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Me paro en tierras de Jaén a preguntar a un hombre cualquier cosa. El cuida árboles en un barriquero. Por ejemplo:
-¿Cómo se planta un olivo, o un castaño, por simiente o por esqueje?
Entiendo que estas cosas, dichas así, a bocajarro, por la mañana, y por un sujeto con mochila que se queda como una estatua ante uno, duelen. Pero el hombre no se inmuta y me responde:
-Tienes que ver antes si le priva o no la tierra y ponerle un mañizo al lado, o un pie de amigo que le dé arrope contra el viento ábrego. El solano no le daña.
Priva, mañizo, arrope, ábrego, solano. No es de por aquí, sino extremeño, y no queda ahí la cosa, sino que, dale que dale a la palabra, en vez de llevar yo la charla, él vira hacia lo que siente y añora, las fiestas de su pueblo:
-Los quintos del año atan a un gallo por las patas, lo cuelgan entre dos palos y pasan a caballo a ver quién le arranca la cabeza de un tirón.
Desde mi asiento en una piedra me atrevo a opinar, mano a la garganta:
-Eso tiene que doler lo suyo.
-Y es cruel, pero tiene un no sé qué que gusta.
Le digo que conozco la misma costumbre en el norte y en el oeste.
-Yo me casé y se puede decir que ya soy de aquí; mi mujer y mis hijos nacieron en Jaén y yo siento lo de esta tierra como lo de la mía, y más, cuando veo a mi familia tan metida. Por aquí también hacen carreras de caballos, en Génave, que recuerde, pero no le arrancan la cabeza a ningún gallo. Lo que sí he sentido decir que una manera de quitarles un mal mortal, que ya sabe que el agua de mayo mata al caballo y que por Santiago echa la mosca la vaca y la agarra el caballo, es hacerles sangrar el paladar con un diente de lobo.
Viene un pastor de cabras mordiendo una mata verde, y los tres compartimos sombra, tentempié, vino y la conversación que se tercie. Le entro con que las cabras son algo dañinas, lo comen todo y desgracian plantones porque rompen las guías. El no añade nada, pero quiere saber a qué se debe mi paso por el lugar.
-Andando -le aclaro.
-Este es un pastor de los que ya no hay, siempre viene mordiendo una hierba, él sabrá por qué -dice el labrador señalándolo-; cuéntale al amigo cómo curas a la gente.
-Yo para saber me fijo en los animales -dice-, los perros, sin ir muy lejos, comen hierbapunta cuando se sienten empachados, y no a cualquier hora, por lo que he pensado que cada hierba ha de cogerse y tomarse en su momento, o antes de que salga el sol, o anochecido, para sacarle su efecto. Pero no solamente con hierbas se curan los males, que un buen comer, sin meterse en berenjenales ni tonteras, igual funciona. Mira, cuando se tiene baja la tensión, es bueno tomar vino y carne cruda; para la diabetes vale la pimienta, la fuerte, la que pica; la cebolla para todo, y en especial si se tiene moho en las articulaciones o se hizo un esfuerzo grande y uno no se puede mover; el vinagre para las infecciones, y con aceite, se dan frotes en el estómago, que se lleva la fiebre. El vinagre a solas y puro contra cualquier veneno. Un niño en mi pueblo bebió no sé qué cosa, le di un golpe de vinagre y al venir el médico ya lo había echado todo, o café negro con mucha sal, también ayuda a arrojar cualquier cosa mala que se tenga dentro. Si el niño tiene tos se le pone una cebolla chirri en el pecho. Dos rodajas de pepino en las sienes quitan el calor, el dolor de cabeza y la pesadez, también dos redondeles de patata. y así para qué contar, almendras dulces con miel de lavanda y leche de cabra para los resfriados, y eucalipto, enebro, lobelia, salvia contra las fiebres, valeriana, que todos los males sana. Alcachofas para el hígado. Si se está tan nervioso que parece uno un flan, se coge una lechuguita al amanecer, se lía en un papel de estraza y por la noche se hierve en agua de lluvia. El beber el líquido calma y da una paz total, no me refiero a la del muerto; sirve igual el trébol o artemisa. La manzanilla es buena para curar la infección de los ojos, como tomar vahos de perejil.
El labrador lo anima a que suelte las coplas de las enramadas que conoce; él bebe y sonríe con gesto cómplice.
El día de San Juan veremos
las mujeres que son guapas,
si van a ponerles los mozos
los ramitos de albahaca,
que si son lindas,
ya les pondrán los mozos
ramos de guindas,
que si son feas,
ya les pondrán los mozos
ramas de acea.
Bien que me pusiste el ramo,
que Dios te lo pague,
me rompiste veinte tejas,
más de lo que el ramo vale.
Le digo que por El Andévalo, en Huelva, se hace lo mismo en la amanecida de San Juan: una especie de lenguaje floral entre mozos y mozas, queriendo significar cada planta dejada en la ventana o el balcón alguna intención amorosa: «Jara, haragana. Peral, te quiero más. Jazmín, amor hasta el fín. Chopo, te quiero poco. Alamo, te amo. Clavel, te quiero bien...».
El labrador, ya erigido en maestro de escena, le pide que diga el romancillo que sabe y que nombra a los pueblos de la comarca. Pienso que voy a escuchar un paisaje pintado con palabras:
Los pueblos que yo conozco
entre el valle y la montaña,
yo te los voya decir
en muy poquitas palabras.
Allá arribita en lo alto...
Queda un momento en blanco y se levanta de un salto porque las cabras se han metido donde no debían. Les tira piedras y les chilla.
-¡Moooocha! ¡Hcá! ¡Hcá! ¡Ría, ría! Cuando vuelve insisto:
-Son jodidas, ¿eh? , mire que las conozco, lo destrozan todo, comen hasta los papeles.
El me pregunta como si yo no hubiera dicho nada:
-¿Qué? ¿Le sirve lo que le he dicho sobre las hierbas?.
El labrador se pone a apelmazar la tierra. El pastor se va con las cabras. Yo sigo por donde iba con algo más aprendido.