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A Florencia Machón
La tarde del 20 de julio de 1990 cerré la cremallera de mi tienda en el camping de Saldaña y anduve, junto a las zanjas polvorientas, los cinco kilómetros de carretera que hay hasta Quintanadiez de la Vega. El pueblo presentaba el aspecto de muchos lugares de la Castilla de hoy: anaranjado, batido por el sol, poco habitado. Muchas ventanas cerradas. Sólo el ruido de alguna lejana máquina agrícola, y unos pocos niños -niños de verano, que se van como las golondrinas- sonando en la calle. Pero bastaron ellos para indicarme dónde vivía la señora Florencia, al final del pueblo. Una alta tapia, y un jardín bien cuidado con un árbol inmenso. La consumida señora Florencia, de ochenta y nueve años -nacida en mayo de 1901-, mira con ojos acuosos al alto joven de 25, y le invita sin desconfianza a su cocina, vieja, arreglada y, sobre todo, fresca. Tal como me habían advertido en Saldaña, le gusta enseñar su inmenso saber a los niños y a los jóvenes. Si éstos no prefiriesen ya las canciones de moda en la televisión, ella seguiría enseñándoles, como hasta hace poco, los bailes viejos del pueblo. Ya no se acuerda de la "pastorada" completa. Y además su vacilante garganta no podría con ella. Pero está llena de recuerdos, de su vida y de la del pueblo. Tiene un instinto especial para saber la que le puede interesar al folklorista. Se acuerda de los juegos, que, en su primera infancia, le sirvieron para nombrar y jugar con sus dedos. Desde el más fácil ("Dedín, / pajín, / aceite, / diecinueve / y veinte"), hasta el más difícil, en el que el dedo corazón representaba a un fraile, el pulgar al ama, y el meñique a la criada:
-Tran, tran.
-¿Quién?
-El padre Miné, que quiere hablar con su señorita de usté.
-Señorita, señorita.
-¿Quién?
-El padre Miné que quiere hablar con usté.
-Díle que suba.
-Padre Miné, que suba usté.
-Buenos días.
-Buenos días.
-¿Qué tal ha descansado usté?
-Bien, por la muerte de mi marido.
-Si así hubiese sido, lo hubiese dicho.
-Anda, Teodora, coge la cesta y vete a la plaza a por escarola.
-¡Qué maldito fraile el de la porra, que siempre que viene me hace ir por escarola!
-¡Anda, Teodora, no me retuques!
-Yo a usté le retuco y le retucaré.
Anda, Teodora, te compraré un vestido de toda moda
-Más quiero andar con el culo al aire que no ser alcagüeta de ningún fraile
Tampoco había olvidado Florencia los aguinaldos que se cantaban al señor cura la mañana de Navidad, después de haber comido un poco de turrón y mojado los labios en una copa de aguardiente y antes de ir a ver a los hombres reunidos en la "casa de concejo" alrededor de una caldera grande de castañas y unos porrones de vino:
Muchas gracias, señor cura,
por tan lucido aguinaldo.
Dios le dé salud y suerte
para dárnosle otro año.
Su juego preferido de niña era el baile de doña Berenguela, Muchas veces hacía ella de protagonista "porque era la que tenía las faldas más anchas", Un corro de niñas y de niños se formaba alrededor de doña Berenguela, que permanecía agachada mientras los demás -pajes o hijos del rey- hacían movimientos con la falda y ruidos sordos-"uh, uh, uh"- para después cantar:
¿Qué ruido será ése
que anda por ahí?
Ni de día ni de noche
nos deja dormir.
Somos los pajes del rey
que venimos a buscar
a doña Berenguela
si está por acá.
Doña Berenguela
no está por acá,
que está en su cuartel,
cerrando una rosa
y abriendo un clavel.
Quítate de ahí niña,
que no te puedo ver.
Cada vez que se llegaba a este punto, se retiraba una niña del corro, y cuando dejaban sola a doña Berenguela cantaban:
-Anda, niña, anda, niña,
si no has andado
una temporadilla
con un soldado;
con un soldado, niña,
con un soldado,
pero a doña Berenguela
no la has llevado,
no la has llevado.
Ya se murió la culebra,
la que rondaba el castillo
ya se marchitan las flores
los claveles y los lirios.
Y entonces "salía el rey Felipe" y se le cantaba
Ay, Filipín, Filipín,
si te ven, te cogerán.
El juego terminaba con la aparición del alguacil
¡Aunque no tengo fusil
ni ningún otro armamento,
soy el único alguacil
de este honrado Ayuntamiento!
Otra canción de corro que no olvidaba Florencia:
De noche a la una
detrás de un farol
estaba la loba
con polvos de arroz.
Y como se daba
con tanto primor
en vez de darse polvo
se daba almidón.
Lobita del alma,
si sigues así.
tu cara parece
la de un albañil.
Cuando se llegaba a la edad "de moza" se tenían otras diversiones. La más principal, era, naturalmente, el baile en la plaza. Una canción de baile que a veces se acompañaba de dulzaina era ésta:
Me estoy muriendo de sed,
tienes el agua a la mano,
no me lo das a beber;
no me lo das a beber,
no me lo das a probar,
aunque me ves que me muero,
muero de necesidad.
