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A finales de la década de los treinta, en el pasado siglo, se produce en el movimiento romántico, y en particular dentro del género dramático, un retorno al antiguo teatro clásico hispánico -especialmente el Barroco- al cual se pretende emular mediante una eficaz y calculada reelaboración de sus fórmulas y tics habituales.
La comedia, y de forma preferente el subgénero de "capa y espada", llamase la atención de los eruditos y autores teatrales, entre los que Zorrilla advierte ya en esta época temprana como genial revelación.
La comediografía aurisecular de "Enredo” o de "Capa y espada" no es un todo homogéneo, hay en ella gran variedad de fórmulas dramáticas que si bien se asientan sobre una base común, difieren en sus aspectos esenciales, aunque en todas ellas se repiten los tópicos obligados: el encuentro de los enamorados, galán y dama, y de un tercero en discordia que por pretender a la doncella queda convertido en perpetuo objeto de discordia para los amantes y en antagonista pertinaz del joven galán-caballero, de donde se deriva toda una larga serie de enfrentamientos entre ambos rivales y que impregna la obra de una inherente y calculada teatralidad con respecto a un espectador siempre asombrado ante tan variados recursos y frenesí de acciones atropelladas.
Un gran número de autores -prontamente consagrados por el éxito de un público adicto- abandona el camino del Superromanticismo activista e hiperbólico de los primeros tiempos para virar hacia nuevos derroteros que, lejos del hastío provocado por la anterior estética, merced a sus desafueros y excesivo patetismo, -aquel Schicksaltragodie que dieron en llamar los alemanes- reencuentre la verdadera esencia dramática española en su teatro más preclaro, el de su siglo de Oro, y así Lope de Vega y Calderón de la Barca son erigidos maestros indiscutibles de las tablas a partir de los cuales el autor romántico puede reformular viejas formas en nuevos contenidos que cobran en estos momentos plena vigencia.
Tras su comedia Juan Dándolo, coproducida junto a García Gutiérrez, el novel dramaturgo vallisoletano adapta con éxito inusual este neorromanticismo escénico en su comedia histórica de 1840, en tres actos y verso: Lealtad de una mujer y aventuras de una noche que estudio en el presente artículo limitándome al ámbito concreto del personaje de Don Pedro Pérez de Peralta, antagonista principal de la obra y por consiguiente de obligada mención y análisis; hallo en él claras homologías con otros arquetipos zorrillescos de relevante importancia caracteriológica y es desde luego cruce efectista de recursos de adecuación al sistema imperante decimonónico aunque sin olvidar nunca la plasticidad y juego dramático aurisecular.
El tema base o soporte de la comedia es una dramatización histórica sobre la dispuesta de Juan II de Aragón con su hijo Carlos de Viana, señal de la sublevación catalana ante el dirigismo real (1461) (1). Dicho tópico sirve de pretexto para todas las demás claves temáticas de la obra que se amparan en éste, y que son las puramente importantes.
Zorrilla aplica a este marco ambiental medievalista, tan anacrónicamente opuesto a la caracteriología de los personajes, las teorías de Durán en defensa del anacronismo en el teatro español. Dentro del dilema secular entre la oposición verdad histórica y poética, los dos optan por la segunda. Esa verdad poética o ideal se convertirá en la verdad castiza. No es casualidad que Zorrilla, heredero y mezclador sabio de todas las instancias anteriores, repita este hecho con rotundidad en Traidor, inconfeso y mártir al haber prescindido: "A sabiendas, de la verdad de la historia por la poesía de la tradición" (2). Se produce por consiguiente, un proceso dehistórico, pero que no atenta nunca contra la verosimilitud, que es siempre clara preocupación, al igual que la reconstrucción ambiental -visible en las primeras acotaciones y parlamentos- aunque se incurra con alguna frecuencia en errores y anacronismos.
