde la mitad del templo hacia delante, los hombres y, desde la mitad hacia atrás, las mujeres.
José-León Martín, para la localidad de Tudela de Duero (Valladolid), nos presenta cómo, una y otra vez, en el año de 1558, el señor visitador pide que se abandone la costumbre de que las mujeres se mezclen entre los hombres en la iglesia, por ser esto «indecente», «deshonesto» y «escandaloso», porque:
...muchos moços, con poco temor de Dios y de sus conciencias, quedan entre las mugeres y se ponen a la pila del agua bendita... y desde allí azen señas a las mugeres, profana y deshonestamente, lo qual es grande perjuicio de sus Animas y conciencias...[47],
acompañando la prohibición de las penas de excomunión mayor y de dos reales «a cada uno por cada vez que lo contrario hiziere» y ordenando a los curas que este mandato se cumpla, so pena para ellos de dos ducados. Y si los feligreses sancionados se negaren a cumplir la pena que les fuese impuesta
...les eviten de las horas e oficios diuinos y no les admitan hasta tanto que les paguen... Y amonestamos en virtud de santa obediencia y so pena de excomunion a los alcaldes de esta villa... que, requeridos por los dhos curas, los saquen de la ygl.ª y los tengan presos hasta tanto paguen la pena de los dhos dos Rs...
motivo este de la separación de sexos porque, como manifiesta Antonio Lobera:
La Iglesia es lugar deputado para detestar las culpas y llorar nuestros pecados, pidiendo a Dios misericordia, lo que es dificultosísimo de conseguir, estando juntos los hombres y mugeres; ya por la diversión de los sentidos, ya por la incitación de la concupiscencia[48].
Y, ante la pregunta de si hay que guardar orden, justifica incluso que:
Sí, deben tener los hombres la parte principal, y el lugar más honorífico, porque el varón es cabeza de la muger, como dice San Pablo.
Y en la iglesia hay que estar con atención y devoción, pues debemos recordar que hasta el siglo xix la jerarquía eclesiástica sancionaba la falta de respeto en la iglesia con la pena de excomunión y multa material, uniendo la sanción con la vergüenza pública de las tablillas (figuración manuscrita del nombre del trasgresor en papel de pergamino adherido a una pequeña tabla, colgada en la pared sobre la pila del agua bendita para que pudiera ser vista por todo aquel que, entrando en el templo, humedeciese sus dedos para santiguarse). Igualmente, al entrar y al salir del recinto sagrado se tomará agua bendita de la pila santiguándose después; al pasar por delante del sagrario se realizará una genuflexión o en momentos determinados de la misa (en la que se estará con la debida intención, atención y decoro), habrá que arrodillarse.
Del mismo modo, las mujeres irán cubiertas con el velo y con mangas en los vestidos (que no pueden ser muy cortos), evitando lucir la ostentación (un lujo inmodesto y una suntuosidad repugnante a la decencia y a la gravedad cristiana), o evitando también hacer movimientos, gestos y posturas que pueden llevar a insinuación de intenciones, y los hombres irán descubiertos, es decir, sin ningún tipo de gorra o sombrero en la cabeza que, dicho sea de paso, no deben colocar encima de los altares tal y como se recuerda en visita realizada en Villabrágima a finales del siglo xviii:
Se manda que las mujeres no se pongan en las tarimas de los altares ni se permita que los hombres descansen sobre sus mesas, ni que sobre ellos pongan monteras, sombreros ni otro algún estorbo
y, por supuesto, no hablando entre sí, ni jugando, ni riendo, ni molestando o distrayendo a los demás, ni durmiéndose, ni volviendo la cabeza para ver a los que entran o salen, ni realizando grandes exclamaciones o aspavientos en momentos de dolor como puede ser el entierro de un ser querido. Mandatos y hábitos que deben guardarse, insistiéndose sobre ellos en los tratados de teólogos y moralistas. Así, fray Hernando de Talavera, en 1496, señala:
…que el varón traya la cabeça defcubierta (...) y que la muger siempre la traya cubierta, por dar a entender que el varón, como dize el apóftol, es cabeça de la muger, y que ella es y ha de fer subjecta al varón y regida e governada por él, e no el varón por la mujer[49]
o fray Cristóbal de Fonseca, en 1598, quien afirma:
…San Pablo dize, que la muger fe cubra la cabeça en la Iglefia, pero el hombre no, que es hecho a femejança de Dios: y el cubrirfe el roftro y la cabeça antiguamente, era ceremonia de efclauos, y effo fignifica el velo que vfan las monjas: y afí dice Dios: Hagamos al hombre a nuestra femejança, para que feñoree y mande: mas la muger no tiene que mandar, fi fu marido riñere, no refponda, porque naturalmente fe ha de seguir discordia, como el fuego de las piedras que fe hieren[50].
Y no solo los tratados, sino que la autoridad eclesiástica reitera constantemente que los hombres no tengan cubiertas las cabezas en el recinto divino. José-León Martín recoge esta insistencia por parte de los señores visitadores, desde 1585 hasta 1748. En este año, en la parroquia de San Pedro de la localidad vallisoletana de Tiedra, el señor visitador escribe contra la moda de llevar el pelo sostenido con red:
Y hauiendo sido S.Y. bien ynformado de que en esta Villa, sin respeto al templo de Dios ni a lo que se le tenga el que es justo esta mandado en el edicto publicado en 25 de Henero de 1742 ay algunas personas que con poco temor de S. Mgd. Entran en la Iglª con gorro, sin necesidad, o con red en la caueza y con el cauello atado sin hauer bastado para estorbarse esta indecencia la proiuicion conttenida en el citado edicto, mando S.Y que en adelante ninguna persona de cualquier estado que sea, entre en la dha Igl.ª con red, ni atado el cabello, ni con gorro, excepto el casso de enfermedad e convalecencia en que el llevarlo sea necesidad, pena de excomunión mayor[51].
Y es que, como reitera en sus escritos Antonio Lobera y Abio:
Estos no han de estar con las cabezas cubiertas por el respeto debido a su Criador. Las mugeres deben estar veladas o cubiertas las cabezas, porque así lo determinó San Lino Papa, primer Pontífice, muerto mi padre San Pedro. San Pablo dice: que deben estar las mugeres cubiertas las cabezas por el respeto debido a los Ángeles. Durango dice: que deben estar cubiertas, porque en la muger tuvo su origen y principio el pecado[52].
Tampoco la costumbre de expresar el llanto de manera teatral (que no se comienza a prohibir por la Iglesia hasta finales del siglo xvi) deja de estar arraigada en las gentes durante largos años e incluso siglos, como nos lo muestra José-León Martín, pues, si bien, en el año 1579, en Castroverde de Cerrato el señor visitador prohíbe:
Otrosi, por quanto el dho Sr. Visitador fue ynformado que quando en esta villa mueren algunas personas las mugeres que ay en ella ban llorando e dando boces por las calles cuando lleuan a enterrar, e lo mesmo hacen dentro de la dha yglesia, por cuya causa ympiden a los clérigos de hacer su oficío como combiene, y a las demas personas quitan la debocion de rrogar a dios por el tal defunto, atento lo qual, su merd mando a las dhas personas, da aquí adelante no bayan a los dhos entierros so pena de quatracientos mrs. A cada vna por dada bez que lo contrario hiciere, aplicados a la fabrica de la dha ygl.ª; y mando al cura les execute la dha pena, yncurriendo en ella; no la queriéndola pagar, las euite de las oras a díuinos oficios hasta auerlos pagado. Y no lo cumpliendo el dho cura, pague la condenacion de su casa[53]
en 1724, es decir, 145 años más tarde, continúan las prohibiciones porque la costumbre permanece, como podemos ver en la localidad de Manzanillo:
Yten, ynformado su mrd. de que a los entierros funerales concurren las muxeres, hixas y parientas de los que mueren, y que movidas del natural sentimiento –y otras, por persuadir a que lo tienen–, prorrumpen en llantos y ademanes tales, que impiden la deuocion y atención deuida al cura y sacerdotes que celebran. Queriendo su mrd. remediar estte abuso ttan rediculo como infructuoso, mandaua y mando que dho cura las amoneste y persuada a que se abstengan a concurrir a semejantes actos quedandose en sus casas como mas razonable y decente, con apercibimiento que, no aquitandose a lo suave de estta providencia, se ttomara la que vaste a primera quexa.
Y si esto ocurre en el ámbito público, aún más en el privado. Baste recordar cómo en la puerta de entrada de las viviendas se clavaba una placa del Sagrado Corazón de Jesús o de la Virgen María, con la leyenda «Dios bendiga a esta casa»; de las paredes de algunas estancias se colgaban cuadros con estampas de vírgenes y santos o se colocaban benditeros, escapularios o medallas, crucifijos o esculturas de algún santo o pequeñas capillas de la Sagrada Familia, el Niño Jesús, la Virgen Inmaculada o la del Carmen, san José o el santo de devoción familiar (capillas que recorrían las casas con aposento en cada una de ellas, rezándolas y colocando una palmatoria con la vela o lamparilla encendida). Las personas llevaban su escapulario o medalla, es decir, algún objeto piadoso, y no podía omitirse realizar la señal de la cruz al entrar o salir de casa, al sentarse a comer, al pasar por la iglesia o lugar sagrado, al principiar algún negocio, al acostarse o levantarse, al igual que era necesario colocar la señal de la cruz en los escritos o trazar el signo de la cruz sobre los objetos que usamos o los alimentos que comemos, sin olvidarnos de que la cruz es «protagonista e instrumento insustituible de todas las prácticas de conjuro y de exorcismo»[54].
Igualmente, también se debía bendecir la mesa y dar gracias a Dios después de comer o cenar o, al tiempo de levantarse, acostarse o vestirse, decir una oración. O la obligación de confesar y comulgar al menos una vez al año (cumplimiento de la comunión pascual so pena de la propia excomunión) y por supuesto guardando el ayuno que precede a la comunión, es decir, no pudiendo tomar alimento tanto sólido como líquido desde las doce de la noche del día anterior hasta después de comulgar; ayuno eucarístico que se debe diferenciar del ayuno eclesiástico, el cual obliga a todos los fieles, desde los 21 años de edad en determinados días del año (sobre todo en tiempo de cuaresma), al ayuno y la abstinencia teniendo en cuenta la cantidad y calidad de los alimentos[55], deber este inexcusable, tan solo dispensado por las bulas. Y, por supuesto, entre los libros que debían hallarse en la casa (si es que sus moradores no eran analfabetos) no podían encontrarse las obras prohibidas por la Iglesia o, en su momento, por la Inquisición, sino los devocionarios, los de ayudar a bien morir o los manuales de confesión. No podían faltar las pequeñas estampas que eran colocadas en los libros como puntos de lectura o se llevaban en la cartera para rezar la oración que se hallaba en el reverso de la misma, o los recordatorios por la muerte de algún familiar o conocido que eran guardados como recuerdo perpetuo.
Esta presencia de la Iglesia tanto en la vida pública como en la privada obedecía no solo al poder temporal que poseía (basado tanto en los bienes materiales acumulados durante siglos como en la permanencia de la confesionalidad del Estado, el papel preponderante que desempeñaba en la educación y la capacidad de movilizar en momentos necesarios a los católicos militantes), sino mediante unos celosos guardianes de las santas costumbres en la comunidad: los curas párrocos.