Uno de los bailes más habituales era el "de la Pata", que llegaban a bailar hasta doce parejas, que a veces se disponían también en círculo:
Anda, resalada,
resalada, resalero,
anda, resalada,
límpiate con mi pañuelo.
El anillo que me distes
en el puente de Quintana
le tengo en el corazón
y a tí te llevo en el alma.
Anda, resalada...
Arboleda bien plantada
siempre parece arboleda.
Una casada curiosa
siempre parece soltera.
Anda, resalada...
En cuaresma nunca se bailaba en parejas. Siempre en corro:
Mi amante es alto y buen mozo
y no gasta bolceguí
porque no lo necesita
para enamorarme a mí.
Arboleda bien plantada...
Otro baile, acaso el preferido, era el de "la redondilla", que sale una y otra vez en la conversación de Florencia:
Las estrellas he contado
y la del norte dejé
pues es la más bonita,
contigo la comparé.
Si he nacido con gracia
yo qué le voy a hacer;
la he sembrado con el trigo
y no ha querido de nacer.
Anda diciendo tu madre
que no me quiere por nuera.
Tampoco yo quiero a su hijo,
que tiene mala madera.
Me llamaste pobre y fea,
descolorida y cobarde.
En los cuernos de la luna
tienen la hacienda tus padres.
Las estrellas se juntaron,
-morena y graciosa, dolorosa del amor
y la del norte enfrenté;
y por ser la más hermosa
-morena y graciosa, dolorosa del amor
contigo la comparé.
Me casó mi madre con un enano,
solamente por reír;
le puso la cama en alto
y no se pudo subir.
En el jardín
corté una flor;
la más hermosa
y no tiene olor;
y si le tiene
yo no lo sé;
contigo, niña,
me casaré.
¡Que viva la reina
doña Isabel!
Uno de los ritos de noviazgo más típicos del pueblo era el de las rondas de los mozos a las mozas, que se hacían muchas noches de la primavera y del verano; y, naturalmente, el enrame de las ventanas o balcones de las mozas durante la noche de San Juan:
Ahí te queda puesto un ramo
clavadito en la ladera,
levanta por la mañana,
no te le coma la hierba.
Ahí te queda puesto un ramo
clavadito en el humero,
levanta por la mañana
no te le coma el buey negro.
Las rondas solían degenerar en escenas cómicas:
Quítate de esa ventana,
cara de sardina frita,
que cada vez que te veo
se me revuelven las tripas.
No te arrimes a mi puerta,
cara de limón podrido,
que pareces a mi gato
cuando está descolorido.
Por esta calle va
un pollo cojo;
súbete a los tejados
no te atropelle.
Las bodas duraban dos días por lo menos. Se casaban de mañana, porque tenían que ir a la iglesia y comulgar en ayunas, y después se repartía chocolate entre todos. Tras la ceremonia en la iglesia, los mozos y las mozas del pueblo rodeaban a los padrinos para "cobrar los derechos": una cantidad de dinero que les sirviese a ellos para comprar vino y comida y pasar una tarde entretenidos. También las mozas presentapan a la novia un ramo de madera del que colgaban rosquillas y cintas. Después, "iba el novio con su capa y la novia con su cola, y las mozas barriendo el senderito a la novia". Les hacían pasar bajo arcos adornados, y les conducían a casa de la novia en sendas carrocillas, también adornadas, detrás de la cual iba otra carroza con los padrinos. El convite del primer día, multitudinario, se hacía en la casa de la novia, donde esperaban para la ocasión humeantes y enormes ollas zamoranas. El segundo, más íntimo, era para los familiares más próximos, y se consumía mucha comida sobrante del día anterior.
En las faenas agrícolas tampoco se dejaba de cantar. Esta era una canción que se cantaba mucho en la siega:
-Julia, si vas a La Habana
mira qué lejos te vas,
no te metas en el barco,
que te vas a marear.
-Yo no me mareo, madre,
que el mareo está en la mar.
Hasta el muelle fui con ella
por ver si la camelaba,
ella me camela a mí
el dinero que llevaba.
Si te dan una peseta,
tienes pa donde gastar,
si te dan un medio duro,
para un vestido percal
No quiero ni la peseta
ni el medio duro ni el real,
lo que quiero es mi morena.
que otro me la va a llevar.
Al volver las cuadrillas del campo entraban en el pueblo con esta canción en los labios:
Vengo a la ventana,
no me quiés abrir;
no sabes las penas
que paso por tí.
Arreglo el ganado,
cuando voy a verte,
ya te has acostado.
Llamo a la ventana,
no me quieres abrir,
estas son las penas
que paso por tí.
Ay, guindilla,
guindilla, guindilla,
que ya no te quiere,
no te hace cosquillas.
Ay, guindilla,
guindilla, guindón,
que ya note quiere
tu novio guasón.
Las mujeres solían cantar en la puerta de la casa, mientras cosían "en la solana", durante el verano. Un romance que siempre estaba en boca de su madre y de otra señora cuando salían al sol era uno que yo nunca había oído, y que, según Florencia, "era más largo":
Yo soy la reina de Hungría,
que gobierno en toda España.