El vallisoletano crea, pues, una nueva historia a partir de la verdadera, al descender los protagonistas -por elección del autor- de la historia real a la ficción histórica. La dehistorización se transforma en historización ideal, pero falseada; se elige como héroes a personajes históricos, pero deformados a voluntad o bien completados por hechos o sucesos inventados. La Edad Media, así como el Siglo de Oro, suponen una seducción inevitable que deriva de la lejanía algo quimérica que las envuelve, semejantes para el autor romanticista a islas hechizantes de fábula, y el autor las asume con la ingenuidad candorosa del adolescente que reencuentra un idilio de infancia, época ya lejana e irremediablemente ajena. No se produce, pues, un renacimiento de estos siglos, sino una base de experimentación mítica que lo aproxima más a la leyenda que a la verdadera reconstrucción histórica. La comedia es así un simple pretexto, una ambientación escapista y algo exótica que sirve de base a la auténtica trama de enredo, aunque casi siempre, involuntaria o intencionadamente, se iba algo más lejos.
La eficacia dramática de Zorrilla no aparece todavía plenamente desarrollada y el condicionamiento histórico es poco sustancial: "Su asunto está relacionado con los hechos del desdichado príncipe de Viana; [el irrelevante dato perteneciente a la historia viene dado por] las discusiones entre el príncipe y su padre y por la presencia de algún personaje como don Antonio Nogueras" (3). De "escaso elemento histórico" (4) calificó Alonso Cortés a estos arañazos biográficos; lo cierto es que el vallisoletano crea, a partir de una calculada selección pseudohistórica, un multiforme caleidoscopio del que van emergiendo los distintos fantasmas del pasado común.
Empero, el personaje al que aquí nos acercamos desdice en parte las aseveraciones antes pergeñadas por el insigne crítico castellano, pues como tal existió en la realidad histórica de aquel turbio período. Don Pedro de Peralta no es otro que el también jefe del partido agramontés, Don Pierres de Peralta (5), militar aguerrido y diestro en los lances de batalla, que ocupaba en 1461, -año en que se sitúa la comedia- el cargo de Leal Condestable de Navarra. Zorrilla tan sólo revierte el nombre propio hacia el más familiar castellano, dentro de ese proceso de hispanización castiza al que supra hice mención.
Don Pedro es el personaje oponencial preferente de la trama política y amorosa en cuanto al sujeto actancial, su esposa Doña Margarita. Ambos son en su caracterización, cara y cruz de una misma moneda. En esta comedia dicotómica todo es presentado por Zorrilla en dos facetas complementarias y opuestas a un tiempo. Don Pedro y Margarita representan las dos vertientes escindidas del héroe arquetípico. Cada uno de ellos posee las características del caballero: honor, nobleza, lealtad... virtudes que adornan también a los héroes del drama romántico, pero hecha la salvedad de que excepcionalmente en esta pseudocomedia "funesta", la infracción-traición ejecutada por los malvados -personificados aquí en el rey Juan II de Aragón y sus ayudantes- no infiere la venganza reparadora que exige la justicia, sino que son precisamente los buenos y leales vasallos (fieles al príncipe de Viana) los grandes perdedores de la obra, aunque en la agnición sean realzados en sus cualidades morales frente a los mezquinos intereses reales del tirano.
Sujeto y oponente son asimismo esposa y esposo, unidos por lazos matrimoniales que son escindidos en el aparente engaño amoroso del cual se cree víctima Don Pedro, que está dotado de las innegables cualidades del héroe, pero que debido a su oposición acérrima al bando justo, pierde con ello su potencialidad de líder para verse rebajado en aras de su mujer Margarita, quien queda establecida a partir de entonces como clara heroína de la obra en contraposición a su marido.
La fidelidad de buen vasallo, marca positiva del personaje heroico, queda infravalorada en la figura de Don Pedro por su pertenencia al bando equivocado, al cual sin embargo no es plenamente adscrito por sus virtudes morales y éticas. Es redimido de su condición de "agramontés" y leal al traidor rey Juan, a causa de su desconocimiento del papel que este último juega en las intrigas políticas en contra de su hijo; sólo al final, la revelación del verdadero carácter del monarca, traerá consigo la conversión hacia el buen camino, no exento de tristeza y dudas:
Pedro: No habléis, rey don Juan, conmigo,
porque yo no os conocía (21, III, p. 870) (6).
