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Para algunos antropólogos, comparar civilizaciones, modos de vida o costumbres constituye la dedicación preferente y más interesante. No hay, sin embargo, que viajar mucho ni buscar tribus perdidas en remotos continentes para descubrir caprichosas y exóticas tradiciones con las que poder sorprendernos; nuestros propios antepasados podían tener en la mesa, por ejemplo, unos gustos bastante diferentes de los que actualmente tenemos nosotros mismos. Basta con repasar algunos libros pertenezcan o no a la bibliografía gastronómica conocida para observar cómo oscilan las preferencias de pueblo y señores hacia determinados alimentos; cómo se introducen y se aprovechan comercialmente productos como las especias; cómo el paladar soporta sin alterarse que le suministren en una comida alimentos salados (léase aceitunas de postre) después de haber probado los dulces (léase acitrón de entrante); cómo, en fin, la abundancia de platos y viandas obligaba a probar sólo un bocado de cada cosa para poder resistir sin peligro de empacho el sin fin de manjares (entre 5 y 200 diferentes, según la riqueza de las mesas) que solían constituir una comida regular hace dos o tres siglos. Si se comparan las costumbres, un historiador del próximo siglo podrá deducir que en nuestros días estaba perdido el sentido del gusto y la economía malherida. Y puede que, además, tenga un punto de razón en ambas cosas.