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I
Hace un par de años (1.989) una de las tres alfareras, en activo, de Moveros (Zamora) realizaba su última hornada; de las otras dos, una vendió toda su producción de un año a un comerciante especializado de Barcelona, y la otra, debido a su avanzada edad, había realizado muchas menos piezas de lo que era normal (entre un 60% y 70% menos). Por otro lado, el relevo generacional no existe, si observamos que sólo una de las alfareras de Moveros tiene una sustituta, una de sus nietas, la cual no realiza las piezas según el canon tradicional, podemos afirmar que la alfarería de Moveros está herida de muerte, y ni con un milagro verá el nuevo milenio que se avecina. Está claro que existe otra cara en este discurso, implícito, de un hecho tradicional que desaparece, aquél que no nos atrevemos a pronunciar con tanta facilidad, a saber: los alfares tradicionales de Moveros, por continuar con el mismo ejemplo, hace, cuando menos, quince años que están muertos, no sólo porque la inmensa mayoría de las personas han emigrado, o porque el trabajo en el campo es la principal actividad del pueblo, que de siempre lo ha sido, sino porque las alfareras ya no cumplen su papel en las estructuras básicas del microcosmos moverino, me explico, las alfareras, en cuanto tales, ya no cumplen un servicio necesario para su comunidad, aquello que las hace particulares; el hacer piezas de barro, ya no tiene sentido, y es este motivo, junto con otros que más tarde veremos, el que ha hecho que la alfarería tradicional muera (desaparezca), sin que el cambio radical hacia una alfarería decorativa, producido a finales de los años 70, haya servido, si no es para enmascarar una muerte que hace tiempo ya se produjo.
Está claro que la demostración de un razonamiento por medio de un ejemplo es apología, y así he querido empezar mi trabajo, con una visión apologética de la alfarería tradicional, con el fin de recalcar el tema que nos va a ocupar en las siguientes páginas, y siento mucho decir que desde ahora utilizaré esta forma de hacer el discurso, no generalizando, sino dando por hecho que la parte es al todo, por lo que doy a entender que si los alfares de Moveros se mueren, toda, sin excepción, la cultura tradicional tendrá un cambio, puede ser, también, hacia su muerte, aunque –esperemos- sea un cambio para la reflexión.
II
Desde hace unos cuarenta años, quizás algo menos, aunque ya perfectamente constatado desde los inicios de la Revista de Dialectología y Tradiciones Populares, del CSIC, todo trabajo sobre el tema alfarero que se precie tiene que dedicar una parte, importante, de su espacio al canto y alabanza de alfarería que estudia, por una parte, y, por otra, recordar que ésta desaparece. Hasta tal punto es así que suelen formar su propio capítulo, junto a los ya obligados de situar geográfica, histórica, económica y socialmente aquellas comunidades que hemos estudiado, esta conformación del trabajo de investigación, en aras de una supuesta objetividad de corte naturista, nos obliga a realizar el tedioso esfuerzo de teorizar lo descrito, a la par que todo ello enmascara el tratamiento que los propios investigadores le dan a este tipo de comunidades, primitivismo, irrealidades, antigüedades, campesinos, irracionales, supersticiosos, etcétera, es decir, para no alargar esta discusión hasta el punto de que tengamos que terminar dando nombres, un trabajo que se precie en lo más mínimo tiene que explicitar, no basta dar por hecho lo que es obvio, que la alfarería tradicional desaparece.
Pero observemos los tres principales argumentos utilizados para explicar su desaparición, (I) que lo dicen los estudiosos del tema, (II) que los alfareros se hacen viejos y (III) que la cultura urbana destruye, implacablemente, a todo aquello que es tradicional. A pesar de que aquí se han puesto muy simplificadas, parecen razones de poco peso, y más en concreto las dos últimas, pero si las observamos con un poco de detenimiento veremos que pecan en el desconocimiento, más o menos profundo, de aquello que consideramos tradicional, a saber: (I) con respecto a lo que dicen los estudiosos, no es razón para pensar en su desaparición, está claro que son valoraciones realizadas desde visiones excesivamente parcialistas, etnocéntricas o con claros síntomas de un romanticismo trasnochado, incluso irreal (a pesar de que estudios buenos los hay y en cantidad); (II) que los alfareros se hacen viejos, bueno sí, es verdad, pero en todos nuestros pueblos, incluso en las ciudades, han existido las personas mayores, y gente joven dedicada al barro hay en la actualidad mucha, incluso me atrevería a decir que hasta demasiada; (III) con respecto a la tercera es la más fuerte, pero necesita de muchas matizaciones, pues otras culturas, incluso dominantes de lo tradicional, han existido siempre, a la par que no podemos seguir pensando que lo tradicional ha vivido, y vive, en una campana de cristal, los contactos con otras formas de pensamiento han sido moneda corriente, en unos casos han influido, en otros han pasado como si nada, pero pensar que lo tradicional es homogéneo, y vulnerable a otras culturas, las cuales intentan siempre ser dominantes, es avanzar por la escalera del razonamiento de dos en dos peldaños.