Un clero secular proveniente de diferentes medios sociales, que a partir del Concilio de Trento recibe una formación más acorde con sus funciones y ve aumentar su protagonismo, ya que este Concilio erige a las parroquias en la unidad básica de la administración eclesiástica. El párroco tiene que residir en la parroquia y realizar una serie de labores sacerdotales y pastorales. Así, debe efectuar los Santos Oficios, teniendo precaución en realizarlos conforme a la regla, procurando no cometer defectos, tanto substanciales como accidentales, sobre todo en la santa misa, pues
el sacerdote está obligado bajo de culpa grave a precaver, en cuanto le sea posible cualquier defecto sustancial, y á suplirlo después de haberlo advertido. Debe también precaver los defectos accidentales, bajo de culpa grave o leve según la materia[56]
encontrándonos, como señala Fermín de Irayzos en 1829, con defectos graves tales como celebrar la misa con conciencia de pecado o no ir en ayuno natural, o con defectos más leves, bien por exceso o por defecto en la ejecución de los ritos y ceremonias de la misa. Así, faltan por exceso:
aquellos que con molestia y tedio de los oyentes alargan la Misa mas de media hora, aquellos que toda la Misa la dicen en voz alta, aquellos que las mismas cosas que se dicen en voz clara, las dicen tan clamorosamente, que perturban no solamente a otros Celebrantes, sino también a los oyentes, los que antes o después de la Consagración añaden algunas palabras de devoción, los que después de haber levantado el Cáliz, le besan el pie[57].
Del mismo modo, faltan por defecto:
…aquellos que sin ninguna preparación, y tal vez después de vanas e inútiles conversaciones, llegan inmediatamente a celebrar (…), los que al tiempo de revestirse, sin atender a las oraciones que se deben decir, ni al significado de los Ornamentos sagrados, rien y parlan con los otros (…), los que sin acabarse todavía bien de vestir, corren mas que andan, al Altar, mirando a una parte y a otra (…), los que por vanidad u otros motivos dicen la Misa en un cuarto de hora, y tal vez en menos[58].
Asimismo, el sacerdote debe atender a situaciones accidentales que se puedan presentar como:
Si la Hostia consagrada, ó alguna Forma cayere en tierra, tómela el Sacerdote con toda reverencia, cubra el sitio donde cayó hasta que se concluya la Misa, después de ella, limpie el sitio rayéndole un poco, y eche la raedura en la piscina. Si cayó en el mantel, ó otro lienzo, se lavará el sitio en que cayó, y el lavatorio se echará en la piscina. Si cayere algo del Sanguis, se lamerá con la lengua, se raerá el sitio, se quemará la raedura, y las cenizas se echarán en la piscina. Si cayere la Forma en los pechos de alguna muger, dirá el Sacerdote á la misma muger que tome con sus dedos la Forma y la ponga en el Copón, hará después que se lave los dedos, y la advertirá de lavar en su casa el sitio que tocó la Forma. Si cayese sobre la ropa de la muger, la levantará el mismo Sacerdote, y la advertirá que lave en casa aquella parte. Si adviritiere haber caído alguna Partícula, vea con cuidado si la puede divisar; y si no la viere, encomiende a Dios el caso, y no turbe á los circunstantes buscándola[59].
En este sentido, y aunque resulte obvio recordar, para la Iglesia, los oficios litúrgicos y en concreto los sacramentos, por ejemplo la eucaristía, el bautismo o la santa unción, no son puros actos simbólicos sino que en ellos actúa Dios, alterando las leyes de la naturaleza. De aquí, también, la importancia de guardar el máximo cuidado en dichos actos para que los elementos que se utilizan (pan, vino, aceite, agua) no caigan en manos sacrílegas, como pueden ser las de las brujas o hechiceros, los cuales, gracias a la intervención en este caso del demonio, en sus ensalmos y hechicerías, las utilizan para alterar y torcer sus propios fines. Incluso, los espacios sagrados también deben estar debidamente vigilados para evitar su degradación y contaminación del tipo que sea, tal y como manifiesta Antonio Escobar en 1650:
…cuando hay voluntaria efufion de fimiente humana de hombre o muger, aunque fea por copula conjugal, como no fea durmiendo. O quando fe fepulta en ella defcomulgado. O quando fe fepulta infiel, y entonzes no solo fe ha de reconciliar la Iglesia, pero tambien raer las paredes [...]. O quando todas las paredes o la mayor parte de ellas juntamente se caen. Poluta la Iglesia, lo queda también el cementerio antiguo en ella, pero poluto el cementerio no lo queda la Iglesia[60]
y Benito Remigio Noydens, en 1681:
…contra la fantidad del lugar, tal es quemar la Iglesia, cometer en ella homicidio culpable, ora fea voluntario, ora caufal. La efufion de fangre humana en cantidad notable, y tal que llegue a fer injuriosa, y mortalmente pecaminofa. Y afsi enseñan grandes Autores, que no es la efufiion sacrilegio, quando fe haze en defensa o en burla; tambien quando es folo de las narices, aunque fea pecado mortal (…) fe comete sacrilegio contra el lugar fagrado, por efufion: Humani feminis, fiendo mortalmente culpable. Tambien por la copula conjugal, tenida fin peligro de incontinencia en la Iglefia[61].
Aunque, como sigue indicando el propio Benito Remigio Noydens, hay límites para la continencia pues
por eftar los cafados encerrados en la Iglefia por largo tiempo como de un mes, enfeña Sánchez que no pecan en tener copula. Lefio señala catorze días por largo tiempo, y aun Suárez defiende que quatro o cinco días fon bastantes para efcufarlos del pecado. Además, fe comete sacrilegio contra el lugar fagrado, el enterrar en él a un descomulgado denunciado, o publico percuffor de Clérigo, algun infiel, o niño, que murio fin bautismo[62],
entendiendo por recinto sagrado, como expresa también Benito Remigio Noydens:
Por la Iglesia fe entiende el distrito que contienen las paredes de ella; por lo qual fe facan los confefsionarios, que son a modo de celdillas, la Sacrifstia, la torre, el dormitorio, y Claustro del Monasterio, y Oratorios[63].
Recintos sagrados que, por cierto, gozan de la inmunidad de la Iglesia y de sus privilegios.
El sacerdote también debe predicar todos los domingos y dar catequesis a los niños, llegando, incluso, a pecar mortalmente si no lo hace, como manifiesta Benito Remigio Noydens en 1681:
Los Curas, y los que tienen a fu cargo cuydado de almas, tienen obligación de enfeñar a los niños de fu Parroquia en los dias festivo, y Domingos la Doctrina Chriftiana, y los rudimentos de nueftra Santa Fe Catolica, la obediencia para con Dios, y fus padres: afsi lo ordena expreffamente el Tridentino, y vna conftitucion de Pio V tan apretada, que comunmente los Doctores juzgan, que el Cura que en efto fuera remiffo, peca mortalmente[64].
Además, el cura debe anotar todos los bautismos, casamientos y entierros, el cumplimiento del precepto pascual y las buenas o malas costumbres de sus feligreses (en los libros de matrícula nos encontramos con la expresión de los «cumplidos» y «no cumplidos» con el precepto pascual, así en el libro de matrícula de la iglesia de Santa María de Villabrágima, de los no tan lejanos años 1939 a 1946, podemos ver que junto al nombre y apellidos, estado, profesión, edad y cumplimiento pascual, se califica la conducta religiosa y moral del feligrés con una «b» de buena, una «r» de regular y una «m» de mala). Unas parroquias que se convierten, pues, en fuentes de control e información primordial gracias a estos libros de registro de casamientos, bautismos, defunciones y disidencias[65].
Sus medios económicos dependen principalmente de la parroquia ya que, según la cantidad de feligreses y sus posibilidades, el cura podía obtener más o menos diezmos y primicias, y dádivas u ofrendas (por funerales, por administración de sacramentos de vivos, o por estipendios de la misa)[66]. En este sentido, hemos de recordar que, hasta su supresión en el año 1837, el diezmo consistía en pagar la décima parte, es decir, el 10% de la producción agrícola en especie de los productos de la tierra y de la ganadería. Se dividía este diezmo en tres partes, cada una de las cuales se denominaba «tercia», que daban lugar a nueve novenos repartidos generalmente de este modo: un tercio para la catedral, un tercio para la iglesia local y un tercio para el rey. Si los feligreses estaban obligados a su pago, los curas habían de cuidarlo, evitando los fraudes y abusos, tal y como se indica en el despacho enviado en 1753 a todas las parroquias del obispado de Palencia (entre ellas Villabrágima), por el Licenciado D. Manuel Rubín de Zelis, pronotario apostólico, abogado de los Reales Consejos, Provisor y Vicario General de la Ciudad de Palencia y su Obispado, para que sea publicado y leído
en las respectivas iglesias en los dos días festivos siguientes a su requerimiento al tiempo de la misa mayor.
Este despacho señala algunas actuaciones tanto de los colectores como de los contribuyentes que
apartan para si los frutos de mejor calidad, y contribuyendo al Diezmo con los de aquella, que consideran mas inferior, e infima, debiendo, como deben, pagarle de el fruto, o frutos que cogieren, según su cualidad de bueno, mejor o mas infima, en la conformidad, que lo cogiesen sin reserva o separación alguna,
o de aquellos que en la medida
varían en el modo de ella, usandola, en lo que mira a sí, en lo mas amplio, y en lo que mira al Diezmo en lo mas estrecho,
recordando también que
si la Excomunión es impuesta por algún agravio o perjuicio, como sucede en el caso de los Diezmos, ningun confesor por autoridad, que tenga, puede absorver de ella, sin que sea satisfecha la parte, pudiendo, o con bastante caución de ello; y que ninguno puede salvarse, muriendo con tal vinculo de excomunión.
Y sigue con los castigos materiales que proporciona el fraude del diezmo, pues
a los que diezman mal, les menguará la vida, les quitará y menguará los frutos, y bienes temporales, les dará tribulaciones, enfermedades, pestilencia, piedra, niebla, langosta y males temporales, y les privará de la gloria.
Asimismo, manda observar que
ninguna persona saque, o levante parte alguna de el fruto de pan, u otras semillas que recogiese, sin avisar primero a los colectores, para que asistan a ver, según, y en la forma que se diezma; en cuya razon igualmente mandamos que no se use de diversas medidas, como ni de distintos modos de estas, sino que con la misma que se midiere el fruto para el Dueño, y de el mismo modo, que en cuanto a este se executare, se mida, y execute en quanto a la parte, que tocare al Diezmo, de manera que no se verifique exceso, o ventaja alguna repecto de la medida de del Dueño, metodo que asimismo mandamos baxo de la referida pena de Excomunión mayor a los Colectores de Diezmos, observen y guarden en el repartimiento, y distribución, que deben hacer entre los interesados, de forma que los repartan, por aquella medida, que los recivieron, ya colmada, o ya raída, según que les fueron pagados.
Y recuerda también que deben recogerse todos los diezmos en una cilla común y que
no procedan al repartimiento, y distribución de Diezmos, sin que primero sea asignado día para ello, y se hallen citados todos y cada uno de los interesados diez dias antes de el que fuesse asignado, y que hagan notoria a todos los interesados la formación de la quenta de Tazmia, con toda la expressión que va prevenida, y especificación de la parte, o partes, que a cada uno correspondiesse, como tambien de la que se huvieren de estraher de el globo, antes de proceder a su repartimiento, en caso de que por un justo motivo, o causa se deba sacar alguna.