La lealtad para con sus reyes señal distintiva del prototipo heroico y es característica principal en don Pedro, condición sine qua non de nobleza, que ha sido realzada por Zorrilla hasta la exageración. De origen navarro y "agramontés", unido por nacimiento al bando monárquico, ve en su soberano la realización de su ideal caballeresco:
Pedro: Yo sigo al bando real
y soy fiel a mi bandera (2, I, p. 838).
Pedro: que soy caballero,
que fe al rey he prometido,
y de cambiar su partido
pedazos me harán primero (1, I, p. 837).
Pedro: Que aquí está Peralta
leal todavía, y leal morirá ( 12, III, p. 865).
Para don Pedro el monarca es un emblema, un símbolo cuasidivinizado al que por obligación como buen vasallo se debe; cualquier otra necesidad es secundaria. Representa de esta manera el personaje, al perfecto militar en relación apologética con la corona y supone el triunfo del absolutismo sobre la individualidad y sentimientos conyugales del que Margarita se queja dolorida (sic., 2, I, p. 838). Se vislumbra en él una educación disciplinada que raya en la rigidez y severidad de comportamientos y actitudes; acata la autoridad sin pestañear, no cabe la menor vacilación. Hay algo en él del automatismo ciego del fanático, del idealista empecinado, entregado por vocación y condición a la naturaleza un tanto salvaje de la milicia:
Pedro: que en estas rebeldes guerras
yo le defiendo sus tierras (2. I. p. 838).
Pedro: Aquí me quedo, por Dios
leal a mi juramento. (...)
Moriré aquí como un hombre
navarro y agramontés.
(...) que aquí de atalaya estoy,
y que de aquí no me voy
si orden suya no me dan (1, I, p. 837).
Pedro: acuérdate que es mejor
ser muerto que mal vasallo (1, I, p. 837).
Es este espíritu combativo el que le aporta su carácter duro e inflexible, que se extiende por justa medida, a su vida civil y familiar. En esta obra el vate vallisoletano no sólo se inicia como excelente creador de personajes estructuralmente románticos -ricos en matices sentimentales, en especial Don Carlos y que los separan largamente de los personajes monocordes y fríos de la ilustración anterior- sino que los adecúa en relación con la época barroca a la que imita.
Don Pedro revela la asimilación completa del modelo caracteriológico medieval que pervive en la mentalidad secentista y que clasifica fisiológicamente al individuo por "humores" según la medicina galénica: sangre, flema, bilis amarilla y bilis negra; en la combinación de dichos líquidos orgánicos se hallaba el origen de los distintos caracteres que determinaban por sí mismos la personalidad (7). Esta psicología precientífica se impuso normativamente hasta el siglo XIX, en que la desterraron los avances de la medicina psiquiátrica, aunque seguía siendo usual a muchos niveles. De acuerdo con dicha clasificación Don Pedro pertenece a la tipología perfecta del hombre "colérico" de bilis amarilla –cholera- muy capaz de enfurecerse y emocionalmente activo y fuerte.
Su temperamento airado es norma constante y motor de sus acciones, vinculadas siempre en dos direcciones: en relación con el amor--: (la lealtad), en cuanto a lodio --: (la venganza). Su tendencia a la reflexión se elide, se autoanula para transformarse en iniciativa espontánea y enérgica. A diferencia de Don Carlos, la vacilación deja paso a la acción, la razón no queda justificada sino con el uso indiscriminado de la violencia, del ejercicio de las armas. Los arraigados conocimientos del vallisoletano en las creencias populares e instintivas, le conducen a recrear, basándose en muy antiguas tipificaciones, actitudes y sensibilidades las más de las veces atávicas y primitivas, a unos personajes movidos por impulsos naturales de origen escasamente racional:
Pedro: y por mi honor
que si ocultas la verdad
en lo que a exigirte voy,
Beatriz, a empezar vas hoy
tu viaje a la eternidad (12, II, p. 855).
Pedro: De cólera pierdo el tino:
¡Abrid aquí, o voto a tal! ...
(...) No sé como me contengo
(...) Aprestáos a morir como
le llegue a encontrar (8, III, p. 862).
Beatriz: si da con ello ¡ay de mí!
me hace añicos de seguro (13,11, p. 856).
Beatriz: está hecho un Argos ahora
vuestro esposo (14, 11, p. 857).
