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Parece que el mundo, nuestro mundo, camina ahora hacia un modelo de urbe de dimensión intermedia, donde el campo y la ciudad se dan la mano con afectación. Sus habitantes conservarán en su memoria parte de los conceptos y enseñanzas de los antiguos pero vivirán dentro de una cápsula de contenido meramente informático. Entorno artificial, por lo tanto, en el que no cabrá un acercamiento sincero hacia la naturaleza, sino más bien una contemplación pasiva de la misma con un fatal desconocimiento de sus recursos y posibilidades. Dudamos de que se produzca un retorno a un tipo de vida cenobítica al estilo de la que se desarrolló en la Edad Media, así como dudamos, si es que se diera realmente, de su eficacia sobre la sociedad entera. Habrá una universalización de los conocimientos, un monolitismo en las ideas y poco lugar para una actividad creativa. De este fenómeno ya estamos padeciendo hoy mismo. La solución a esta pérdida de valores no vendrá con el nuevo milenio y habremos de trabajar para que sucesivas generaciones sean capaces de convertir su existencia en una vida auténtica, voluntariamente desligada de las influencias foráneas y cercana a un proceso de recuperación de identidad y actividad social.