Manda, en fin,
a todos los Thenientes Curas y Colectores de Diezmos, que hecho que sea notorio este nuestro despacho, y Carta, remitan dentro de quince días a este Tribunal, y Oficio de el infrascripto Notario mayor razon de todos, y cualesquiera abusos, que hallassen introducidos en sus respectivos territorios en orden a la satisfacion de Diezmos con especificación asi de las especies, como de las posesiones que en ellos se digan exemptas de dichas pagas.
Los curas párrocos son los que tienen contacto directo con los feligreses, tanto por ser los consejeros en lo espiritual (y muchas veces en lo civil) a través de la misa, la confesión, el sermón y la catequesis, como en momentos trascendentales tales como el bautizo, la comunión, la boda, o los entierros y misas por los difuntos, amén de ser las personas que controlan la vida de los feligreses y pueden excomulgar o multar cuando estos incumplen algún precepto.
Los curas párrocos, en fin, eran ensalzados, respetados y obedecidos en todo cuanto, para ellos, contribuyera a aumentar la fe y la buena moral y a erradicar la perversión en las costumbres y en el lenguaje. Sirva como recuerdo que, hasta los años sesenta del pasado siglo, ha perdurado la costumbre de besar la mano del cura cuando un niño se encontraba con él. Costumbre que, como manifiesta Antonio Lobera, en 1796:
Tuvo su origen desde Christo Señor Nuestro, a quien iban los niños corriendo al instante que le veían, y les llevaban sus Padres a que le besaran la mano y les pusiera su Magestad sus sacratísimas manos sobre sus cabezas, pidiéndole su bendición (…). Se besa las manos a los Sacerdotes por reverencia y humildad, pidiendoles oraciones, y que los presenten al Señor. Esta buena costumbre está en la Iglesia, y se conserva a mayor veneración de los Ministros de Dios y de su Magestad Soberna[67].
El control de las personas: la confesión
Unos curas párrocos que han sido, como hemos manifestado en la exposición precedente, los consejeros de las almas y los que han conocido (o han intentado conocer), mediante la confesión, lo más privado de las personas. Conviene recordar a este propósito lo que ha representado hasta hace unos años la conciencia de pecado que llevaba a la confesión, es decir, la búsqueda del perdón divino otorgado por los sacerdotes. Para ello hagamos un pequeño recordatorio de este tercer sacramento y el control que con él se ha ejercido sobre las conciencias de tantas personas.
La confesión, que en la primitiva Iglesia comenzó como un reconocimiento de las faltas ante Dios y la comunidad, pasó a convertirse en confesión privada ante un sacerdote con un examen de conciencia, arrepentimiento de los pecados, propósito de enmienda, declaración de los pecados al confesor y cumplimiento de la penitencia impuesta.
En los inicios del cristianismo, mediante el bautismo se pasaba a formar parte de la comunidad de creyentes. A mediados del siglo iii, comienza ya a hablarse de la necesidad de una segunda oportunidad de salvación para el cristiano pecador, y un siglo después ya aparece la penitencia pública, por una sola vez, ante el obispo, que impone sus manos al pecador, por faltas públicas como la fornicación o el adulterio, el homicidio o la apostasía, con un periodo posterior de expiación de los pecados por parte del arrepentido. Pero he aquí que el temor al desprecio y la vergüenza hacen que muchos fieles pospongan este perdón hasta el momento de la muerte, lo que provocaba un gran descenso en el número de participantes en la comunión. A su vez, se va introduciendo la confesión privada para los pecados ocultos, de manera que, con el tiempo, el rito de la penitencia ya pueden realizarlo los propios sacerdotes con licencia del obispo y, además, no solo con confesiones públicas sino también individuales, práctica que parece darse con la evangelización irlandesa. Lo cierto es que a partir del siglo vii se produce tanto la confesión pública como la privada, ganando terreno esta última, sobre todo por la aparición de los libros penitenciales que tarifan las penas para cada pecado de manera que, llegado el año 1000, es muy rara la penitencia pública en la cristiandad occidental, encontrándonos en el siglo x con que, habitualmente, durante la Cuaresma, se lleve a cabo una confesión privada preparatoria de la comunión de pascua. Unos libros penitenciales que, como señala Guy Bechtel, si nos fijamos sobre todo en el aspecto sexual:
En general los penitenciales de los siglos vi a xi, portadores de la «penitencia tarifada», parecen secuelas lógicas de instrucciones precedentes, por ejemplo las de san Agustín. Insisten en el valor del bautismo, predican la castidad fuera del matrimonio y, dentro de éste, la obediencia estricta a los mecanismos naturales de la procreación. No obstante rara vez hablan de la masturbación y acaso toleran ciertas conductas estériles, siempre y cuando sean extraconyugales. En todo caso no parecen castigarlas con gran severidad. Hay cierta relación, aunque no reconocida, entre determinadas penas un tanto leves propuestas por estos textos y las recomendaciones de las sectas maniqueas medievales, por las cuales el sexo era odioso, sí, pero fuera del matrimonio poco importaba que no sirviera para fines reproductivos[68].
Asimismo, la confesión única tiempo ha que desapareció y el número de confesiones por persona puede multiplicarse: anual, semanal e incluso hasta diaria, aunque no es hasta el año 1215, con el Concilio Lateranense IV, cuando se impone a los fieles la obligación de confesarse «después que han llegado a los años de discreción», al menos una vez al año, junto con la obligación sacerdotal de guardar el secreto de la confesión.
Tenemos, pues, la confesión verbal, individual y privada ante un sacerdote, al que hay que declarar todos los pecados mortales para que él conozca el delito y dictamine a pesar de las dificultades que este encuentra a veces para calibrar el daño, claro que para eso ya están los moralistas que elaboran los manuales de confesores, incidiendo en unos u otros pecados según la época e intereses. El concilio tridentino termina por mostrar toda la importancia de este tipo de confesión declarándola como «práctica de origen divino», so pena de excomunión para quien sostuviese que tal práctica era ajena al precepto de Jesucristo e invención de los hombres.
Un concilio, el de Trento, que modifica el examen de conciencia que pasó de basarse en los pecados capitales a que fueran los mandamientos la base para el examen del penitente. Así lo recoge el Catecismo para los párrocos, según el decreto del Concilio de Trento... mandado publicar por Pío V en 1566:
Y enseñen esto en primer lugar los párrocos: que en la confesión debe procurarse que sea íntegra y completa; porque hay obligación de manifestar al sacerdote todos los pecados mortales (…), debe enumerarse uno por uno, aunque estén muy ocultos y sean de la especie de los que se prohiben en los dos últimos preceptos del decálogo (…). Mas no debe hacerse la confesión diciendo únicamente los pecados mortales, sino también todas las cualidades que acompañan a cada pecado[69].
Es decir, deben discurrir por la mente del arrepentido que confiesa el pecado todas las posibles variantes del mismo, de manera que, por ejemplo, refiriéndose al pecado sexual, «los libros penitenciales son como manuales del amor reprimido» y:
Desfilan así ante la imaginación todas las uniones posibles o pensables en los diversos grados de parentesco natural o espiritual; todas las relaciones normales o anormales, de las que no se excluyen los animales domésticos; las mezquindades solitarias, las caprichosas inversiones de complacencias homólogas, la búsqueda exasperada de recursos eróticos alternativos para aplacar una sexualidad frustrada. Los llamados pecados contra natura, especialmente los cometidos por eclesiásticos o religiosos, son castigados con penitencias larguísimas y con castigos corporales que se aproximan al linchamiento[70].
Y es que, además, como reúnen los tratados que versan sobre el tema, los confesores deben ganarse la confianza de los penitentes, recibirlos con agrado, ofreciendo consuelo para conseguir que abran sus corazones y manifestar todos sus pecados, de aquí que, el abate J. Gaume, en 1864, al hablar sobre la habilidad del confesor en descubrir lo que dice el penitente, manifieste:
Es menester también que sepas aprovecharte diestramente de lo que te dice el penitente, para descubrir lo que calla (…). Será muy útil que en tus preguntas supongas siempre algo más en la especie y en el número de los pecados (…). Tu habilidad debe saber descubrir todo el mal, no solo cuando median ya declaraciones empezadas, sino hasta cuando ni siquiera las ha habido; ¿qué digo? aun cuando el penitente lo niegue todo, pero que las circunstancias te den probabilidades de temer que calla o que niega por vergüenza y por ignorancia culpable (…). Y como en materia de impureza, todos están sujetos a tentaciones, y mayor empacho cuesta descubrir estas faltas que las otras, si se te presenta un desconocido y no te manifiesta nada sobre este artículo; y sin embargo las circunstancias te dan lugar a sospechar un criminal silencio (…) antes de acabar en confesión, pregúntale, suponiendo siempre mas de lo que tal vez haya, y abre el camino con estas palabras: ¿Es verdad que ha oido malas conversaciones y ha tenido malos pensamientos? Si lo niega no dejes de tomar sus negaciones por afirmaciones, continúa y repite dos o tres veces: ¿No es verdad que has saboreado estos malos pensamientos? Aunque te responda que no, continúa y dile: No se turbe V., ni se desanime aunque les hubiese dado su consentimiento. ¿Le ha sucedido esto con mucha frecuencia? Y ¿es verdad que en seguida ha cometido alguna mala acción? Sucederá que el penitente, sorprendido al ver que entendiendo mal has adivinado precisamente la verdad, te dirá en voz baja: «Sí, Padre». No te quejes entonces, sino continúa en la investigación de nuevas faltas o del número de las que haya declarado[71].
Porque, como recoge Gérard Dufour, la confesión es un interrogatorio en el que el sacerdote somete al penitente, de manera que, citando a Fr. Valentín de la Madre de Dios[72], la confesión consta de:
…no menos de sesenta preguntas básicas, siendo lícito y recomendado al confesor completarlas con otras más particulares, aunque el mencionado fraile carmelita proponga otro modelo más rápido, con las siguientes preguntas ineludibles: Primer Mandamiento: ¿Sabe la Doctrina Cristiana? ¿No se acusa de no haber amado a Dios como debe; o de si no ha hecho los actos de las Virtudes Teologales, cuando ha tenido obligación? ¿Tiene algún pacto con el Demonio, o ha hecho algún hechizo, o ha creído en agüeros, o sueños? Segundo Mandamiento: ¿Ha jurado falso, o en perjuicio de tercero? ¿Ha dicho blasfemia alguna? ¿Ha hecho algún voto, que no haya cumplido culpablemente? Tercer Mandamiento: ¿Ha dejado de oír Misa alguno o algunos días de Fiesta? ¿Ha trabajado en ellos? ¿Ha comido sin necesidad carne en día de abstinencia; o lo no permitido en Sábado? ¿Ha dejado de ayunar sin causa alguna, o algunos días de obligación? ¿Ha comido huevos en Cuaresma sin Bula o necesidad? Cuarto Mandamiento: ¿Ha tenido alguna mala querencia sus padres? ¿Los ha perdido el respeto? ¿Los ha desobedecido en cosa grave? ¿Los ha dejado de socorrer en sus necesidades? ¿Ha perdido el respeto a otro superior suyo, como Cura o Alcalde? ¿Ha sido omiso en adoctrinar a sus hijos? ¿Ha tratado mal a su mujer, o le ha negado el débito conyugal? Quinto Mandamiento: ¿Ha hecho al prójimo, o a sí mismo, algún mal grave en la vida? ¿Le ha echado maldiciones? ¿Ha comido o bebido, con previsión de su daño, cosa dañosa, como tierra? ¿Ha deseado la muerte a sí o a otro? ¿Tiene algún odio o rencor? Sexto Mandamiento: ¿Ha derramado voluntariamente el semen humano sin ayuntamiento? ¿Ha tenido acto con bestia, o con otra persona del mismo sexo, o de diverso, pero no en el vaso natural? ¿Ha cometido acto carnal con mujer no suya, en el vaso natural? ¿Ha dicho palabras provocativas a lujuria? ¿Ha tenido tactos ilícitos consigo o con otra persona? ¿Ha tenido algún desorden en el uso del matrimonio, como apartarse del acto, sin ministrar su materia? ¿Ha tenido en este vicio malos deseos o complacencias defendidas? Séptimo Mandamiento: ¿Ha hurtado materia grave, aunque no haya sido de una vez? ¿Ha causado algún daño grave por algún hurto, aunque pequeño? ¿Ha mandado, o aconsejado algún daño grave, o participado en algún hurto? ¿Ha faltado gravemente en su oficio, o llevando más, o no pagando a sus oficiales, o jornaleros, o criados, o no cuidando de lo que está a su cargo, como debe? ¿Ha hecho injusticia grave en alguna compra o venta, u otro contrato? ¿Ha sido causa de algún daño grave, o se ha complacido en él voluntariamente? Octavo Mandamiento: ¿Ha levantado algún falso testimonio, o echado mentira alguna en grave perjuicio del prójimo? ¿Ha murmurado o descubierto al prójimo, algún pecado grave, o leve con infamia suya? ¿Ha dicho a otro alguna mala palabra o le ha deshonrado? ¿Ha tenido algún juicio, o sospecha, temeraria del prójimo?[73].