Cogí mi escopeta al hombro
y vine a Villares a caza.
Apunté tres conejitos
y maté tres aventajas.
De risa que me dio,
me he orinado las enaguas.
Con el agua que ha caído
siete molinos andan.
Tres muelen en Gañinas
y cuatro en Quintana.
Muchos romances se cantaban no sólo en la solana, sino también en las noches de invierno, cuando la familia se apretaba en la cocina antes de ir a la cama. Florencia comienza un romance que dice "El rey moro tenía un hijo / que Tranquilo..." Pero su maravillosa intuición poética le hace interrumpirlo y comenzar a cantar, el mismo romance, en una versión mucho más rara y arcaica que la "vulgata" que había comenzado:
Por las calles de Madrid,
por las calles de Granada,
por las calles de Madrid
se pasea una Altamara.
Ella es alta como un pino,
relumbra como una espada;
muchos galanes la quieren,
y también un hermano suyo
que gozarla deseaba.
De que gozarla no pudo,
cayó malito en la cama.
Un día de verano
su padre le presentaba:
-¿Qué tienes tú, mi Tranquilo,
que estás malito en la cama?
-Tengo unas calenturitas
que me las pegó mi hermana.
-De las cosas de este mundo,
¿qué pretendes en tomarlas?
Si pretendes una polla,
que te la guise tu hermana.
-Si mi hermana me la guisa,
gustoso estoy a tomarla.
Era tiempo de verano,
se le subió en bata blanca.
Al subir de la escalera
se ha tirado de la cama,
allí la abraza y la besa
hasta escupirla en la cara.
-Déjame, por Dios, Tranquilo,
no ignores que soy tu hermana.
-Si eres mi hermana, que lo seas,
no haber nacido tan guapa.
A eso de los nueve meses,
un angelito lloraba.
Era tan hermoso Tranquilo
que el mismo rey envidiaba.
¡Vaya una lección pa'un padre
que no va y le arranca el alma!
Florencia intenta comenzar el romance de La doncella guerrera, pero apenas se acuerda ya de él. Sin embargo, dice sin vacilación, y en versión también muy arcaica y bella, el de La hermana cautiva:
La hija del rey
de noche la llevan,
la hija del rey
para que nadie la vea.
Y a la reina mora
ya se la entregan.
Llévela usté, mi madre,
a lavar todos los días,
los paños del rey
a una fuente fría.
Contra más los lava
más color cogían.
Pasó por allí don Güeso,
no se conocían.
-Quítate de ahí, mora,
hija de judía,
que beba mi caballo
en esa fuente fría.
-No soy hija de mora,
tampoco de judía,
que soy hija de un cristiano
bautizado en pila.
-Si eres hija de un cristiano,
conmigo te irías.
La ha puesto en el caballo
y ella se reía.
Ya le llevan un trayecto
sin palabritas hablar,
y al encontrar una oliva,
ella empezó de hablar.
-Aquí mi padre
plantó aquí esta oliva,
mi padre la planta,
yo se la tenía,
mi hermano don Güeso
los potros corría,
mi hermana mayor
las puertas le abría.
mi madre la reina
lavaba y cosía.
-¡Abra usté, mi madre,
puertas de alegría,
que por traerle una nuera
le traigo una hija!
-Si es una nuera,
será bienvenida,
si es una hija,
mejor recibida.
-Déme usté, mi madre,
llaves de allá arriba,
por ver si conozco
donde yo dormía.
He aquí mi ropa,
que la dejé nueva
y la encuentro raída.
En aquella cocina donde los dos nos encontrábamos habían cantado muchas veces, la madre y el padre de Florencia, y luego ella, el romance de Gerineldo:
-Gerineldo, Gerineldo,
paje del rey muy querido,
muchas damas y doncellas
querrían dormir contigo.
-Como soy vuestro criado,
cómo os burláis conmigo.
-No me burlo, Gerineldo,
que de veras os lo digo.
-Si me lo dices de veras,
esta noche iré al castillo.
A eso de la medianoche
Gerineldo va al castillo.
-¿Quién es el desvergonzado,
quién es el atrevido,
que a estas horas de la noche
viene a picar mi castillo?
-Soy Gerineldo, señora,
que vengo a lo prometido.
Le ha agarrado de la mano
Y a la cama le ha metido.
Su padre se ha dado cuenta
y al cuarto 'los dos se ha ido.
-Si mato a Gerineldo
es el paje más querido,
y si mato a la infantina,
queda mi reino perdido.
Ahí se os quedará mi espada,
que me sirve de testigo.
Despierta la infantina
con sueño despavorido.
-Levántate, Gerineldo,
que los dos somos cogidos,
que la espada de mi padre
entre los dos ha dormido.
-No es la espada de tu padre,
que la traigo yo consigo.
-Es la espada de mi padre,
que yo bien la he conocido.
La de mi padre es de plata
y la tuya es de metal fino.
Vete por esos jardines
a cortar rosas y lirios.
El buen rey que se ha dado cuenta
al encuentro le ha salido.