Por el contrario, aquí planteamos otras alternativas, las resumimos en dos grandes grupos, aquéllas que hacen referencia al propio alfarero, en cuanto individuo perteneciente a una comunidad determinable, y, en segundo lugar, a las piezas que el alfarero realiza. Y, de esta Manera, mostramos dos indicadores, básicos, de por qué desaparece la alfarería tradicional, a saber: (I) el primer indicador ya lo hemos comentado de pasada, hace referencia directa a la pérdida del papel social alfarero, y, en concreto, cómo éste ya no se mantiene como una parte importante de la estructura del grupo al que se adscribe, por lo que los pocos alfareros que quedan se ven especialmente violentos ante esta situación, que les hace desembocar en un regreso a la agricultura, la ganadería o cualquier otro trabajo que les permita seguir comiendo todos los días, ya que la alfarería tradicional raramente permite mantener una familia de tipo medio; su papel como especialista necesario en la comunidad ya no tiene sentido, cuando menos tal como estaba planteado. (II) El segundo indicador hace referencia, como ya decíamos, a las piezas; éstas en cuanto objetos artesanos están concebidos como elementos que terminan por independizarse de la persona que los ha creado, tanto porque son hechos con un fin utilitario hacia la comunidad, como por su correspondencia, explícita y directa, con la cultura (tradicional) en la que está concebida. Por otro lado, aquella razón argumentada con anterioridad de la absorción de lo tradicional por la dominante cultura urbana, se expresa ante el discurso de la pieza como elemento de utilidad, desde el discurso, siempre marginal, de la pieza como elemento decorativo, por un lado, y como muestra de un pasado social, por otro, con la adquisición de ésta para museos más o menos especializados. A la par que la pieza en cuanto elemento determinante de una cultura, más o menos perteneciente al pasado, permite la creación de una mentalidad, puramente urbana, de acudir a investigar aquello que desaparece, el folklorismo, o en su versión modernizada el etnologismo, como efecto de la poca disposición a ver a los grupos como estructuras en continuo cambio, a la par que no reconocen lo tradicional en aquello que puede sospecharse tomado de otros o con aires de modernidad, es lo que podemos considerar un diagnóstico de muerte, para luego hacer arqueología de grupos vivos.
Ahora bien éste no es un trabajo sobre crítica etnológica, por lo que nos ceñiremos aun análisis, detallado, de qué ha ocurrido con la cerámica y los alfareros tradicionales, cuáles han sido las razones para que desaparezcan, qué les sustituye... en definitiva reflexionar sobre hechos e ideas que aún tenemos medianamente presentes, y que no por más divulgadas son más conocidas.
III
Una cosa parece clara, la relación que existe entre el alfarero y las piezas que produce; dicha relación establece un mundo intercomunicativo entre la persona y el objeto, dicha comunicación únicamente se rompe cuando el alfarero realiza el proceso de cochura (cocer sus piezas), proceso relativamente complicado y tedioso en el que el alfarero se tiene que valer, fundamentalmente, de su experiencia y los elementos propiciatorios (La señal de la cruz, responsos varios y coplillas que ponen en relación, a falta de la propia, a un ser superior, Dios, con el objeto, con el fin de no abandonar aquello que es parte de sí mismo a un destino tan incruento como es el de las llamas), que a su vez nos hablan de alfarero y su pieza como partes concretas de un discurso cultural más general.