Tenemos pues, en el siglo xvi, totalmente estructurada la administración de la penitencia como control y exigencia por parte de los sacerdotes que, en su parroquia, disponían de un libro de confesiones para registrar los que se confesaban al menos una vez al año y los que no, con el objeto de que, si no lo hacían, fueran amonestados públicamente bajo pena de excomunión, esto es, dejaran de pertenecer a la Iglesia y no tuvieran posibilidad de esperar la salvación. Salvación que, por cierto, debía ser el objetivo de todo creyente, pues de ello resultaba o una eternidad dichosa, o una eternidad infeliz; «la única cosa necesaria», como manifiesta san Lucas en el capítulo 10, versículo 42, ya que, como indica san Mateo en el capítulo 16, versículo 26:
¿De qué le sirve al hombre ganar todo el mundo, si pierde su alma?,
o san Ambrosio en el siglo iv:
¿Qué no debes hacer por tu salvación, cuando Cristo pasa por ti las noches orando? Este es tu ejemplo y el modelo que se te prescribe imitar,
y san Gregorio en el siglo vi:
En vano ha recibido el alma el que solo piensa en lo presente y no reflexiona en la eternidad que sigue.
Pena de excomunión que se expresaba con el anatema, mediante una fórmula en la que se maldecía a los excomulgados:
Que ellos sean, decía, malditos siempre y en todas partes; que sean malditos de noche, de día y a todas horas; que sean malditos cuando duermen, cuando comen y cuando beben; que sean malditos cuando están callados y cuando hablan; que sean malditos desde la coronilla de la cabeza hasta la planta de los pies. Que sus ojos se queden ciegos, que sus oídos se queden sordos, que su boca enmudezca, que su lengua quede pegada al paladar, que sus manos no puedan tocar las cosas, que sus pies no puedan caminar. Que todos los miembros de su cuerpo sean malditos; que sean malditos cuando están de pie, cuando están acostados y cuando están sentados. Que sean enterrados con los perros y los asnos, que los lobos rapaces devoren sus cadáveres… y lo mismo que se apagan hoy estas antorchas que tenemos en la mano, se apague la luz de su vida para la eternidad, a menos que se arrepientan[74].
El despacho enviado en 1753 por el Licenciado D. Manuel Rubin de Zelis, citado más arriba, se refiere a la excomunión en estos términos:
La Excomunión mayor es una de las mas graves penas, que puede imponer la Iglesia a sus hijos, el castigo mas horroroso, y mas funesto suplicio, que se puede dar a un cristiano en esta vida, pues los que en ella incurren, quedan miembros cortados, corrompidos, y separados de la Iglesia, incapaces de recibir, ni administrar los Santos Sacramentos, ni ser participantes de las oraciones, y sufragios de los Fieles, indignos y privados de sepultura eclesiástica; y perseverando por un año en tan infeliz estado, sin buscar su remedio, son tenidos por sospechosos en la Fe.
Tras el Concilio de Trento (que delimita la jurisdicción de las diócesis con el fin de evitar usurpaciones en las atribuciones, de manera que, en su diócesis, el obispo poseía libertad para realizar lo que «considerase», sin que ello afectara a la Iglesia en general), la exigencia llega a la obligación de confesarse con el cura de su parroquia, a no ser que dé permiso expreso para hacerlo con otro, y, por supuesto, a los feligreses que se muden de parroquia se les reclamará la cédula del cura de procedencia en la que conste su cumplimiento del precepto, porque
quienes lleguen al atrevimiento de no cumplir el precepto, amén de la excomunión, no deben ser visitados por médico alguno al estar moribundos y, llegada la hora de su muerte, deben carecer de eclesiástica sepultura[75].
Era, pues, la confesión un instrumento para ejercer el control sobre las conciencias y los pensamientos de las personas (y no solo de las personas, sino de la comunidad en sí, pues, en el confesonario, los penitentes contaban sus pecados y, con ellos, a los que los hubieran compartido o a quienes los hubieran sufrido (en los casos de robo, amancebamiento, escándalo…). Se despojaba así a la persona de lo más íntimo, de su privacidad y, a pesar del deber de guardar el secreto de confesión, cuántas veces no habrá servido esta para intereses específicos de la Iglesia y otros poderes terrenales. En este sentido, entre las muchas anécdotas existentes, recordamos lo que ocurrió a dos hermanos gemelos de Villabrágima (Valeriano y Manuel) que, en confesión y de manera individual, refirieron al cura la culpabilidad en la sustracción de las palomas del palomar de otro de los sacerdotes de la población. El confesor, hábilmente, les sonsacó todos los detalles de los hurtos de manera que, ante la repetición del pecado y con anterioridad a que acudieran nuevamente a confesarse, los dos hermanos fueron pillados in fraganti, como si, sorprendentemente, el don de la adivinación le hubiera llegado al sacerdote dueño de las aves.
El intento eclesiástico de apoderarse de todos los espacios
Así pues, la competencia de la Iglesia ha sido total, intentando que sus espacios de poder alcanzaran a todo lugar o clase social; previniendo contra todas las diversiones y espectáculos públicos fueran del tipo que fueran (bailes, comedias o teatro e, incluso, en algunos momentos, hasta las corridas de toros), las relaciones sociales (tertulias, galanteos, incluso hasta los velatorios poco serenos), las modas (sobre todo las femeninas), las ideas nuevas reproducidas a través de libros o panfletos (que apartan del camino recto marcado por la Iglesia); advirtiendo contra la felicidad mundana y el placer que se le puede dar al cuerpo. En suma, arremetiendo contra los tres males: el mundo, el demonio y la carne, como fuente de corrupción y pecado, tal y como evidencia la historia de los concilios, aunque, como ya se ha dicho, existiera una falta de sintonía entre lo predicado por la Iglesia y las obras de sus pastores[76].
Este intento de la Iglesia por apoderarse de todos los espacios para controlar la conducta del individuo, incluso en aquellas diversiones más inocentes, podemos verla, pues, en los tratados y escritos de teólogos como el P. Fr. Jacinto Montargón, que en su diccionario apostólico dice:
Las diversiones inocentes y las ilícitas tienen muchísimas veces el mismo objeto, y solo se diferencian por las circunstancias, por la moderación o por el esceso. El juego, por ejemplo, considerado en si puede ser una diversión inocente; pero si se hace de él una ocupación, como sucede a tantos hombres; si se emplea mucho tiempo; si se toma con mucha afición y esta nos hace descuidar nuestras obligaciones; si se aventura mucho dinero, ¿quién duda que el juego es cosa ilícita y culpable? (…) Comúnmente se distinguen tres especies de juegos, a saber, los de cálculo o habilidad, los de azar y los que tienen parte de uno y de otro (…). Algunos doctores creen que solo los juegos de pura habilidad son lícitos e inocentes: esta opinión es algo exagerada, porque ni las leyes ni la costumbre, ni la razón no excluyen los que tienen parte de industria y parte de azar, que siempre han pasado por honestos: porque los que los juegan, se fían más en su habilidad que en lo que se llama fortuna en el juego; además de que teniendo el ingenio mas parte en ellos que la casualidad, convienen a las personas morigeradas. Aunque es necesario aplicar mas el ánimo que en los otros juegos y a veces tanto como en los negocios muy graves, lo cual parece desnaturalizar el fin del juego, que es la diversión, pasa entonces por tal el variar de ocupación, y el gusto de vencer por la habilidad al contrario es mayor y mas digno de un hombre que si ganara por pura casualidad. Los juegos llamados de azar están sujetos a tan funestos desórdenes, que las leyes civiles los han prohibido bajo las penas mas severas, castigando asimismo a los que cedieren su casa para un ejercicio tan infame y perjudicial. Estos juegos deben de ser proscritos de la sociedad humana por sus perniciosos resultados, aun cuando la experiencia no nos convenciese de que son en parte causa de la corrupción de las costumbres (…), el hábito del juego lleva a cinco desórdenes perniciosos, a saber: la pérdida del tiempo, el quebranto de la salud, la ruina de las familias, la codicia de la hacienda ajena y los arrebatos de la ira[77].
O en Juan de Mariana, en 1559, en la que trata de la reprobación de todos los espectáculos que no solo se hallan en las diversiones de las gentes sino que, incluso, se encuentran incluidos en los templos y las procesiones:
…perturbando su santo ser pues sabemos muchas veces en los templos sanctísimos, principalmente en los entremeses, qué son a manera de coros, recitarse adulterios, amores torpes y otras deshonestidades (…), creerá yo que por la misma razón se deben echar dellos las danzas, que conforme a la costumbre de España, con gran ruido y estruendo, moviendo los pies y manos al son del tamboril por hombres enmascarados se hacen[78].
Y no solo los tratados, sino que en las circulares enviadas por los obispos también podemos encontrar estas reprobaciones, así nos lo muestra la circular enviada en 1758 por el obispo de Palencia a todas las parroquias de la diócesis, entre ellas Villabrágima, sobre los bailes y juegos de prendas, la cual dice:
Señor mio, sirva esta para decir a Vmd. como aviendo sido informado a el ingreso en este obispado por las personas mas timoratas, doctas, y zelosas de la Gloria, y honra de Dios, y bien de las Almas, de la gravísima ruina espiritual, que por lo comun padecían las de mis feligreses en toda esta diocesi, por estar en ella universalmente extendida, la diversion de los bayles, en cuya practica se embolvian, muchos pecados, porque en ella, no se reconocía aquella indiferencia, por lo que en lo especulativo, no se reprueban, prohibí con censuara la citada diversión, temperando el Mandato, teniendo presente la miseria, y fragilidad humana, de modo, que solo se entendiese de bayles de Hombres con Mujeres despues de haberse puesto el sol.