-¿Qué haces, Gerineldo,
tan temprano por este jardín venido?
-Ando por estos jardines
cortando rosas y lirios.
-La rosa que tú has cortado
el color se le ha torcido,
pasa por mi oficina
a firmar el compromiso,
y así mi reino
queda restablecido.
Los romances de Florencia llevan una marca de arcaísmo y originalidad inconfundibles. Su Condesita tampoco es la versión "vulgata" que se recoge en muchos sitios, sino que contiene fragmentos poéticos de admirable tensión y singularidad ("Diga usted al Conde Flores / que se venga para acá, / que un vasito de veneno / a serenar está"):
Triste estaba la condesa,
triste y cansá de llorar,
porque llevan a su marido
de capitán general.
-Si para los siete años no vuelvo,
a los ocho casarás.
-No lo querrá Dios del cielo
ni la santa Trinidad
que yo teniendo marido
me volvería a casar.
Ya se pasan los siete años,
para los ocho van ya,
un día yendo para misa,
con su padre vino a dar.
-¿Cómo no te casas, hija,
o te tratas de casar?
-No lo querrá Dios del cielo
ni la santa Trinidad,
que teniendo yo marido,
yo me volviese a casar.
Déme usté su bendición, padre,
que yo luego me iré a buscar.
-La de Dios te caiga, hija,
la de Dios por además.
-Echeme la suya, padre,
que las dos quiero llevar,
que llevando dos bendiciones,
yo luego le he de encontrar.
Ha andado un gran trayecto
y sin nada encontrar,
al subir a una montaña,
un castillo vio asomar.
Si aquel castillo es de moros,
allí me cautivarán,
y si es de cristianitos,
limosna me darán.
Le ha dado unas cuantas vueltas
sin atreverse a entrar,
se ha encontrado con una paje
que sacaba unas mulitas,
unas mulas a guardar.
-Dígame, pajecito,
de quién son esas mulitas
que sacáis a pasear.
-Del conde Flores, señora,
mañana se va a casar.
-Dígame usté, buen paje,
si me dejarán entrar.
-Pase la señora para adentro,
pase la señora para allá.
Al subir de la escalera,
con el conde vino a dar.
-Si me diera usted una limosna
que Dios se lo pagará.
Echó mano a su bolsillo,
un real en plata la da.
-Poca limosna es ésta
para lo que usté solía dar.
-¿De dónde es la señora
que tales razones da?
-Soy de las altas peñas
de las que suenan por allá.
-Si es usté de las altas peñas
traerá mucho que contar,
si se casa la condesa
o se trata de casar.
-Ni se casa la condesa
ni se trata de casar,
que tengo entendido
que le va a venir a buscar.
-Diga usted a la condesa
que el conde está muerto ya.
Se levanta su basquiña,
queda todo a relumbrar.
-He aquí el anillo que me diste,
el anillo de Navidad.
Tú no lo puedes negar, conde,
no lo puedes negar.
Al ver esto el conde,
desmayado cae pa tras.
Y así que volvió en si:
-Pajecitos, los mis pajes,
los que coméis de mi pan,
coged a esta señora
y lleváila a pasear,
por en casa de la otra
que ella os preguntará.
-¿De quién es esa señora
que traéis a pasear?
-Del conde Flores, señora,
que le ha venido a buscar.
-Malhaya sean los hombres
que tales razones dan.
Están casaos en su tierra,
y vienen aquí a engañar.
Diga usted al conde Flores
que se venga para acá,
que un vasito de veneno
a serenar está.
Del romance de La muerte de don Gato, recordaba Florencia: "¡Ay, cómo le cantaba mi madre!".
Estaba el gatito tirulito
en silla de oro sentado
cuando le vino la carta
que había de ser casado,
con una gata morena
que había en el otro barrio.
Mírala por dónde viene
por cima de aquel tejado.
Por darla un beso
se ha caído del tejado,
se ha roto siete costillas
y por tres partes un brazo,
lo miraron siete médicos
y otros tantos cirujanos.
Y todos gritan a una voz
que este gato está muy malo.
Quiere hacer testamento
de todo lo que ha robado,
siete sartas de longaniza,
otras tantas de adobado,
una olla de manteca
para hacer un buen guisado.
Ya le llevan a enterrar
por la calle del pescado.
Al olor de la sardina
el gato se ha resucitado,
por eso se dice
que siete vidas tiene un gato.
El padre y la madre de Florencia cantaban mientras cardaban la lana en la cocina. Ella muchas noches no podía hacer los deberes de la escuela porque tenía que ayudarles. Florencia torcía la lana; subida a un templete, y todos cantaban:
-Pastorcita, pastorcita,
que en el monte guardas cabras,
al pie de una peña oscura
levántate, que es mañana.
Desde lejos vio venir
tres hermosísimas damas,
la primera de azul,
las otras de verde estaban.
-Pastorcita, pastorcita,
¿de quién son esas tus cabras?
-Suyas, Señora, suyas,
que es usted la que me ampara.
-¿Pues tú, niña, me conoces,
que con tal cariño me hablas?
-Si señora, la conozco,
que es usted la madre santa.