Este relación entre un individuo y un objeto determinado, que únicamente produce como tal, hacen que el alfarero sea una persona identificada socialmente, no por ser artesano, o lo que de forma universal podemos considerar como un especialista, es decir, como una persona que dentro de un grupo, con algún elemento donde exista la homogeneidad, se dedica en especial a una actividad que es necesaria, propia, y diferenciada de la del resto del grupo (como es la del herrero, el cura, el maestro, etcétera), sino como productor de objetos materiales útiles para la comunidad donde se acoge, por el contrario es la etiqueta de artesano, puesta por una cultura diferente y con tendencia a la absorción de la ajena, como es la urbana occidental, o especialista, la que reconoce que el alfarero realiza un oficio, con maestría, valiéndose, por encima de todo, de sus manos y unos conocimientos que le permiten mezclar un determinado barro, con agua y fuego (junto con otros de adquisición localizada en el marco espacial de la comunidad), para conseguir un objeto sencillo y práctico; es artesano en cuanto este objeto mantiene cánones de belleza reconocidos, pero no son arte, en la medida en que no son originales.
El alfarero no es un ente aislado, sino que pertenece a una comunidad, que es la que le reconoce como tal, por lo que éste reproduce, por un lado, lo que su grupo necesita (en cuanto tiene utilidad), para lo cual se vale de su funcionalidad (botijo, cántaras, jarros, platos, etcétera), y, por otro, de su forma simbólica, que su propia cosmología mantiene, la cual vierte, fundamentalmente, por medio de las formas, y subsidariamente por la decoración que la pieza pueda tener. En el siguiente cuadro ponemos de forma gráfica lo que aquí estamos diciendo:
Con este cuadro intentamos mostrar cómo todo el entorno en que se producen y consumen las piezas de la alfarería tradicional, es bajo el gran marco de la cultura, que a su vez influye, presta, recibe, admite, intercambia, domina, etcétera concepciones de otras culturas diferentes. Por otra parte no se puede seguir viendo al alfarero de forma descontextualizada de lo que representa la cultura, tanto para la creación de su mundo cosmológico, además de económico, y cómo éste lo refleja en aquellas piezas que da a la sociedad, como para, a su vez, influir, tanto en sus aspectos funcionales como formales, en el propio alfarero; es un círculo donde todos los elementos que podamos constatar, incluso si entramos en qué tipo y cómo utiliza el alfarero el torno, el barro, los engobes, el horno, el material combustible que utiliza para éste último, por no quedarnos sólo con aquellos elementos funcionales y formalistas, están inmersos en el propio hecho cultural, y es, por lo tanto, el factor definitorio ante el que nos tenemos que mostrar atentos para hacer cualquier tipo de análisis que al respecto de lo tradicional planteamos, y no sólo para la cerámica, sino, también, para los cuentos, la arquitectura popular, los aparejos de labranza, etcétera.
IV
La pieza es un elemento más del universo cultural tradicional, como decíamos antes, y, así pues, no desaparece la alfarería tradicional en sí misma, sino que es producto de la consiguiente desaparición de la cultura a la que se encuentra adscrita, y si lo que hasta hace unos años era el escenario de dicha cerámica hoy no existe, difícilmente la encontraremos cual era antaño. La cultura tradicional tenía un corte tipo campesino, con un concepción de autosuficiencia, para ser hoy de tipo agrícola, con una producción excedentaria, encaminada a su comercialización, con cánones de tipo rururbanos, es decir, grupos que dedicados a la agricultura mantienen un universo de actitudes particularizadas sobre lo que es urbano. Piénsese, por ejemplo, en la alfarería blanca de Ocaña (Toledo), que de forma tradicional servía como centro productor de una enorme zona, ya que los centros más cercanos están hacia el Oeste y Sur de la ciudad de Toledo (Consuegra, Cuerva, Puente del Arzobispo, Villafranca de los Caballeros, Talavera de la Reina, etc.), y sólo Colmenar de Oreja, en la Provincia de Madrid, que no produce más que enormes (aunque hoy en día también pequeñas) tinajas de vino y tiestos, está relativamente cerca, por lo que todo el Noreste de la provincia de Toledo, la cercana Cuenca, Guadalajara, y Sur de Madrid se abastecían en Ocaña, donde sus piezas se han definido, de siempre, por su enorme practicidad, aunque hoy pequen de una decoración excesivamente barroca; sin embargo, la implantación de los electrodomésticos que enfrían el agua, como los frigoríficos, o la fácil y económica manera de tener una vajilla de cristal, o cacharros de aluminio, etc., ha sido recibida por la propia cultura popular con los brazos abiertos, pues estos elementos, cristal y metal, han sido síntoma de status, con lo que las facilidades para adquirirlos han sido bien aprovechadas. En definitiva, Ocaña vive como un centro administrativo comarcal, de una agricultura y ganadería que tiene dos mercados, a cada cual más fuerte, cerca, como son el de la ciudad de Toledo y el de Madrid, con unas costumbres que en muchas ocasiones son más exageradas que en la cercana urbe madrileña; así pues, la rica cerámica tradicional de Ocaña desaparece, y podemos decir adelantándonos al propio desarrollo de nuestro trabajo, que si aún quedan dos alfareros (Dolores y Antonio) es gracias a que producen piezas pequeñas, decorativas, realizan trabajos por encargo (ceniceros y platillos decorados para bodas y bautizos, etc.) o se dedican a realizar pequeñas piezas para tiendas de regalos, que poco o nada tienen de tradicional (en el caso de Ocaña sólo el alfar de Dolores parece ser el más purista). Con este ejemplo hemos querido poner de relieve cómo, bajo las actuales condiciones socioculturales, la cerámica tradicional no tiene un sentido claro en cuanto tal; aún así parece resistirse a desparecer, pero antes de ver esto con profundidad hemos de observar otros importantes hechos en que se enmarca la alfarería tradicional.