Pero haviendo por mi mismo, despues de la primera Santa General Visita de esta diocesi, conocido, que seguramente influia nuestro comun enemigo su infernal pozoña, por medio de esta llamada diversion de bayles, en los ánimos de mis Feligreses, y que al passo que con gran consuelo mio observe muy conformes con semejante prohibicion, muchas personas de varias clases, y estados, advertí por otro lado, que se resistian otras, sin hacerse cargo, que tal vez sus transgresiones, mal exemplo, y escandalo sería la causa, porque Dios nuestro Señor castigasse universalmente a este País con las calamidades, a lo que le reduxo la demasiada esterilidad, despues de cuyo castigo, sobrevino otro, no menos terrible, que espantoso, qual fue el terremoto, que consternó a toda la Provincia, como cosa que jamás se experimentó; me vi como en precisión de arrancar de las Almas, por quienes debo responder en el Tribunal de Dios, aquellos pecados, que pude juzgar, serían causa de irritar su Divina Justicia; y teniendo ya experiencia, que por lo comun, eran los bayles en mi diocesi el origen de los pecados, porque reflesionada su práctica, y sus circunstancias extrinsecas, me quedaba poca duda de ser tan Diabolica diversion ocasión proxima de pecado; prohibí los de hombres con mugeres, tanto de dia, como de noche, baxo la misma pena de censura; sin haver omitido diligencia alguna, para que por mi mismo, y otros Oradores Evangélicos entendiessen mis feligreses, quanto les convenía obedecerme, observando religiosamente, la prohibicion referida, como serán testigos los Pulpitos en el terrible dia del juycio de cada uno, y particularmente el de mi santa Iglesia Cathedral, en donde el Rmo Padre Mr o Fr. Antonio Garces, Misionero Apostólico, de la Sagrada Orden de Santo Domingo, reprehendio tan maldito abuso con la mayor eficacia, y tanto zelo; sino tambien con eficaces exhortaciones a las Justicias Seculares. Pero quien querria creer, sino fuese publico, que despues de tanta diligencia, de tantos misericordiosos avisos por parte del Altísimo por los expresados castigos, y aun por los que actualmente estamos padeciendo por el extremo de la copiosisima abundancia de granos, unicos frutos de este Pais por lo comun, cuyas cosechas han puesto a sus habitadores en la presicion de superiores empeños, y baxo el yugo de no poder deshacerse de ellos, porque manifiesta Dios, hasta con la abundancia su irritacion; quien creyera, digo, que no havia el numero de los malos apartado de si los pecados, y ocasiones de pecar, con que como a porfía, se hacian robustos contra el Omnipotente, oyendo la voz de su Padre, Prelado y Pastor. Pues es tan al contrario, que cada dia estoy viendo la formal inobediencia, y el influjo desprecio, con que muchos siguen el partido de Lucifer, empeñandose en transpasar con sobrado descaro tan examinada Providencia; despues de estar aprobada por el Sexto Sínodo General, creyendo que para ellos no se establecieron las leyes, y penas de la Iglesia; y aun lo que horroriza mas, precipitandose por otras mas seguras sendas de la perdicion; pues consintiendo abiertamente a las diabolicas sugestiones han puesto en execucion otro invento del Infierno con nombre de juegos de prendas, el de la Mona, y el que llaman el Perrico Pardo; pero tan sucios, abominables, lascisvos, y asquerosos, que no quiero especificarlos por no manchar la tinta, ni escandalizar, con solo apuntarlos, los oidos castos de las Almas, que los ignoran; ni duplicar la afliccion de los que los lloran; y por cuyos ruegos, y oraciones continuas tal vez lograran los infelices hijos del siglo seguidores de estas abominaciones, la suspension del divino enojo, pero a cosa de atessorar para el dia de la Ira el castigo por entero, por que el Dios de las Misericordias tambien lo es de las venganzas; a no ser que por un efecto de aquellas consigan salir del camino de la maldad; a cuyo fin dirijo a su Majestad cada día mis suplicas.
Un siglo después, el diccionario apostólico de P. Fr. Jacinto Montargón, al hablar de los desórdenes y libertades que se cometen en los saraos y bailes, recoge también lo siguiente:
Las doncellas concurren a los saraos y bailes para darse a conocer; pero en la realidad es para deshonrarse a sí mismas, porque en tales concurrencias los ojos, la lengua y el cuerpo gozan de igual libertad: se tienen conversaciones ambiguas y peligrosas, y en medio de la algazara y estrépito se dicen cosas que el recato no permitiría decir en otras partes. Las libertades que fuera de allí se reputan ilícitas, parecen allí permitidas; además la noche como enemiga que es del pudor y confidente de los delitos, infunde audacia a los más tímidos para tantear sus perniciosos proyectos[79].
Bailes reprobados y también comedias, como podemos leer en Joseph Boneta, en 1754, reprendiendo las fiestas con que solemnizan a sus santos las aldeas de la cristiandad, atacando las comedias y más aún si estas se realizan en el templo, pues
mas de dos veces ha vifto el Autor de efte libro, en fe de amenazar lluvia estando para reprefentar la Comedia, trasladar como fuelen el tablado de la plaza al Templo, y en venganza de efta profanidad defgajarfe aquella tarde las nubes en grano que affoló fus campos. La Comedias aun purificadas de mugeres que las reprefenten fon tales, que ni el Predicador en el Pulpito las avia de poner en la boca, ni aun para efcupirlas, o abominarlas, que fera llevarfelas a Dios a fu mifma cafa, y en fu prefencia, tirarle efte agraz a fus ojos? O no fe fufra tan indigna contumelia, y los Obispos que no lo huvieren prohibido en fus Diócefis, figan a lo que ya lo han hecho[80].
O lo que manifiesta P. Fr. Jacinto Montargón en su diccionario apostólico respecto al teatro:
Si estamos obligados a resistir a nuestras pasiones desde que nacen, no lo estamos menos a evitar cuidadosamente todo aquello que es capaz de infundirlas y fomentarlas. Pues bien, no admite dificultas que las comedias, óperas, bailes y otros espectáculos semejantes son la cosa más a propósito para eso. Allí se hincha el ánimo de orgullo cuando ve que la ambición es siempre el carácter esencial del héroe de teatro, y el corazón se enternece y afemina por unos amores fingidos que suelen engendrarlos verdaderos; allí el alma se entrega toda a los diversos movimientos de la alegría y la tristeza, de la esperanza y el temor, de la pasión y la indignación; allí en fin las pasiones son mucho más peligrosas, porque se sienten con un placer puro y exento de las penas y congojas de que siempre van acompañadas y que a veces disgustan de ellas. ¿Puede darse una cosa mas contraria al espíritu de humildad, al desasimiento de los afectos terrenos, a la paz y tranquilidad interior que un cristiano debe buscar continuamente que esas ideas de engreimiento, esos sentimientos de ternura, esa turbación y agitación causada por todas las pasiones humanas?[81]
Y lo que escribe Juan de Mariana, en 1559, respecto a los toros, donde ya plantea la licitud o no de correr toros, presentando tres bulas de los papas que tratan del tema[82], aunque es de Joseph Boneta, en 1754, de quien, reprendiendo las fiestas con que solemnizan a sus santos las aldeas de la cristiandad, podemos leer:
...feftejandolos con toros, comedias, bayles, y banquetes. De eftos exceffos refultan otros inumerales, ya la abundancia de huefpedes, ya el gastar el Mayordomo, y vecinos lo que no tienen, ya quedar endeudados para en adelante, ya los defordenes en Comedias , y bebidas, y todo lo gastan muy gustosos (…). El reprobar eftos cortejos a los Santos, y eftos alborozos a los Pueblos, no fe opone a lo que canoniza por bueno el libro de Gracias de la Gloria, cuyo Prologo con molefta difusión muestra en el Coro de las demas Virtudes a la recreación por que alli fe habla de la decente, y no de la que aunque no fea mala, tienen algun tinte provocativo al mal, como fon bayles de hombres y mugeres, Comedias, Albadas, Toros y exceffos inmoderados en comedias, y bebidas (…), ay otras fin efte riefgo como son alardes de acavallo, artificios de polvora, moderados convites, paffeos, muficas, barra, pelota y otras habilidades femejantes, que no traen el espiritual peligro, que las sobredichas[83].
Ataque contra los juegos públicos y las costumbres populares que, tiempo después, la mentalidad ilustrada intentará controlar y limitar de tal manera que, a finales del siglo xviii, Gaspar de Jovellanos, tenga que reconocer que:
Este pueblo necesita diversiones, pero no espectáculos. No ha menester que el gobierno le divierta, pero sí que le dexe divertir. En los pocos días, en las breves horas que puede destinar á su solaz y recreo, él buscará, él inventará sus entretenimientos. Basta que se le dé libertad y protección para disfrutarlos (…). Sin embargo, ¿cómo es que la mayor parte de los pueblos de España no se divierten en manera alguna? (pág. 72). El zelo indiscreto de no pocos jueces se persuade á que la mayor perfección del gobierno municipal se cifra en la sujeción del pueblo, y a que la suma del buen orden consiste en que sus moradores se entremezclan á la voz de la justicia, y en que nadie se atreva a moverse, ni cespitar al oir su nombre (ib. pág. 73). De semejante sistema han nacido infinitos reglamentos de policía, no solo contrarios al contento de los pueblos, sino también a su prosperidad, y no por eso observados con menos rigor y dureza. En unas partes se prohiben las músicas y cencerradas, y en otras las veladas y bayles. En unas se obliga a los vecinos a cerrarse en sus casas a la queda, y en otras a no salir a la calle sin luz, a no pararse en las esquinas, a no juntarse en corrillos, y a otras semejantes privaciones. El furor de mandar, y alguna vez la codicia de los jueces, ha extendido hasta las más ruines aldeas, reglamentos que apenas pudiera exigir la confusión de una corte; y el infeliz gañán que ha sudado sobre los terrones del campo, y dormido en la era toda la semana, no puede en la noche del sábado gritar libremente en la plaza de su lugar, ni entonar un romance a la puerta de su novia (ib. pág. 75)[84].
Y si así sucede respecto a las fiestas, teatros o diversiones, no es para menos el ver la plática constante de la Iglesia, que incide sobre todo en las mujeres, prohibiéndolas que hablen o se hallen a solas con los hombres o que asistan a espectáculos o bailes y aún más si no van acompañadas porque:
…viven en un error ciertas doncellas persuadiéndose a que no serán nunca buscadas para casarse si no van a buscar, digámoslo así, a los novios. Por lo mismo que se presentan con tanta frecuencia y poco recato, son tenidas por mujeres muy vulgares, y al ver el poco escrúpulo con que proceden y las libertades que se toman, los hombres juiciosos y de seso las califican de licenciosas. Con efecto, la esperiencia manifiesta que estas doncellas desenvueltas y necias que quieren lucir y gustan de visitas, tertulias, concurrencias, saraos y espectáculos, son ordinariamente más seguidas que buscadas, mas lisonjeadas que estimadas. Los hombres las alaban en público y las vituperan en secreto; se mofan de ellas y se divierten a su costa. Tales mujeres llegan a ser la fábula y el juguete del público; porque aún cuando fueran cuerdas y prudentes, el mundo es tal, que solo estima lo que ve rara vez; y luego que una persona permite un trato frecuente y familiar, se pasa de la familiaridad al desprecio como suele decirse[85].
