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Con cíclica insistencia ha vuelto el ser humano sus ojos hacia el campo o hacia la naturaleza esperando encontrar en ese medio algo de lo que carecía en su ámbito vital cotidiano. No debe de extrañarnos, por tanto, que hayan sido preferentemente escritores, pensadores, poetas o moralistas quienes con más énfasis han cantado las excelencias de una ideal relación entre el individuo y el medio rural, relación que existió en un tiempo pretérito y que nunca debió perderse. Ya Columela achacaba los males físicos y espirituales de sus conciudadanos al hecho de presumir neciamente de algo en sí mismo viciado, "no ver el sol ni al salir ni al ponerse", y recomendaba vivamente adquirir una finca "en un lugar próximo a la ciudad" como remedio a aquel vacío vital y aun como solución para la buena economía de sus coetáneos. A mediados del siglo XII, un sevillano agrónomo y escritor -Ibn al-Awwam- resumía en un libro de agricultura toda una filosofía oriental asegurando que quien dedicara su quehacer a este arte en el medio rústico habría de conseguir por él "con el favor de Dios, cuanto es necesario para la vida". Siglos más tarde, el también defensor del campo y sus particularidades Alonso de Herrera va a dedicar un completo tratado en 1513 (por cierto todavía vigente en muchos de sus aspectos) a la vida rural y sus trabajos, afirmando rotundamente que la existencia campesina está exenta de pecados y "quitapesares". ¿Y qué decir de los abundantes manuales de agricultura y guías del labrador o del hortelano aparecidos en el inquieto e industrioso siglo XIX? Variarán las técnicas y mejorarán los recursos mecánicos, pero por encima del arte de cultivar o del conocimiento sobre la excelencia o no de los terrenos sobresale una idea razonada: El ser humano reconoce en la naturaleza su medio más congénito, su entorno más plácido, su remedio más eficiente contra el artificioso desasosiego ciudadano.
Nuestro siglo ha conocido tardíamente un inédito, inesperado y espectacular regreso al campo. Tal vez pueda rastrearse su origen en las sociedades de amigos del país, en las asociaciones excursionistas o incluso en aquella práctica organizada de recorridos de "pequeño turismo" de las primeras décadas de este siglo que con tanto entusiasmo impulsó el Marqués de Vega Inclán. En cualquier caso hay un hecho evidente: La mujer y el hombre de hoy precisan de un antídoto contra el veneno de la prisa y una vez más el medio rural se lo asegura en dosis sobrada.
Hagamos votos por que esa llegada a la naturaleza, que no es sino un eterno retorno, transite por la misma "humilde y escondida senda" que proclamaba Fray Luis de León siguiendo el ejemplo de los sabios que el mundo tuvo. Que quien dedique su ocio al acercamiento a ese mundo rural, antiguo, ignoto, lo haga libre de los errores ciudadanos y encuentre ese "día puro, alegre y libre", ese "no rompido sueño" que por toda ambición imaginó el poeta salmantino.