Si desea contactar con la Revista de Foklore puede hacerlo desde la sección de contacto de la Fundación Joaquín Díaz >
La estereotipación a que se había llegado en lo tocante al folklore y a las costumbres populares llevó a los andaluces a serlo como adjetivo. Prueba irrefutable del desconocimiento del tema, de anteponer las vísceras a la razón. Tópico que los acompañó largo tiempo. Al andaluz -dijo alguien- no le gusta trabajar. Pero veamos la circunstancia. El hombre del campo andaluz suele levantarse antes que el Sol, arrea su mula y le coje el despuntar del alba ya trabajando. Naturalmente, a eso de las doce, cuando el calor empieza su apriete, este hombre, con siete horas de espalda encorvada, deberá arrimarse a una sombra, abrir la talega y tomarse un tentempié sabio que le nutra y refresque. A todo esto la una. ¿Quién salta al campo a la una? Lo normal es que reponga fuerzas en una breve siesta y cuando el calor afloje, siga con la faena o remate hasta la noche.
Yo recuerdo haber viajado con un número de estudiosos por Andalucía. Condición irreversible de cada etapa era que no la empezáramos sino a partir de las doce, porque aparte de no ser costumbre en este número de estudiosos, iniciar antes el día, las noches cálidas del Sur habían sido hechas para otros deleites que no el de dormir.
Cuando cruzábamos los caminos bordeando campos de labor, venían a ser, precisamente, la una, las dos, las tres. Justa hora de reposo de los que ya habían trabajado desde el alba. Aparecían los hombres bajo los árboles, recién comidos, tumbados un poco a la siesta. El comentario general del número de estudiosos era tan vano que hasta omito repetirlo.
Decía de cuando el hombre da de mano a mediodía y se refugia en una sombra. Alguien me contó en un pueblo de Sevilla que en tiempos del hambre se llevaba al campo pan y tocino. Cortaba pan y comía, desplazando el tocino con el pulgar un poco más al pico, hasta que el pan se agotaba y así quedaba tocino para el día siguiente. Vista hoy Andalucía con algo más de claridad en la mirada, creo que una de esas reivindicaciones que hay pendientes es la de su cocina. Aceite de oliva y pescado, legumbre y cereal. Pero, sobre todo, el andaluz se ha distinguido por su capacidad de improvisación con los cuatro elementos más a mano. Un ejemplo de comida casi completa y que si fuera canción sería un himno es el gazpacho. Ese hombre que ara largos surcos cuida a la vez su pequeño huerto donde el tomate, el apio, el perejil y el pimiento se aúnan. Con algo de pan, aceite y vinagre alquimiza en su hornillo de alcornoque un manjar, con tendencia a universalizarse, difícil de igualar en racionalidad. La aceituna la entremete el andaluz entre bocao y bocao. Dice García y Bellido que los antiguos pobladores de estas tierras usaban de un fruto pequeño y negruzco que, aplastado, con sal y aceite, servía para cambiar de repente el sabor del paladar y poder así seguir comiendo la misma comida pero como si fuese nueva. Y es posible que mientras tiran los huesos al campo, al ver pasar los coches bajo el peso de la calor, comenten, entre dientes, bajo la sombra, "mira que viajar a esta hora.