Sexo femenino que es atacado por su forma de vestir, o adornarse, pues:
…debe evitarse el adorno excesivo de las mujeres, las conversaciones obscenas y otros atractivos de la lascivia pues los adornos muy elegantes, con que se llama mucho la atención de la vista, dan igualmente de ordinario muy grande ocasión a la sensualidad (…). Y toda vez que las mujeres tienen excesivo prurito en engalanarse, no estará de más que el párroco ponga especial cuidado en amonestarlas con frecuencia y reprenderlas en los términos muy severos (…). Y como producen esto mismo en sumo grado las canciones licenciosas é impúdicas y los bailes, debe también huirse de estas cosas con gran cuidado. Corresponden igualmente a esta clase los libros escritos con fin obsceno y amatorio, los cuales han de desecharse, lo mismo que las pinturas que ostentan formas deshonestas…[86].
Y es que, como manifiesta Alonso Carranza, en 1636:
Vifto auemos los daños que caufan los ornatos y veftidos lafciuos de las mugeres. Reftaba probar que entran en efte numero los nuevos trages y pomposos, ahora tan usados y validos entre ellas: fi efto no fuera tan notorio, que conforme al derecho y fus reglas, no nos releuara como reuela de prueba. Y a mayor abundamiento examinefe a fi mifmo qualquier perfona de mediano fentir, que con él hallara, que con efte infernal trage el demonio y la lafcivia han conseguido quanto pudieron defear en eftrago del genero humano. Porque quien no ve fi no es algun topo, que con eftas pompas en forma de campana andan las mugeres con nueva y aunque ufada libertad, y con tal olvido, o del defprecio de la decencia y recato que pide su eftado, y tan engreidas y atontadas, que las que ayer no fuponian, oy hazen (como fuele decirfe) plaça y lafciuo alarde de fus personas (al modo de las que defcompafadamente dançan o bailan) dando por medio de inmodeftos meneos en los ojos de la juventud, ocafionada con fus faldas y baxos[87].
Vestidos y ornatos que se unen a la costumbre de retocarse, de darse afeites o pintarse, para los que, como dice Benito Remigio Noydens, en 1681:
Acerca de los afeytes, y colores de arrebol, albayalde, y foliman, con que en efte tiempo acoftumbran las mugeres afeytarse el rostro; con tanto desahogo, que no hay moçuela de cantaro que no falga arrebolada, Ay que advertir que graves Autores, han fido de parecer, que todas pecan mortalmente, y por fus razones, movidos muchos de los Predicadores, y Confeffores, han reprehendido tantas vezes, fi bien con poco fruto, que vemos que va cundiendo cada dia mas efta perversa, mala costumbre: y fi no hallamos algun camino para moderar fu opinión, aviamos de confeffar, que cafi todas fe condenarían[88].
Siendo aún peor para el encanto de las mujeres, lo que manifiesta, en 1617, Antonio Marqués:
…las afeitadas se hagan en breve tiempo viejas, pues es verdad que el afeite les marchita el buen color y mata la gracia natural, cómeles el lustre de la cara, causa arrugas en ellas, ennegrece y destruye los dientes y encías, las para más sucias que un muladar, y hace otras pesadas suertes en todo el rostro[89].
O Joseph Boneta, en 1754:
Qué diría del ufo que ahora fe introduce en Efpaña de traer la Mugeres medio brazo defnudo. Yo no se como ay Madres que fufran efta moda a fus hijas, y como ay hijas que obedezcan en efto a semejantes Madres (…) y oy no fe averguenzan las doncellas de ir a la Iglesia, y por las calles, moftando a quantos tienen ojos el medio brazo defnudo[90].
E, incluso, como escribe el jesuita Pedro Mercado en 1672, el hombre debe tener un:
…affeo, y aliño moderado, afsi en la perfona, como en los veftidos, y en las demas cofas, por ello cada mañana quando fe viftiere, lo he de hacer por ejercitar la virtud de la modeftia, que pide que el cuerpo efte cubierto. No he de parecer delante de otros, fi no ef decentemente veftido, fegun mi estado, y profefsion, aunque fea en tiempo en que los calores hazen sufribles los veftidos. He de procurar que mis veftidos fean modeftos en el color, en la hechura, y en lo demas, de fuerte, que no desdigan de mi edad, ni de mi estado, profefion (…), indicando también que en las mugeres es gran acto de efta virtud efcufar afeites, y galas profanas. Exercitenlo, para merecer los adornos, y atavios externos[91].
CONCLUSIONES
A lo largo de la historia, la Iglesia católica ha conformado unos comportamientos individuales y colectivos que han impreso su huella tanto en las personas como en la sociedad. La Iglesia ha intentado ser en todo momento la aglutinadora de actitudes sociales y de posiciones ideológicas, monopolizando la orientación de las conciencias y excluyendo toda aquella opinión o manifestación que considerase contraria al dogma católico (no olvidamos ni menospreciamos, sin embargo, la extraordinaria labor espiritual y social de muchas órdenes religiosas dedicadas a la beneficencia o a los enfermos y la infancia desvalida).
Una Iglesia que ha pretendido que sus áreas de poder alcanzaran no solo al «ánima» de las personas y sus espacios privados, sino a todo lugar o clase social; previniendo contra todas las diversiones, lugares peligrosos y espectáculos públicos fueran del tipo que fueran (bailes, comedias o teatro…), las relaciones sociales (tertulias, galanteos…), los embellecimientos y las modas (sobre todo las femeninas), las ideas o ideologías nuevas reproducidas a través de libros o panfletos (que apartan del camino recto marcado por la Iglesia mediante los mandamientos); advirtiendo contra la felicidad mundana y el abandono a esos placeres de la mesa y la carne, la gula y la lujuria[92] (y todos los pecados llamados «capitales», que son tránsito hacia los demás pecados). Esas faltas en las que tanto tiene que ver la mujer, la que salió de la costilla del hombre pero que también condujo a este al pecado.
Esa mujer cuyo cuerpo tiene un carácter misterioso por «sus reglas sangrantes, sus senos lechosos y un vientre capaz de transmitir la vida» pero que posee todos los defectos, pues, además de ser «lubricidad, sexualidad desatada y tentadora; engaña y corrompe», las mujeres son «imperiosas, interesadas, celosas, inconstantes, enemigas implacables, amigas infieles, confidentes poco seguras, taimadas, caprichosas, tercas y supersticiosas»[93]. Por ello hay que huir de ellas y tan solo son soportables como madres encerradas en el hogar educando a los hijos o como religiosas. Por supuesto, unas buenas madres y esposas, sumisas al marido, señor de la casa, castas, obedientes, modestas, ahorradoras, vergonzosas y sobrias en todos los sentidos, al igual que unas religiosas, entregadas en alma y cuerpo a Dios y a los seres humanos mediante la oración y las labores de la caridad, la educación o la beneficencia, pero no más. Jamás deberán aspirar a obtener un plano de igualdad con los hombres en las labores pastorales pues, como las Sagradas Escrituras muestran, ninguno de los apóstoles de Jesús fue mujer. Por ello, las mujeres se hallan excluidas del sacerdocio. Una exclusión justificada, por cierto, con otros argumentos entre los que se encuentra, por ejemplo, la analogía que indica san Isidoro en sus Etimologías entre testículos y testigo. En efecto, si para que exista testimonio se precisan al menos dos testigos y sin «testigos» no se puede dar testimonio de Dios; como testículos procede de testigo y las mujeres no los poseen, estas (como aquellos hombres con un solo testículo) tampoco podrán ser sacerdotes[94].
Mediante las imágenes, el sermón, el confesionario, la catequesis, las pastorales y cartas dirigidas a los fieles; la beneficencia, las revistas religiosas y la enseñanza, la Iglesia ha ido creando un imaginario religioso que ha impregnado todo el ser y la existencia de las personas, intentado perpetuar la actitud de resignación cristiana en todos los órdenes de la vida, y aún más todavía en el mundo rural, donde el sacerdote era considerado (o temido) por todos. Un cura párroco que, hasta prácticamente el Concilio Vaticano II, machaconamente predicada en domingos y fiestas de guardar que el Mal está aquí, en este mundo, acechándonos siempre, y que el Bien está en el más allá, prometido como recompensa a una vida de sacrificios. Mundo, el de más acá, que en palabras de P. Fr. Jacinto Montargón:
...todo está lleno de falsas ideas que seducen el entendimiento, de falsos resplandores que deslumbran a los hombres, de falsas preocupaciones que los inflan, de falsos principios que los engañan, de falsas máximas que los pierden. Falsos bienes, falsos honores, falsos deleites, falsa prosperidad, falsa paz y felicidad quimérica o imaginaria: los pretendidos dichosos del mundo son personajes de teatro; acabada la comedia, el cómico no es nada de lo que parecía...[95].
El Mal es el mundo en sí, el valle de lágrimas donde estamos desterrados; el alma se encuentra aprisionada en el cuerpo, como decía Teresa Sánchez de Cepeda Dávila y Ahumada (santa Teresa de Jesús). La vida del cristiano ha de ser un largo martirio que se acaba con la muerte, por ello se debe tender al bien morir, reconciliados con Dios. Un bien morir que incluye la misericordia divina, legando a la Iglesia parte de los bienes, celebrando misas por el alma y matando el hambre de los pobres (como una oportunidad de hacer caridad y así poder salvarse). Y una muerte que iguala a todos, a la que no cabe escapar, como si fuera un desquite frente a los soberbios y poderosos.
En suma, una Iglesia que arremete contra los tres males: el mundo, el demonio y la carne, como fuente de corrupción y pecado, tal y como evidencia la historia de los concilios, aunque, como ya se ha dicho, existiera una falta de sintonía entre lo predicado por la Iglesia y las obras de su jerarquía y sus pastores.
Una jerarquía y unos pastores que saben perfectamente cómo llegar a sus «ovejas» para que el miedo a la miseria, a la enfermedad, a la violencia o al engaño del otro, al más allá, a lo invisible, a lo que no se sabe o no se puede conocer, a esas amenazas que conforman tantos y tantos temores del ser humano (el del ayer y, también, el de hoy) se transformen del sufrimiento continuo a la esperanza en el amor, la piedad y la misericordia de Dios. Para que esa angustia constante que conforma nuestras vidas (suficientemente intensificada por esta Iglesia que amenaza tenazmente con el juicio final) y que se halla marcada por nuestras faltas, por esos pecados (de pensamiento, deseo, palabra, obra u omisión) que cometemos en esta vida, a veces con la simple mirada; en este mundo que, según vivamos en él, puede llevarnos al tormento eterno o a la salvación perpetua, se precisa una fe salvadora que únicamente puede venir de la Iglesia santa, católica y apostólica, creada por Jesucristo, guiada por el Espíritu Santo, bajo la mirada de Dios Padre.
Una Iglesia y un dogma católico que se vio fuertemente atacado en el inquieto, voluble y «perverso» siglo xix, con unas leyes desamortizadoras[96] o unos coletazos liberales que desean libertad religiosa y de conciencia, ligadas a una nuevas formas de pensamiento político, sindical y social que tratan de la libertad y la igualdad o generen quebrantos que precisan, incluso, de la declaración de la infalibilidad papal como dogma, en 1870. Pero que, exceptuando pequeños sobresaltos, continúa con su poder «celestial y terrenal», sin apenas modificaciones en su prédica hasta que, a partir del Concilio Vaticano II, modificó una serie de planteamientos y concepciones del pecado y la dignidad de las personas.
