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Uno de los artículos publicados en este número incide sobre un tema tan interesante para los antropólogos como vital para quienes lo sufren: La muerte del medio rural. Los orígenes del problema no son actuales ni están solamente en la desmembración progresiva de la sociedad rústica; tampoco en la desorientación de esa misma sociedad, ni en la visión individualista de sus fuerzas civiles o religiosas que abandonan el barco como dicen que lo hacen las ratas presintiendo el naufragio; ni siquiera en la desaparición o desatención hacia algunos recursos naturales...
Hay ciertamente una desconfianza secular en la eficacia de la acción colectiva y, con demasiada frecuencia, un desconocimiento increíble de la realidad en las propias organizaciones que tratan de reunir (no siempre con fines positivos y prácticos) a los dispersos miembros de la comunidad rural. Sobre todo ello está la incoherencia de la Administración que, al tiempo que trata de fomentar alguna acción paliativa con medidas temporales, ocasiona daños irreparables desde otra área o ministerio, como si ambos departamentos perteneciesen a naciones enemigas. ¿De qué sirve proteger la artesanía desde industria o cultura si se le ahoga desde hacienda? ¿Para qué utilizar el dinero europeo en subvenciones si no hay un proyecto serio de futuro? ¿Cómo pretender que los niños conozcan y amen su propio pueblo si se les saca de él a diario para darles una educación que, salvo raras excepciones, no tiene absolutamente ninguna relación con lo que ven en su casa?