-¿Por qué no te vienes conmigo,
conmigo a la celestial morada?
-Eso sí que no, señora,
¿dónde dejo yo mis cabras?
-Ponlas en ese lindero,
que solas se irán a casa.
Su padre triste y afligido
se halla
al ver que del monte no viene
su zagala con las cabras.
Se ha postrado de rodillas
delante de un crucifijo
que tenía en la su sala.
-Dime tú, manso cordero,
hijo de la madre santa,
¿cómo es de noche y no viene
mi zagala con las cabras?
-Tú no te aflijas
ni al campo a buscarla vayas,
que las tus cabras las tienes
en el corral de tu casa,
y la tu zagala está
en la celestial morada.
Además, de romances, en las "veladas" se cantaban muchas canciones narrativas. Una era la de La casada de lejanas tierras:
Una casadina
en tierras lejanas,
con la escoba barre
y con los ojos riega,
con la boca dice
quién fuese soltera.
-Levanta, marido,
si bien me queréis,
y a la tu madre
me la llamaréis.
-Levante, mi madre,
de dulce dormir,
que la blanca flor
ya quiere parir.
-Así pariese
un hijo varón
que la reventase
por el corazón.
-Pare tú, hija mía,
por la Virgen Santa,
que mi madrecita
no parase en casa.
-Levanta, marido,
si bien me queréis,
y a la tu hermanita
me la llamaréis.
-Levante mi hermana
de dulce dormir,
que la blanca flor
ya quiere parir.
-Así pariese
un hijo varón,
que la reventase
por el corazón.
-Date prisa, marido,
si bien me queréis,
y a la mi madrica
me la llamaréis,
y aunque está algo largo
luego volveréis.
-Levante mi suegra,
con prisa la llamo,
que la blanca flor
se ha puesto de parto.
-Espera, mi yerno,
espera a la puerta,
porque de ropitas
hago una envuelta.
Ya caminan deprisa
por los montes altos,
ya sienten tocar
campanas de llanto.
-Díme, partorcito,
que guardas ovejas
díme por quién tocan
campanas tan bellas.
-Por una casadina
de tierras ajenas,
que murió de parto
por malas cuñadas
y peores suegras
Otra canción que había cantado Florencia en las veladas invernales era la de Los primos romeros:
Para Roma caminan
dos peregrinos
hijos de dos hermanas,
carnales primos
Por las calles de Roma
van preguntando
que dónde tiene la silla
el Padre Santo.
-Señor, que pecamos,
carnales primos.
El Santo Padre dice:
-Oh, cielo santo,
quién tuvo licencia
para otro tanto.
El peregrino entonces
tendió la capa:
-Sea usté peregrino,
yo seré Papa,
para echar bendiciones
a las muchachas.
A la entrá de Sevilla
nació una niña
que por nombre la pusieron
Rosa María.
Los romances que cantaban y vendían en coplas los ciegos eran también muy celebrados. Algunos de ellos se cantaban en las veladas:
En la provincia León
dentro de la calle Nueva
habitaba un tratante
que trata paños de seda,
casado en segundas nupcias
con una joven morena.
El tratante tenía un hijo
que de todo le daba cuenta.
-Hijo mío, ¿quién anda en casa
cuando yo estoy fuera de ella?
-Padre mío, el alférez
se acuesta con la morena.
A mí me dan pan y queso
y me mandan a la escuela,
y yo como picarillo
me guardo tras de la puerta.
-Mira, mujer, lo que haces,
mira lo que mi hijo me cuenta.
-No te creas de los niños,
que lo que han de callar
lo dicen
y lo que han de decir
lo dejan.
Otro día de mañana
el padre camina a la feria.
En tanto la picarona
la muerte le da horrenda.
Vivo le sacó los ojos,
vivo le sacó la lengua,
le ha cogido en un plato,
para el alférez la lleva.
-Toma, alférez mío,
toma la lengua parlera.
El alférez no la quiso,
para casa la volviera.
En el medio del corral
se la ha tirado a la perra,
la perra era más humilde,
más humilde que era ella,
la ha cogido con la boca,
para la iglesia la lleva.
Con las patas hace el hoyo,
con la boca la entierra,
cada ahullido daba
toda la gente acudiera.
Ellos que estaban en ésto,
su padre llega de la feria.
-¿Dónde está, mujer, mi hijo,
que otros días a recibirme saliera?
¿otros días al camino
y hoy ni a la puerta siquiera?
-Tu niño, marido,
está en casa de su abuela,
bien vestido y bien calzado
se le mandan a la escuela.
-No he de tomar bocado
mientras mi niño no venga,
-Cartas irán y vendrán
que están en casa de su abuela,
que bien vestido y bien calzado
te lo llevan a la escuela,
y para que vaya más contento,
le han comprado cartilla nueva.
-Vamos a cenar, mujer
vamos a cenar si hay qué.
-Ahí tengo yo una cabeza
que la traje del mercado
estando en espera vuestra.
Ha cogido un cuchillo
pa' partir la tal cabeza.
Baja una voz del cielo
como si su hijo fuera.
-Detente, padre mío,
no partas la tal cabeza,
de tus entrañas salió,
no quiera Dios que a ellas vuelva.