Existe, por otro lado, un problema de base en la alfarería tradicional, que hace referencia directa a las piezas y de forma más indirecta al propio alfarero, en cuanto es su productor; nos referimos a aquél que es causado directamente por la inamovilidad tipológica y estructural de las piezas, recordando, claro está, que entran en lo que llamamos tradicional; o, por decirlo todo ello con otras palabras, hay que tener en cuenta el problema que supone la resistencia al cambio que de forma implícita se manifiesta en la forma tipológica de las piezas. Esto es producto de varias razones, las enumeramos desde lo más funcional a lo más simbólico: (I) Económicamente el alfarero no puede hacer grandes cambios, ya que el costo que suponen es superior que la rentabilidad, a corto y medio plazo, que esto le puede dar; obsérvese, por ejemplo, que el costo de un horno a gas, de las dimensiones que necesita un alfarero tradicional, supera los tres millones de pesetas (mantenimiento a parte), lo que le supone la venta de entre 5.000 y 10.000 piezas, y esto sólo para amortizar el gasto del horno. (II) Existe la supeditación a una pasta y un método de trabajo, que en la mayoría de los casos es el único conocido. (III) Socialmente, en cuanto son objetos con un sentido de utilidad y de representación simbólico/cultural, las piezas no tienen otra proyección de como son el cambio, que luego veremos, hacia lo decorativo, produce la desaparición de las piezas de corte tipológico tradicional hacia otras nuevas formas. (IV) Las piezas están inmersas en una cultura, donde a nivel funcional tienen un sentido preciso, adaptándose a cómo, quién y para qué va a utilizar dicha pieza, y de esta manera nos encontraremos, por ejemplo, piezas como los cántaros para el transporte de agua (cosa que hoy en día es un anacronismo) que se adaptan a las caderas de las mujeres, o pequeños botijos sin asa, que están hechos para llevar algo de beber (vino) al campo, etcétera. (V) Por último, en un horizonte simbólico, las piezas mantienen las creencias tipo del universo conocido y asimilado, y así la famosa "jarra con trampa" de Buño (La Coruña), aunque se realiza en muchos otros sitios de la Península Ibérica (Jiménez de Jamuz, León; Miñodaguia, Orense, etc.), nos habla de la costumbre de ofrecer vino a los visitantes, no sin antes hacer alguna gracia a su costa, con la clara delimitación de lo propio frente a lo ajeno, y así, mil y un ejemplos, tanto si nos referimos a la funcionalidad, la tipología o la decoración. Por lo tanto, el alfarero, en cuanto que se encuadra como artesano, se encuentra delimitado y encasillado, lo que produce una continuidad en la estructura formal de las piezas que realiza.
V
El artesano realiza un oficio tradicional; en efecto, pero más allá de esta obviedad, existe todo un mundo no del todo conocido. Es su delimitación como oficio tradicional lo que plantea gran parte de su desaparición, pues como ya hemos argumentado con anterioridad, no es sólo que se encuentra supeditado a la cultura que le reconoce como tal, y que arrastra al artesano cuando empieza a desaparecer, o mejor cuando empieza a cambiar, sino que es la propia negación al cambio, por parte del alfarero, lo que definitivamente hace de éste un ser invalidado, y la contradicción, tanto implícita, como explícita, de no poder desarrollar aquello que le define, conlleva a que la desaparición sea aún más dramática y dolorosa, tanto para el individuo, como para el grupo de origen.
