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Desde la Edad Media basta el siglo XVIII aparecen mencionadas con cierta frecuencia en sínodos y concilios unas "misas de San Amador", siempre censuradas por constituir una superstición. En casi todos los casos consultados, tales misas solían aplicarse por los difuntos y debían de ser celebradas durante un número determinado y continuado de días (generalmente treinta, constituyendo lo que se llamaba un treintenario), a lo largo de los cuales se iban apagando unas velas conforme a un ritual numérico; el efecto deseado se conseguía mejor si en vez de un clérigo eran varios quienes ofrecían la misa, y mejor aún si todos ellos se mantenían encerrados en la iglesia o lugar sagrado sin salir, salvo caso de extrema necesidad (atender a un moribundo, por ejemplo) y sin recibir visitas de mujeres. Al final de ese período, se creía que podrían conocer con certeza cuál había sido el destino del difunto.
La Iglesia fue casi siempre permisiva con los treintenarios (instituidos por San Gregorio) pero vigiló especialmente las supersticiones derivadas de abusos, recordando que las misas también aprovechaban sin estas ceremonias. El hecho de que se unieran al nombre de San Amador (otras veces se llamaban del Conde, del Destierro o de otros santos) no parece extraño por ser un santo del que se conocen abundantes leyendas, siendo la más difundida la que le recuerda como criado de la Sagrada Familia con el nombre de Zaqueo; curado después por Jesucristo y habiendo desposado a la Verónica pasó con ella a Roma, de donde, como peregrino, llegó basta un lugar casi inaccesible de Francia. Allí vivió como ermitaño y fundó la ermita de Rocamadour donde, en el siglo XII, fueron hallados sus restos casi incorruptos, venerándosele desde entonces bajo el nombre de San Amador.