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De nuevo unas declaraciones políticas vuelven a poner de actualidad el tema de la crueldad con los animales; recientemente se ha escrito que existe incluso un proyecto para declarar fuera de la ley cualquier actividad que encierre una violencia o provoque un espectáculo indigno con cualquier animal. El fondo de todo este asunto parece estar en el grado de sensibilidad que se aplica a la cuestión. Ningún contemporáneo de Séneca se escandalizaba porque éste escribiese que acudía a veces al circo para ver correr sangre y distraerse; es más, ningún contemporáneo suyo ni nuestro podría poner en duda la preocupación del buen filósofo por el ser humano y por su comportamiento. En otro orden de cosas, hasta el siglo XVIII los disciplinantes de las procesiones movían al pueblo al fervor con sus latigazos y sus cuajarones de sangre. ¿Crueldad? A nuestros ojos, sin duda, pero no siempre fue así y otras personas ni mejores ni peores que nosotros lo vieron de otra forma. Lo que no terminamos de entender en la firme determinación actual es la excepcionalidad que se pide para algunos casos concretos. ¿Por qué las corridas de toros, o la caza deportiva o la pesca, no suscitan la misma preocupación en estos defensores de los animales?. ¿Acaso porque son actividades reguladas por unas normas?. ¿O tal vez porque generan una actividad económica con la que nadie se atreve a meterse? ¿Por qué pensar que sufre menos una langosta, a la que se hierve viva, que la cabra de Manganeses?. ¿Es que causa menos dolor ver agonizar a un venado sólo porque quien lo ha cazado lleve una licencia o haya comprado legalmente un puesto? Pedimos prudencia y equidad para dictar normas pero también tacto al proponerlas, y ese tacto obliga a contemplar todas esas actividades, consideradas como bárbaras, dentro de un contexto cultural y no aisladamente; si lo que no gusta es ese contexto, entonces estamos ante otro problema que requiere más esfuerzo y una mentalidad más abierta.