En el punto anterior apuntábamos la idea de que el alfarero se encuentra supeditado a la creación de un número siempre limitado de piezas, a la par que de todo nuestro discurso tiene un eco lejano en el que planteamos la necesidad de ver cambios en el propio oficio, si no queremos ver cómo, algo tan nuestro, desaparece; así pues, me parece necesario abordar estos dos puntos, por un lado, la necesidad de conservar este oficio tradicional, y, por otro, las posibles alternativas que de hecho se están dando, y cuáles servirían para reforzarlas; y, sin embargo, advertiremos al lector que la conclusión puede ser mucho más pesimista de lo que en un principio habíamos planteado.
Es una ironía, por no utilizar el término falacia, el pensar que la alfarería tradicional es parte de nuestra cultura actual, y sin embargo es totalmente patente que es parte intrínseca de una forma cultural, ya perteneciente al pasado, a la par que es indudable que algunos restos, no tanto materiales, de esa cultura aún persisten, no tanto como quizás sería de desear, y, por lo tanto, aún se puede contrastar; por otro lado, es necesario tener en cuenta que la constatación y estudio, de todos los aspectos posibles, antes de que desaparezca definitivamente, no por un romanticismo absurdo e ingenuo, o por hacer folklorismo de urgencia, sino por el mismo motivo que nos mueve a conocer otra cultura cualquiera, por la simple excusa que representa el motivo de ser de la antropología, la aproximación al otro, con el consiguiente conocimiento de uno mismo, por comparación. Pero si la cerámica tradicional nos sirve para reflexionar, como hecho antropológico, es porque nos vale para argumentar que nuestros cacharros no son mejores que los hechos en barro por los alfareros; pero esto no significa, por el contrario, que estos últimos sean mejores, ni más prácticos, ni más naturales, ni nada de nada, son concepciones diferentes, con sentidos no comparables en sí mismos, pues, en definitiva, su conceptualización se hace desde culturas diferentes. Y es gracias a este proceso de desobjetivación por el que los oficios tradicionales han visto un fácil resurgir, que en poco ha ayudado, si no es para crear una cierta confusión entre las personas de las clases medias urbanas, todo ello, producto de la moda de crear procesos de identificación en las diferentes Autonomías del Estado Español, necesitadas de dar imágenes propias, que les permitan la consiguiente diferenciación entre ellas, a la par que afirmar los procesos tradicionales que los objetos de la cultura material ponen de relieve; pero estos procesos de creación de identidad no pasan de ser eso, una moda, un recurso turístico, un aire pintoresco, pues la realidad es bien sabido que tiene otros matices, que tienen más que ver con los intentos que se hacen hacia los progresismos industriales, la creación de Estados de bienestar, etcétera. Y, así pues, una vez más la artesanía popular sirve como marco proyectivo de los altos intereses del Estado, y, no debemos olvidar que gran parte del folklorismo (que nada tiene que ver con el folklore) que se ha desarrollado en este país ha sido realizado con una ideología concreta y definida, como por ejemplo, lo realizado por la conocida Sección Femenina, de la Falange Española... Con todo esto queremos decir que no siempre las argumentaciones dadas para la conservación de lo tradicional se hacen pensando en qué o para qué lo estamos conservando, preguntas claves en toda investigación.
