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Las fiestas de Navidad constituyen un excelente banco de pruebas donde poder comprobar con un mínimo esfuerzo de reflexión hasta qué punto la vida social actual ofrece una curiosa mezcla de actividades, basadas unas en acendradas tradiciones y las otras en nuevas actitudes que la propia sociedad genera y alimenta. Cualquier observador comprobará que, mientras las primeras basan su existencia en una participación personal o colectiva del individuo, las segundas suelen exigirle muy poco esfuerzo y colocarle en el plano, confortable si se quiere, pero repetitivo, estéril y poco creativo, de mero espectador. Cierto que la vida en las ciudades escamotea cada vez más a sus habitantes las posibilidades de intervenir de forma directa en las actividades culturales, “programadas” con el fin fundamental de cubrir un tiempo de ocio, pero aún puede imponerse en estos casos la célula familiar y contribuir al mantenimiento de tradiciones, en cuya preparación y ejecución suelen intervenir varias generaciones conjuntamente, con el consiguiente enriquecimiento de nuevas experiencias en los más jóvenes y el deseado afianzamiento en la valoración de una identidad que complete su formación y de la que puedan sentirse verdaderamente orgullosos.