El padre al oir esto
desmayado en tierra queda,
en tanto la picarona
en un cuarto se encierra.
Allí llamó a los demonios.
Unos dicen: -Venga en cuartos,
otros dicen venga entera.
Salió el demonio cojo:
ésta es mía, que no es vuestra.
......................
-Una tarde de verano
al Retiro salí a pasear
me encontré un militar muy buen mozo
y al punto me dijo: -Quiero descansar.
Me ha agarrado de la mano,
Y a su lado me ha ido a sentar,
y hasta entonces no sabía, madre,
lo que impresionaba la voz militar.
-Dime, hija, qué es lo que te ha hecho
ese cabo, ese capitán.
-Ay, mamá, que decirlo no puedo,
que son cosas graves, me va usté a pegar.
Por la noche, a la media noche,
la niña enfermita está.
A la media noche una hermosa niña
la sintió llorar.
La ha cogido la abuela en los brazos
Y a su padre la ha ido a enseñar.
-¡Ay, señora, muy señora mía,
yo no soy su padre, a saber quién será!
La ha cogido la abuela
Y a su madre la ha vuelto a llevar.
-Deja, hija, que padre no tiene,
esta misma noche a la inclusa irá.
-Madre, confesarme quiero
con un fraile mi devoción.
Ay, que tenga las mangas muy anchas,
porque si no, madre, no confieso yo.
Ya ha pasado el tiempo
y la niña crecidita está,
y un día jugando en un estanque
pasó un caballero
y la vino a llamar.
-Dime, niña, dime de quién eres.
La niña se ha echado a llorar:
-¡Ay, mi madre ya está en la tumba,
mi padre en el mundo disfrutando está!
-Dime hija, cómo se llamaban.
Mi madre se llamaba María,
y mi padre han dicho que era militar.
En las veladas que se celebraban de noche al calor de la lumbre no sólo se cantaba, sino que se comentaban las novedades del día, se recibía a los vecinos que venían a pasar el rato, y se contaban chascarrillos y cuentos. Los niños siempre estaban deseosos de que les contasen la Epístola de la cabra, que imitaba de manera humorística la cadencia y el latín de los cantos litúrgicos:
Epístola de la badana,
que la cabra que está coja
no está sana.
La pegó el pastor
con el palo palancón
por irse a los chivos chivatis.
-Déjame, lobo lobatis.
He jurado a mi padre
Y a mi madre
Y a todo mi cabruño
que no volveré a comer
más carne ni en este mes
ni en el de junio... ¡Saaatis!
Bajó al valle a beber agua,
volvió el hombre
y le agarró de las napias.
Déjame, lobo lobatis,
¿no decías que habías jurado
a tu padre y a tu madre
y a todo tu cabruño
que no volverías a comer más carne
ni en este mes ni en el de junio? ¡Saaatis! ¡Desempalambratis!
¡No hay pecatis!
Otra sátira que se hacía del tono de la liturgia eclesial era el del Incarnatus que me cantó Florencia sin recordar el cuento en el que se insertaba:
El mi Pedro y el mi Juan,
el mi Juan y el mi Clemente
sonó una voz de Vicente:
-Los que fuisteis ya vinísteis,
el balal ya le trujísteis,
vete y dile a Mari que te haga lostra,
la mitad de fruta y la mitad de coza.
-Los que fuimus ya vinimus,
el balal no le trujimus,
como íbamos en abalcantibus
el piso estaba alantibus,
rugían losarrogantibus
dieron cuenta los ladrantibus,
despertaron los patantibus
y nos dieron un cantantibus
que nos rompieron los dientibus.
¡Sanctus, Sanctus, Sanctus!
En las veladas recordaba Florencia que se contaban muchos más chistes. Cuando alguien pasaba un poco de vino, se le dedicaba un brindis:
Oh, precioso licor,
que te crías entre las matas,
a cuántos hombres de bien
nos haces andar a gatas.
Y también se solía recitar La semana del perezoso:
El lunes, galbana;
el martes, mala gana;
el miércoles, tormenta;
el jueves, mala cuenta;
el. viernes, a pescar;
el sábado, a cazar
y el domingo a descansar.
Los cuentos de velada eran infinitos. Florencia empezó contándome uno sobre un personaje folklórico muy conocido: el gallego:
Había prometido el rey que el que la sacara tres palabras [a su hija] se casaba con ella. Y iban príncipes, marqueses, condes y no la sacaban nada. Y un príncipe tenía de criado a un gallego. Y tenía que hacer tres posadas para coger los caballos para ir al palacio donde estaba la otra. Y el príncipe aquél le dijo:
-Anda, me des el caballo.
-Ande, quédese usté, yo me voy a robar.
-¡Hombre, pues buena cosa vas a hacer!
-No tenga usté miedo, que no pasa nada.
No había quitado la montura cuando ya llega diciendo:
-Ah, mi amo, ya llegué.
-¿y qué has robao?
-Señor, un huevo. Y cuidao, cuidao, no se me rompa, ¿eh?
Pues bueno, fueron a casa. Con que llega a la segunda posada y lo mismo:
-Ah, mi amo, que meto el caballo y me voy a robar.