La caracterización de Don Pedro auna la simplificación y la desmesura, marca contradictoria y frecuente de los personajes áureos, en que lo "extremoso" supone muchas veces -como afirma José Antonio Maravall- (8), lo "terrible", una terribilitá que presupone acciones espantables y asombrosas, que rompe las proporciones y mesura renacentistas para adentrarse en el desequilibrio barroco y en el hiperbolismo del héroe.
La cólera es la base esencialista sobre la que por lógica se depositan los rasgos de violencia y afán de venganza. Don Pedro es un hombre enérgico, impulsivo, que ejecuta sus acciones llevado de arrebatos de odio, de amor, de celos...; un personaje sin matices, un hombre belicoso, casi se podría decir que sin civilizar, enmarcado en una tipología precristiana, bárbara, plenamente medieval si la entendemos como época caótica, en constante agresión. El amor que siente por Margarita es igualmente radical y extremoso, de una pertinaz posesividad. Para este militar, el solo pensamiento de que pueda traicionarlo le hace aborrecerla y determina un cambio de conducta hacia el desamor y el odio. La restitución de la justicia sólo puede provenir de la espada, pues como buen guerrero, únicamente el acero es capaz, por medio de la venganza, de paliar el error humano:
Pedro: Celoso estoy, vive Dios,
y avergonzado además.
La muerte llevan detrás;
si no es sueño ¡ay de los dos! (8, I, p. 844).
Pedro: Yo por Dios los buscaré,
y si los hallo, yo haré
que no os olvidéis de mí(14, I, p. 847).
Pedro: De esta casa no saldréis.
¿Quien lo estorbará?
mis celos.
¿Que hicísteis de mi mujer?
(...) Me la habéis de volver,
o por Dios que os acuchillo (Ibíd.).
Pedro: Muerte aquí mismo no os doy
en un arrebato insano,
porque me tiene la mano
ver quién sois, y ver quién soy (6, II, p. 852).
La presencia de Don Pedro en escena revela, por todo lo anterior, una enorme intensidad dramática. Debido a su genuina condición de militar, de guerrero, la muerte para él es un camino natural al cual conducen todas las cosas; la vacilación es mínima, incluso cuando piensa en matar a Margarita como responsable del adulterio. Es un hombre que cree en la filosofía del acero; todo lo conocido queda reducido a la severa limitación de la espada: vida, muerte, Dios, honor, lealtad, amor u odio... la cruel disciplina de esta ley no conoce paliativos.
En Don Pedro la realidad se configura como espacio de lid, de lucha sempiterna. Su amor por Margarita sólo es reconocido en la victoria del torneo o en el campo de batalla, y su valor, honor o bizarría sólo pueden confirmarse frente al enemigo, sea éste Don Carlos o un traidor cualquiera, ya tenga lugar en las llanuras navarras o en el estrecho espacio de una disputa callejera.
Un rasgo característicamente barroco y que no está de más el señalar aquí, es el de la concepción onírica de la existencia y que se integra en esta comedia en el citado personaje.
Zorrilla acaso nunca fuera un gran teórico ni un erudito, en sus obras se perciben los rasgos geniales del autor inspirado, casi siempre del autoplagiador impenitente, pero no los del pensador reflexivo. Muchos críticos, entre ellos el mismo vallisoletano, tachan sus producciones de una superficialidad ideológica que es desde luego marca de identidad zorrillesca a causa de su deliberada espontaneidad de ejecución; pero tampoco por esto deben menospreciarse las señales de adecuación temporal y de pensamiento que se hallan contenidas en cada uno de sus personajes como prueba de su genio o de su inteligencia. Don Pedro entra de lleno en la tipología del héroe medioeval, un hombre ya maduro y experto en el juego de la vida. La concepción secentista del mundo obliga a un planteamiento maniqueo y extremista de la realidad vital, que no es otra cosa que una lucha de opuestos; esto le imprime movimiento y le asegura conservación, es la fórmula de armonía de contrarios que advierte Suárez de Figueroa: "en el globo universal, [todo] viene a ser mantenido por concordante discordia" (9). Una adaptación de opuestos eternamente agónica, generadora de conflicto y en la cual se inscriben todos los personajes a excepción del príncipe Don Carlos, que es débil y resulta por ello inútil al sistema. Don Pedro es el guerrero nato, el perpetuo luchador; su experiencia dolorosa del mundo le hace ser pesimista y severo, su subjetividad tiende a la minusvaloración del otro, a una acritud de fondo y forma que tiende al desengaño y cuyo cauce único es la violencia natural que no es ajena a una estricta sistematización de limpieza moral del espíritu y la conciencia hacia la supervivencia.