Pero una Iglesia cuyos templos se hallan en la actualidad llenos de magníficas esculturas, pinturas u ornamentos, pero vacíos de lo más importante: los fieles. Unos creyentes que, si bien se suelen proclamar como tales, tan solo visitan la iglesia en momentos o festividades muy concretos; han abandonado la confesión, esa forma de intromisión e intervención en la vida íntima de las personas (y modo de tranquilizar al arrepentido como único camino que existe para volver a Dios); reconocen la gran obra que ha realizado históricamente la Iglesia tanto en lo religioso como en lo cultural a través de funciones de carácter social y asistencial: la caridad, el compromiso o las buenas obras, pero también son conocedores de su poder espiritual y mundano, su deseo de imponerse a lo largo de la historia mediante la fuerza, el castigo o, incluso, la muerte; al igual que son conscientes de la falta de sintonía del mundo que les ha tocado vivir y la predicación de la Iglesia respecto a la modernidad, el compromiso social por la justicia, la solidaridad, la tolerancia y la dignidad humana, los derechos de la mujer y las relaciones afectivo-sexuales de las personas, o la denuncia ante el poder dictatorial, explotador o corrupto.
Una Iglesia, en fin, que, como otras tantas veces, encuentra un distanciamiento entre esa religión oficial y esa religiosidad popular, al tiempo que, cada vez con más frecuencia, el pueblo desde la centuria decimonónica se va descristianizando sin que la Iglesia quiera reconocer que debe adaptar su mensaje a una sociedad cambiante que, en sus costumbres y la forma de entender la vida, poco tiene que ver con la que hasta hace no tanto tiempo existía.
Villabrágima, 17 de enero, día de san Antón, del año 2013
ANEXO
Refranes:
Con los curas a oscuras nunca te quedes, que aunque llevan manteos no son mujeres.
Cura que vende cera y no tiene colmenar, rapa velas, rapa velas, rapa velas del altar.
Cuando el cura canta, mano adelanta.
Curas y frailes, dos malas aves.
De tres cosas renuncia el fraile: de la sed, del frío y del hambre.
El cura Jeromo que predica el ayuno y se come el lomo.
El sursum corda siempre tuvo gallinas gordas.
Frailes, aunque sean buenos, los menos.
Gente con pie de altar, mucho pedir y poco soltar.
Quien lleva cura a casa, lleva brasa.
Poesías:
Señor cura, aquí ha estado su criada
Que cómo pone la pava: frita o asada.
Frita, frita, no la quiero
Asada es como me gusta,
Con un poco de salorum,
Un poco de pimientorum,
Por Cristum Dominus nostrum.
María, de la despensa
Del tocino echa poco
Que si no se nos acaba,
Por Cristum Dominus nostrum.
Y si vas a la bodega
No nos lleves mucha gente
Que nos beben todo el vino
Y es confesión evidente.
Ya viene la bien compuesta
Cincuenta pesetas cuesta,
A las mismas que a ninguno
Cincuenta y quítate el culo
Por Cristum Dominus nostrum.
Canciones:
-I-
Un fraile estaba meando / a la puerta de un convento
Llegó una gata montisca / y le agarró el instrumento.
La gata tira que tira / el fraile llora que llora
¡Ay san Antonio bendito! / Me ha quedado sin pistola.
-II-
Y Adelaida fue a lavar / y se la olvidó el jabón
Fue el cura de a caballo / al puente se la llevó
Anda Adelaida, pobre de ti / tan buena moza, te ves así
Te ves así, del olivar / dice la gente qué buena vas.
Este es el cura de San Román / cuernos adelante, cuernos atrás.
Y su madre es una tuna / y su padre lo consiente
Y el cura de Villagodio / la regala unos pendientes.
Y el cura de Villagodio / ya no gasta calzoncillos
Se les ha dado a Adelaida / para pañales pa el niño.
Y el cura de Villagodio / tiene la sotana rota
Que se le ha roto una alfalfa / por correr tras de la moza.
Y Adelaida fue a lavar / y se la olvidó el jabón
Fue el cura de a caballo / al puente se la llevó.
Anda Adelaida, pobre de ti / tan buena moza, te ves así
Te ves así, del olivar / dice la gente qué buena vas.
Y el cura de San Moral / y no gasta más cebada,
Que se le murió la yegua / y ahora monta a la criada.
Ay Adelaida, pobre de ti / por buena moza te ves así
Te ves así y es la verdad / por ese cura de San Moral.
Y Adelaida en el jardín / y el cura en el campanario,
Por debajo la sotana / la enseñaba el relicario.
Ay Adelaida, pobre de ti / por buena moza te ves así
Te ves así y es la verdad / por ese cura de San Moral.
-III-
El cura Perico / tiene una criada
Le cose y le lava / y le hace la cama
A la media noche / llama a la criada.
Qué quiere este cura / que tanto me llama.
Dame el chocolate / que el hambre me abrasa.
Tengo el chocolate / y no tengo agua.
Sácala del pozo. / La soga no alcanza.
Estírala un poco. / Ahora sí que alcanza.
Y al brocal del pozo / la picó una rana.
A los ocho meses / la criada mala
A los nueve meses / parió la criada
Y parió un curica / con capa y sotana.
Y el cura le dice / Sácalo de casa
Llévale al hospicio / No me da la gana
Que tengo dos tetas / como dos campanas
Que tengo más leche / que el río trae agua.
Cantares:
El cura le dijo al ama: /échate a mis pies, cordera
Ella lo entendió al revés / y se echó a la cabecera.
El cura y el sacristán / andan a puñetazos
Porque quieren llevarse / a la sacristana en brazos.
El cura vendió la yegua / y el sacristán al potro
Y ahora quieren montar / el uno encima del otro.
A los frailes los capan este año / ojalá no capen a mi amo
Que me tiene ofrecidas unas medias / si le capan me quedo sin ellas.
El cura de mi pueblo / tiene almorranas
De sentarse en el poyo / con la criada.
La casa del cura / solo tiene una cama
Y me pregunto yo / dónde coños duerme el ama.
Una monja soñando / cantó en voz alta
No hay mejor instrumento / que el de la flauta.
A coger caracoles / iban dos monjas
y detrás iba el fraile / con las alforjas.
A la puerta de un convento / me puse a considerar
lo que trabajan los frailes / por no querer trabajar.
Ciento cincuenta curas / se condenaron
por unas enaguas blancas / que divisaron.
Romances:
-I-
Cayetana por su nombre / Martínez se apellidaba,
Que por defender su honor / el cura la degollaba.
El cura del mismo pueblo / vivía al pie de su casa
Fijándose en su hermosura / como una fiera en sin alma.
Y la chica que ella ve / que tanto el cura se fijara
Como una hija de vergüenza / a su madre lo declara.
Hija mía de mi vida / hija mía de mi alma,
Antes prefieras la muerte / que entregarte a ese canalla.
Como el demonio siempre está / dándose mañas y artes
A San Román se marchó / esta joven una tarde.
El cura que la vio partir / se salió como de caza
En busca de la mujer / que tanto quiere gozarla.
Al camino de San Román / al regresar pa su casa
Se encuentra con el señor cura / esta desdichada muchacha.
Y la chica que ella ve / se queda como asustada
Al ver a aquel enemigo / que tanta guerra la daba.
Entonces la dice el cura / aquí no te vale nada
Si no te entregas a mí / tu vida será acabada.
¿Para qué son los sermones / que predicáis en la iglesia,
Si ahora quieres deshonrar / a la que no tiene culpa ni pena?
¿No ve que le está escuchando / la Divina Providencia?
Cuando el obispo os dio / orden para misa cantar
¿no renunciasteis del mundo / y de la carne y del mal?
¿No cogisteis por esposa / a la Virgen soberana?
Y ahora me queréis quitar / ¿hasta mi honor y mi fama?
Entonces le dice el cura / aquí no te vale nada.
Sacando un fuerte cuchillo / los dos pechos la cortaba.
En la dehesa de San Román, / allí sola la dejaba
Revolcadita en su sangre /como si nada pasara.
De Cierro a San Román / iban cuatro caminantes
Y encontraron a esta joven / dividida en cuatro partes.
El señor juez de instrucción / no permiten que la vean
Porque el verla tan destrozada / sería darles más pena.
Pues todas las gentes del pueblo / todas a la vez murmuran
Que el caso de este suceso / nadie ha sido más que el cura.
A fuerza de martillazos / él solo mismo declara
Que él fue el que la mató / porque su amor despreciaba.
-II-
Como quieres que te cuente / la canción del entremés
Lo que pasa a un tahonero / en casa con su mujer.
La visita un señor cura / pisarla quiere en el pie
Deja, mujer que te pise / si te da bien de comer.
Se guisaron unos pollos / con su azúcar y su miel
Ya que los están comiendo / a la puerta llamó Andrés.
Señor cura, mi marido / ¿dónde le meteré a usted?
Métase en ese costal / arrimado a la pared
Como casa de tahona / no le echará muy de ver.
Buenas noches, mi marido / Buenas las tengas, Isabel
Dime qué hay en el costal / arrimado a la pared.
Fanega y media de trigo / que me han traído a moler.
Sea trigo o no lo sea / mis ojos lo quieren ver
Al desatar el costal / la corona se le ve.
Buenas noches, señor cura / Buenas las tengas, Andrés.
El cura se fue pa casa / buenos palos dio a Isabel
A otro día temprano / a la iglesia fue Isabel
Buenos días, señor cura / Buenos los tenga, Isabel
Aunque mil años viviera / no me engaña usted otra vez.
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NOTAS
[1] BELLAH, R., MADSEN, R., SULLIVAN, W. M., SWIDLER, A. y TIPTON, S. M. (1989: 203-206).
[2] ARNHOLD, Anthony (2007: 33).
[3] CAMPO TEJEDOR, Alberto del (2006). Un miedo a la miseria, a la enfermedad, a la violencia o al engaño del otro, al más allá, a lo invisible, a lo que no sabemos o no podemos conocer, que conforman tantos y tantos miedos del ser humano del ayer y, también, el de hoy. Como si lo únicamente material no satisficiera a la gente, sino que se buscara algo más.
[4] HERNANDO DE TALAVERA, fray (1496, tomo I). Sobre fray Hernando de Talavera, ver IANNUZZI, Isabella (2009).
[5] MARTÍN CEBRIÁN, Modesto (1983).
[6] CARO BAROJA, Julio (1979a: 19).
[7]BENNASSAR, Bartolomé (1975: 31).
[8] CARO BAROJA, Julio (1992b: 9).
[9] BURKE, P. (1978); DELUMEAU, J. (1989); WILSON, B. (1969) y ABERCROMBIE, N., HILL, S. y TURNER, B. J. (1987).
[10] LEGOFF, Jacques (1991: 192).
[11] PUIGVERT, Joaquín M. (1996: 177). Ver también GIORDANO, Orondo (1983).
[12] PUIGVERT, Joaquín M. (1996: 179).
[13]PUIGVERT, Joaquín M. (1996: 180).
[14] ALONSO PONGA, José Luis (2008: 80). Magníficas actas de un congreso, para conocer algunos detallados y últimos estudios sobre la religiosidad popular.
[15] La definición y el concepto de «religión popular» es constantemente debatida en congresos, cursos, simposios, coloquios, jornadas, libros y artículos, encontrándonos con una gama de definiciones, de puntos de vista de antropólogos, etnólogos, historiadores, sociólogos e incluso teólogos, que consideramos poco esclarecedores para el trabajo que ahora nos ocupa.
[16]GARCÍA, José Luis (1989: 19).
[17] CÓRDOBA MONTOYA, P. (1989. Tomo I: 80).
[18]MALDONADO, L. (1986).
[19]RODRÍGUEZ BECERRA, Salvador (1989. Tomo I: 7).