Sale el amo:
-Ten cuidao, que no pase nada.
-No pasa nada.
Y trae un puñadito de palos, de leña, y dice:
-Ya lo ve. Esta poquita de leña. Esto hay que ponerlo con cuidao, con cuidado.
Como era después de la segunda ya no le dijo nada. [Cuando volvió, el príncipe] le dijo:
-¿Qué has robao?
-Una gorrada de mierda.
-¿Pa qué lo querrá?
-Mire usté, déjelo.
Con que suben todos [al palacio de la princesa] y dicen [a un marqués]:
-¿Ha acertado usté?
Dice:
-No.
No había acertado el marqués. Con que estaban allí unos cuantos y el criao, el gallego, que sube gritando:
-¡Que me aso, que me aso¡
Y grita la princesa:
-¡Aaah! ¡Aaah!
-¡Sáqueme usté ese huevo!
-No tengo leña.
-Pues aquí hay una poquiña de ella.
-¡Váyase usté a la mierda!
-Pues he aquí una gorrada de ella.
Tres palabras. y dice [el príncipe]:
-Vaya, pues se tiene que casar con el gallego, porque la ha ganao.
-No, yo no la quiero, pa usté, pa usté, se la cedo a usté, pa usté, porque mire, para mí,
Vale más una criada
arrimada a un fregadero
que cincuenta señoritas
vestidas de terciopelo.
Todavía me contó Florencia otro cuento, el de Las doce palabras:
Era un señor que iba de viaje y tenía que subir una vega muy alta, y dice:
-¡Ay, Dios mío, para subir ésto, sería capaz de entregar el alma al diablo!
Conque se presenta el diablo con un caballo blanco. Conque, por la noche, era muy devoto y le rezaba tres avemarías a la Virgen de la Nieves. Y por la noche va y llama el diablo a la puerta. Dice;
-Me tienes que decir las doce palabritas dichas y retorneadas. Dime la una.
-Una es la que parió en Belén, Virgen y pura es.
-Dime las doce palabritas dichas y retorneadas. Dime las dos.
-Dos, son dos, las tablas de Moisés. Una es una pura que parió en Belén.
-Dime las doce palabras dichas y retorneadas. Dime las tres.
-Tres son tres, las tres candelarias. Dos son dos, las tablas de Moisés. Una es una pura que parió en Belén.
[Son muy largas las doce, son muy largas. Bueno, ¿te las digo seguidas? Seguidas, sí, pero hay que decirlo todo retorneao, todo]
Y dice;
-Cuatro son cuatro, los cuatro Evangelistas.
-Cinco son cinco, las cinco llagas.
-Seis son seis, los seis candelabros.
-Siete son siete, los siete dones.
-Ocho son ocho, los ocho gozos
-Nueve son nueve, los nueve dones.
-Diez son diez, los diez mandamientos.
-Once son once, las once mil Vírgenes.
-Doce son doce, los doce Apóstoles.
-¡Tú eres Nieve! ¡Tú eres Jonás! ¡Tú eres Satanás! ¡EI alma de este pobre hombre no la llevarás!
Y ganó la Virgen.
Cuando Florencia empezó a tener hijos, repetía con ellos los mismos juegos y cuentos que sus padres le habían enseñado. Las veladas continuaron, entonces, en la casa de su marido y suya. Y después, cuando se le fueron muriendo, uno por uno, el marido y los once hijos que tuvo, no echó en olvido sus juegos y cuentos. Siguió enseñándolos, con la misma dedicación y gusto que a sus hijos -y acaso para seguir sintiéndose madre-, a los demás niños del pueblo, que acudían siempre a ella para pasar un rato entretenido. La gustaba rodearse de niños y preguntarles "a ver quién es el que primero acierta":
Tiroliro rilo,
las cabras en el trigo,
el pastor que las guardaba,
el palo las tiraba.
-¿Qué es del palo?
-La lumbre que se quemaba.
-¿Qué es de la lumbre?
-El agua lo apagaba.
-¿Qué es del agua?
-El toro lo bebía.
-¿Qué es del toro?
-Por el monte corría.
-¿Qué es del monte?
-Hoja salía.
-¿Qué es de la hoja?
-Las cabras la roían.
-¿Qué es de las cabras?
-Leche tenían.
-¿Qué es de la leche?
-Los frailes la bebían.
-¿Qué es de los frailes?
-Decir misa todos los días.
Había otra canción que le gustaba ensayar rodeada de niños, que así aprendían a restar:
Yo tenía diez perritos,
uno ni come ni bebe.
No me quedan, no me quedan...
no me quedan más que nueve.
De los nueve que me quedan
uno se tomó un bizcocho.
No me quedan, no me quedan...
no me quedan más que ocho.
De los ocho que me quedan
uno se marchó al banquete,
No me quedan, no me quedan,
no me quedan más que siete.
De los siete que me quedan
otro se marchó al exprés.
No me quedan, no me quedan,
no me quedan más que seis.
De los seis que me quedan
otro se marchó a brinquitos.
No me quedan, no me quedan,
no me quedan más que cinco.