En este caos en lucha, Don Pedro impone su propia valoración ética, que empero resulta siempre inaprensible. La vida aparece representada ante él como un sueño, el mundo que Enrique Gómez denomina "laberinto encantado" (10), una realidad siempre ajena en la que lo humanamente observable es falso en apariencia y desordenado. Para Peralta, hombre inamovible y seguro de sí, todo se quiebra en el aparente desengaño. Esta obra supone por tanto ideológicamente y acaso no de manera premeditada por Zorrilla, la muerte del héroe medioeval y su nacimiento al mundo como hombre en perspectiva, rasgos que por motu proprio no sería capaz de asumir:
Pedro: Si sueño no acierto; (11, III, p. 865).
Pedro: (Dios de justicia,
¿Qué infernal misterio es éste
que cuanto más le sondeo
menos mi afán le comprende?) (8, 11, p. 855).
Pedro: Viéndolo estoy y dudo si lo veo;
¡no atino! ¡Vive Dios, si estoy soñando!...
¡Ah! No que dudo, que deliro creo,
pues no comprendo lo que estoy palpando. (11, II, p. 855)
Pedro: Si estoy soñando no acierto.
(...) Es un misterio espantoso,
una fatal realidad (7, II, p. 853).
Zorrilla manifiesta en la caída irremediable del personaje, el ocaso de una valoración ideal del mundo en extremos absolutos que nada tienen que ver con la "mixtura" real de la idiosincrasia humana. Dentro del planteamiento maniqueo-estructural de la pieza se advierte un mohín de censura del autor, que comprende una realidad menos objetiva y cambiante pero más profunda y humana. Supone también implícitamente la muerte de las concepciones ilustradas que chocan ante un mundo pluricotómico que equipara lo barroco y lo romántico a un mismo nivel.
Con la desaparición del héroe clásico irrumpe un nuevo héroe que no es otro que el romántico, en el cual se hallan contenidos nuevos valores y sistemas de autodefensa con relación al entorno. En este protopersonaje se afianzan los rasgos plenamente barrocos de asunción perspectivista de una realidad en constante cambio que volvía a ser viable en el mundo en crisis del romanticismo. Peralta y Don Carlos de Viana lucharán siempre por un bien común expresado desde lo material o lo ideal pero que ninguno de los dos verá nunca satisfecho.
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NOTAS
(1) VALDEON BARUQUE, Julio: "Historia general de la Edad Media (siglos XI al XV)", Manuales Universitarios de Historia, Maife, Madrid, 1984, p. 299.
(2) ZORRILLA, José: "Recuerdos del tiempo viejo", Obras Completas, II, Valladolid, Santarén, 1943, p. 1819.
(3) ALONSO CORTES, Narciso: Zorrilla. Su vida y sus obras. Valladolid, Santarén, 1943, p. 249.
(4) Ibíd., p. 249.
(5) AGUADO BLEVE, Pedro: Manual de Historia de España, I, Madrid, Espasa-Calpe, 1975, pp. 842-43.
(6) ZORRILLA, José: "Lealtad de una mujer...", Obras Completas, op. cit., pp. 836-71. Todas las referencias que a continuación aparecen, pertenecen a la obra en cuestión.
(7) GODWIN, Joscelyn: Robert Fludd, (Claves para una teología del Universo), Torre de la Botica, Swann, Madrid, 1987, p. 122.
(8) MARAVALL, José Antonio: La Cultura del Barroco, Barcelona, Miel, 1986, p. 421 y ss.
(9) DE FIGUEROA, Suárez: Varias noticias importantes a la humana condición, Madrid, 1621, fol., 11, referenciado en la obra de la nota anterior, p. 325.
(10) GOMEZ, Enrique: BAE, XLII, p. 364.