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Juan de Esquivel Navarro, en el capítulo I de su Tratado de Danza, indica que el origen de tal Arte es la “imitación de la numerosa armonía que las esferas celestes, luceros y estrellas fijas y errantes traen en concertado movimiento entre sí”. En efecto, desde los tiempos más remotos el ser humano intenta mimetizar con gestos y movimientos las actividades más destacadas que ve a su alrededor, es decir las de sus propios semejantes, las de la Naturaleza y las de la Divinidad. Para realizar esa imitación necesita un lenguaje codificado de gestos y actitudes a cuyo estudio y ejecución se dedican determinadas personas, danzarines especializados a los que, en civilizaciones antiguas, se llega incluso a reverenciar por ser portadores del lenguaje de los dioses.
Aunque la imitación de los movimientos del cosmos suele responder a un orden y a una norma -los pasos, gestos y evoluciones tienen parámetros fijos que se van repitiendo- también existen danzas que reflejan el caos del universo y tratan de representarlo; en ese caso, aunque lo más importante sigue siendo el fondo ritual, la forma se reviste de un ropaje anárquico, resultante sin duda de la improvisación o invención que el caso requiere.
Hoy día incluso, cuando ya la danza se ha convertido en espectáculo después de pasar por diversas fases artísticas y sociales, todavía perdura ese sentido imitativo con gran fuerza, dándose el caso de coreógrafos de enorme prestigio que descubren en el mundo de la tradición y sobre todo en el de las culturas antiguas todavía vivas, una fuente inagotable de inspiración.