De los cinco que me quedan
otro se subió al teatro.
No me quedan, no me quedan,
no me quedan más que cuatro.
De los cuatro que me quedan
otro se subió al exprés.
No me quedan, no me quedan,
no me quedan más que tres.
De los tres que me quedan
este me se murió de tos.
No me quedan, no me quedan,
no me quedan más que dos.
De los dos que me quedan
éste me salió un gran tuno.
No me quedan, no me quedan,
no me quedan más que uno.
Del uno que me queda
éste se subió a los cerros.
No me queda, no me queda,
no me queda ningún perro.
Florencia rezaba mucho. Una de sus oraciones preferidas era ésta:
-¿Cómo no canta la Virgen,
cómo no canta la bella?
-¿Cómo quieres que yo cante
que estoy en tierras ajenas?
Para un hijo que he tenido
como si no le tuviera,
que le están crucificando
en una cruz de madera.
Llamaremos a San Juan,
también a las tres compañeras,
también a Santa Isabel
que son las tres compañeras.
Subiremos al Calvario,
veremos las escaleras,
todas cubiertas de sangre.
Aquí murió quien muriera,
que murió el redentor
de los cielos y la tierra.
-¿De dónde vienes, buen Jesús,
tan rendido y tan cansado?
Vengo de Jerusalén
donde me ponen los clavos.
Si no me queréis creer,
subiremos al Calvario.
Desde el Calvario a la cruz,
Paternoster, amén Jesús.
Por la noche, al acostar, esperaba a escuchar las campanas de la iglesia. En ese momento rezaba sus oraciones nocturnas, imprimiéndolas la monótona musiquilla de la campana:
Con Dios me acuesto,
con Dios me levanto,
con el amor y la gracia
del Espíritu Santo.
Dios conmigo,
yo con él,
hasta la casa santa
de Jerusalén.
Sepultura oscura,
qué olvidada te tengo,
cuántos hombres y mujeres
se acuestan sanos y buenos
y a la mañana amanecen
sepultura entre los muertos.
Oh, Dios quiera, mi Dios,
que no sea yo ninguno de ellos.
A aquel ministro
que va por la calle
le pido yo
que no muera mi alma
sin confesión.
Cuatro esquinas
tiene mi cama.
de cuatro apóstoles
está rodeada.
San Juan, San Lucas,
San Marcos y Mateo,
mi Señor Jesucristo
que estaba en el medio.
Si yo me muriera,
Dios me alumbrará,
con cuatro candelas
y cirio pascual.
Guárdanme los doce Apóstoles
cuando me voy a la cama,
La Virgen con la mantilla,
San Joaquín y Santa Ana.
Estas son doce palabras
que importan mucho pa el alma.
El niño perdido y hallado en el templo,
oración que sabemos todos,
la oración del Padrenuestro.
Otra oración que Florencia gustaba mucho de rezar era la de:
Bárbara divina y santa,
que con palma de martirio
estás con Cristo y su madre
encendiendo un cirio.
Lo que Cristo predicaba
creías con grande amor,
de la Virgen su pureza
y la santa encarnación.
Tu padre, cruel y tirano,
con esta fe no creía;
en un castillo te encierra,
colgándote de los pies
con grande ira soberbia.
Tú entonces te quedas
encerrada en el castillo,
y dices con ansias de muerte:
-Yo creo en Dios, que es muy trino.
Mandó tu padre otro día
por el pueblo te arrastraran,
y en un rincón de lodo
tu cuerpo lo sepultaran.
Luego van a ese otro día
a ejecutar la sentencia,
te hallaron sana del todo,
muy agradable y risueña.
Tu padre de que lo supo
fue a la capilla con ella
y dice: -¿Quién sanó tus males
y te ha dado nueva vida?
Respondió: -Cristo y su madre
a mí al punto vinieron,
los que sanaron mis males
y nueva vida me dieron.
Con un alfanje a su hija
su cuerpo le hace pedazos
diciendo: -A ver si te libra
ese Dios profeta falso.
Dios que ha mirado esta injuria,
ha arrojado un rayo encendido,
ya su padre en cuerpo y alma
le sepultó a los abismos.
Bárbara, divina y santa,
por tu martirio y pasión,
que nos des a los devotos
tu divina devoción,
por los rayos y centellas,
no morir sin confesión.
Antes de abrir una caja de dulces, insistirme para que tomase uno, acompañarme hasta la tapia, contarme la historia terrible del árbol que crecía junto a ella, y quedarse viendo cómo yo me alejaba, apoyada en el dintel, Florencia me rezó también la oración que dedicaba a los muertos:
Adiós, alma, adiós, alma,
adiós cuerpo sepultado,
metido en una fosa
en una sepultura arrojado.
Más nos debe admirar estar
con tus padres amados,
los que te dieron el ser
con fatigas y trabajos.
Adiós, compañera nuestra,
que de este mundo has emigrado,
rogamos a Dios por tí
que si en algo le ofendistes
a la hora de la muerte
que te haya perdonado,
y a nosotros que nos perdone
cuando de este mundo salgamos
y algún día todos juntos
en el cielo nos veamos.
Adiós.