[20] ARNÁLDEZ, Roger (1989: 177).
[21] MALDONADO, L. (1989. Tomo I: 30-43). Induciéndonos a reflexionar si ¿acaso el monoteísmo predicado por la Iglesia oficial no puede ser equívoco para unas gentes poco instruidas cuando se las habla de la Trinidad (Dios Padre, Dios Hijo, Dios Espíritu Santo), tres Personas distintas y un solo Dios verdadero, o de la Virgen como una auténtica Diosa Madre, o de los santos que, por la intercesión de Dios, logran milagros? ¿Acaso no puede ser considerado por estas gentes como un politeísmo disfrazado?
[22] GIORDANO, Oronzo (1983: 11).
[23] GIORDANO, Oronzo (1983: 164).
[24] GIORDANO, Oronzo (1983: 16). Recordándonos incluso este mismo autor que «la ceremonia mitraica consistía, en realidad, en partir el pan y beber el vino» (1983: 24), correspondiendo también la celebración del domingo cristiano con la santificación del mismo día por los seguidores de Mitra.
[25] DUCH, L. (1976: 251).
[26] BAUS, K. (1965: 454).
[27]NOYDENS, Benito Remigio (1681: 9).
[28] GIORDANO, Oronzo (1983: 37).
[29] LOBERA Y ABIO, Antonio (1796: 58-66).
[30] Para conocer las dificultades que la Iglesia ha tenido para que sus representantes fueran los difusores del dogma, pueden verse los estudios de DELUMEAU, J. (1971) y MARCILHAY, C. (1964).
[31] Citado por THOMAS, H. (1968: 35). En este sentido, hemos conocido personalmente cómo, en las procesiones, no es tan infrecuente que, al tiempo que se transporta el paso, no falte la blasfemia, la palabrota contra quien fuera, incluyendo al santo o Virgen que se costalea, o el propio cura que dirige la procesión.
[32] CARO BAROJA, Julio (1980b: 60), refiriéndose a Lope de Vega en algunas de sus cartas al duque de Sessa.
[33] CARO BAROJA, Julio (1985: 199).
[34]CARO BAROJA, Julio (1980b: 66) y LORENZO VÉLEZ, Antonio (1997).
[35] M. A. G., nacida en Villabrágima en 1920.
[36]CARO BAROJA, Julio (1980b: 16). Aunque tal vez tengamos que pensar si puede ser cierto lo que manifiesta Granados cuando dice que: «El español es católico por conveniencia, por tradición o por costumbre, mas no por esa convicción que nace del profundo conocimiento de una doctrina y su compenetración con ella o de una larga deliberación o de una lucha íntima» (Granados, 1969: 15).
[37] Para conocer diversos estudios sobre la historia de la Iglesia y la religiosidad popular, remitimos a: ÁLVAREZ SANTALÓ, C., BUXÓ, M.ª J. y RODRÍGUEZ BECERRA, S. (coords.) (1989-2003); MARTÍNEZ DE VEGA, M.ª Elisa (coord.) (2000); GIORDANO, Oronzo (1983); LLORCA – G. VILLOSLADA – LABOA, (2001-2004) y VV. AA. (2004a).
[38] GARCÍA FERNÁNDEZ, Máximo (2004: 97-121).
[39]KAMEN, Henry (1981: 17). Ver también: EGIDO LÓPEZ, Teófanes (1984: 159-244).
[40] GIORDANO, Oronzono (1983: 171).
[41]Catecismo para los párrocos, según el decreto del Concilio de Trento... mandado publicar por Pío V en 1566 (Editorial Magisterio Español. Madrid, 1971: 425).
[42] MARTÍN VIANA, José-León (1988: 15).
[43]RODRÍGUEZ, José M.ª, R. P. (1858, tomo I: 294).
[44]RUIZ DE UBAGO, Josef del Salvador (1805, tomo V: 325-327).
[45] NOYDENS, Benito Remigio (1681: 54). Ver también: MESTRE SANCHÍS, Antonio (1982).
[46] GIORDANO, Oronzo (1983: 30-32). Situaciones estas que, si bien ya son expresadas en la Alta Edad Media, han continuado a lo largo de la historia sin sustanciales cambios de actitudes por parte de muchos parroquianos.
[47] MARTÍN VIANA, José-León (1988: 11).
[48] LOBERA Y ABIO, Antonio (1796: 13). Recordemos que, como indica GIORDANO, Oronzo (1983: 133): «La visión bíblica del hombre llevó a elaborar una concepción pesimista de la naturaleza humana: todas sus obras son siempre fruto de la concupiscentia carnis y, para la especulación patrística, el pecado en general se concreta y se compendia en las culpas de la lujuria. Causa e instrumento de esta culpa es la mujer».
[49]TALAVERA, fray Hernando (1496, t. I: 62).
[50]FONSECA, fray Cristóbal de (1598. cap. LIII: 476).
[51]MARTÍN VIANA, José-León (1988: 17 y siguientes).
[52]LOBERA Y ABIO, Antonio (1796: 14).
[53] MARTÍN VIANA, José-León (1988: 29 y siguientes).
[54] Signo de la cruz que posee un significado de «signo de la Pasión» y, por otro, es «un escudo que nos defiende del demonio», es decir: «El signo de la cruz es profesión de fe, pero también una defensa y un antídoto, un gesto teúrgico» (GIORDANO, Oronzo, 1983: 44 y siguientes). Debemos tener presente que hasta muy entrado el siglo vii no aparece aún la figura humana del crucifijo, sino que únicamente era la cruz como tal.
[55] Para conocer las prescripciones y dudas sobre tales ayunos, son interesantes las obras de VEGA, Alonso de (1594); ENRÍQUEZ, Juan (1646); ESCOBAR Y MENDOZA, Antonio (1650) y GÓMEZ, Anselmo (1688).
[56] IRAYZOS, Fermín de (1829: 231-232).
[57] IRAYZOS, Fermín de (1829: 231-232).
[58] IRAYZOS, Fermín de (1829: 231-232).
[59]IRAYZOS, Fermín de (1829: 231-232).
[60]ESCOBAR Y MENDOZA, Antonio (1650: 220).
[61] NOYDENS, Benito Remigio (1681: 9).
[62] NOYDENS, Benito Remigio (1681: 9).
[63]NOYDENS, Benito Remigio (1681: 9).
[64] NOYDENS, Benito Remigio (1681: 3). Sobre este tema, ver también: VIÑAO FRAGO, Antonio (2004, III: 85-111).
[65] PROSPERI, A. (1996: 290- 331).
[66]Pues como ya manifiesta GIORDANO, Oronzo (1983: 40) para la Alta Edad Media: «El sacerdote es un funcionario, más que un intérprete y un mediador de la piedad popular, y se pone al servicio del que encarga la misa a cambio de una compensación en dinero».
[67]LOBERA Y ABIO, Antonio (1796: 127).
[68] BECHTEL, Guy (1997: 52).
[69]Catecismo para los párrocos, según el decreto del Concilio de Trento... mandado publicar por Pío V en 1566 (Editorial Magisterio Español. Madrid, 1971: 299).
[70] GIORDANO, Oronzono (1983: 151).
[71] GAUME, J. (1864: 65).
[72] Carmelita descalzo y lector de teología moral en Fuero de la conciencia, obra utilísima para los ministros y ministerio del Santo Sacramento de la Penitencia, tercera edición, añadida por su autor, Madrid, 1704.
[73] DUFOUR, Gérard (1996: 65). Sobre este tema ver también: AZPILCUETA, Martín de (1557); AYALA, Martín de (1567); MEDINA, Bartolomé de (1579); ESCOBAR Y MENDOZA, Antonio (1650); DELUMEAU, J. (1992); y MORGADO GARCÍA, A. (1996-1997).
[74] Recogida por RODRÍGUEZ MOLINA, José (2008). Estudio que nos ha servido para abordar este tema. También son interesantes: HALLICZER, S. (1998); MORGADO GARCÍA, A. (1996-1997) y DUFOUR, Gérard (1996).
[75] AGUIRRE, J. (1857: 200-203).
[76]Para conocer las dificultades que la Iglesia ha tenido para que sus representantes fueran los difusores del dogma, pueden verse los estudios de DELUMEAU, J. (1971).
[77] Recogido en RODRÍGUEZ, José M.ª, R. P. (1858, tomo V: 294-316).
[78] MARIANA, Juan (1559: 423).
[79] RODRÍGUEZ, José M.ª, R. P. (1858, tomo V: 321).
[80] BONETA, Joseph (1754: 393-398).
[81]Recogido en RODRÍGUEZ, José M.ª, R. P. (1858, tomo V: 317).
[82]MARIANA, Juan (1559).
[83] BONETA, Joseph (1754: 393-398).
[84] JOVELLANOS, G. (1790).
[85] Así lo describe P. Fr. Jacinto Montargón, en su diccionario apostólico recogido en RODRÍGUEZ, José M.ª, R. P. (1858, tomo V: 251). Recogiendo, GIORDANO, Orondo (1983: 79), cómo, desde los primeros tiempos, se consideraba que «los teatros y el circo eran los templos de la idolatría, de los que debían huir los cristianos si querían distinguirse de los paganos. Pero ya san Agustín observaba que el público que abarrotaba los teatros durante las fiestas paganas estaba formado por los mismos fieles que el domingo acudían a la iglesia para celebrar los misterios de la religión verdadera».
[86]Catecismo para los párrocos, según el decreto del Concilio de Trento... mandado publicar por Pío V en 1566 (Editorial Magisterio Español. Madrid, 1971: 460). Recordemos, asimismo, las frecuentes prescripciones eclesiásticas en materia de vestidos que ya se daban en la Alta Edad Media, con el fin de que cada cual vistiera según el orden al que pertenecía. Sin olvidar la condenación que tuvo en distintos sínodos el que la mujer se disfrazara, sobre todo, de hombre; reafirmando tales condenas desde Isidoro de Sevilla hasta Antón de Vercelli (GIORDANO, Orondo 1983: 77-78).
[87] CARRANZA, Alonso (1636: 14).
[88]NOYDENS, Benito Remigio (1681: 106).
[89]MARQUÉS, Antonio (1617: 14).
[90]BONETA, Joseph (1754: 322).
[91]MERCADO, Pedro de (1672, libro décimo, capítulo II: 175). Ver también, GALINDO, Pedro (1678).
[92] Lujuria que puede darse por la fornicación (coito entre personas no casadas, bajo las formas de fornicación simple, concubinato y prostitución), estupro (con una virgen), rapto (con una virgen pero con violencia), adulterio (con una persona casada), incesto (con un pariente) y sacrilegio (con una persona consagrada). BECHTEL, Guy (1997: 132).
[93] BECHTEL, Guy (1997: 38-39).
[94] BECHTEL, Guy (1997: 87). Por supuesto que el pensamiento teológico sobre este tema u otros se conformó con el pensamiento de diversos autores, tanto de la Antigüedad como del Medievo y tanto cristianos como no cristianos, desde Hipócrates, Aristóteles, Galeno, Avicena, Averroes, san Jerónimo, san Agustín, san Gregorio, Alberto Magno, santo Tomás…
[95] RODRÍGUEZ, José M.ª, R. P. (1858, II: 204-233).
[96] En este sentido, recordemos que la Iglesia, ante la desamortización, consideraba pecado el que se compraran los bienes desamortizados, amenazando con la excomunión o practicando el miedo de tener un mal morir aquel que hubiese adquirido tales bienes.