Lo que es indudable es que no podemos obligar a nadie a que realice algo que no tiene un sentido del todo definido; un alfarero de Alba de Tormes (Salamanca) nos decía que él sólo tiene un discípulo, y eso gracias a que es maestro de una escuela de cerámica en Salamanca, pero lo realmente irónico, en la situación en que él se encuentra, es que le dice a su discípulo que se piense muy mucho el entrar en este "mundillo", pues éste es un oficio ruinoso, que no da para comer y, mucho menos, para alimentar una familia. Es indudable que ésta es la triste realidad de todos nuestros alfareros, y que se constata cada vez que hablamos con alguno de ellos, y este hecho llega hasta tal punto que uno de los pocos alfareros que quedan en la localidad de Miñodaguia (Orense) nos comentaba, lleno de ilusión y esperanza, que "daba gracias a Dios porque ninguno de sus tres hijos varones se había querido quedar con el taller", los cuales se dedicaban a la agricultura, y eso que este pueblito de las montañas orensanas ha visto una nueva etapa de resurgimiento, gracias a que los alfareros se han unido en una asociación que les permite desligarse de la comercialización y repartir equitativamente los pocos beneficios que el negocio deja; un caso parecido lo vivimos en el Alentejo portugués, donde el único alfarero en activo, de un pueblo de larga tradición alfarera, se lamentaba porque su hijo mayor se había tenido que dedicar a continuar con el oficio de su padre, oleiro (alfarero en portugués), y no había tenido oportunidades para dedicarse a otra cosa. Con todos estos ejemplos queremos mostrar un hecho muy concreto, cómo la alfarería tradicional desaparece ante la falta de manos que la continúen realizando, y algo negativo tiene que tener cuando ni los alfareros que han nacido bajo esa tradición quieren que sus descendientes la continúen. Es indudable que un primer condicionante es de tipo económico, pero el que, a nuestro juicio, es el hecho determinante es el que representa la pérdida de prestigio dentro del grupo social al que el alfarero se adscribe, es decir, la pérdida de la necesidad de mantener al alfarero como especialista, y consiguientemente como individuo relacionado con la marcha real del grupo. Los alfareros se han convertido en reliquias de otros tiempos, y viven, en la mayoría de los casos, en situaciones de marginalidad con respecto al grupo; en los pocos casos que no es así es porque existe una necesidad por parte de los grupos de poder (de gobierno), que utilizan a los alfareros como recurso turístico, como por ejemplo en el caso de la Comunidad Autónoma de Castilla-León, donde en su publicidad, para captar turistas, juegan con el concepto de tradicional, hasta tal punto que muestran a un alfarero trabajando al torno; otro caso de proporciones grandilocuentes lo representa Talavera de la Reina (Toledo), donde existe un buen número de talleres, con un larga tradición alfarera, a la par que un sin fin de tiendas y bazares dedicados a la venta, lo que da a la ciudad unos importantes beneficios al final del año y que hacen, por lo tanto, que persista lo tradicional.
Ahora bien, tanto en el ejemplo de Castilla-León, como en el de Talavera, la conjugación entre tradición y modernidad se realiza en la medida en que la primera permite mantener unos recursos económicos provenientes del turismo, mientras que el interés real de los grupos en general es el de modernizarse con los elementos que el "progreso" trae consigo. Pero la paradoja se establece, según constatamos con lo que nos dicen los defensores del folklorismo, cuando observamos que son las concepciones de progresismo las que acaban con las establecidas tradicionalmente, lo que nos induce a pensar que existe, por lo tanto, algo que no se ha tenido en cuenta a la hora de analizar lo tradicional. En efecto, lo que hay que dejar claro es que las comunidades de vida campesina, es decir, lo que llamamos tradicional en la Península Ibérica, han tenido un proceso de adecuación a los esquemas de la vida occidentalizada, es decir a la modernidad, pasando a ser comunidades de tipo agrícola, en unos casos por causas ajenas, en otros como efecto de lo propio; en cualquier caso no podemos caer en el error de pensar que son entes aislados, sin ningún contacto con otros mundos, a la par que son absorbidos sin ningún tipo de razonamiento, es decir, violentamente (por la fuerza), por grupos deshumanizados, como parece ser que es la cultura occidentalizada (podíamos decir de corte europeizante), desconociendo los procesos, mecanismos e instituciones propios que la cultura popular de tipo tradicional mantiene para defenderse de los ataques y suplantaciones de otros grupos, a la vez que mantiene lo mismo para el encuentro y justificación de lo ajeno. Con todo esto queremos decir que hay que mantener dos discursos paralelos cuando hablamos de lo popular, por un lado, qué es lo que estamos defendiendo y de qué lo estamos haciendo, y, en segundo lugar, qué es lo que opinan los propios actores de su cultura, no vayamos a estar obligándoles a vivir como no saben, es decir, con una forma cultural concreta que ellos desconocen en sí misma. Esto me trae a la memoria lo que decía aquel indio de las Praderas (en Estados Unidos de América), quien comentaba cómo su pueblo vivía feliz vendiendo "artesanía" a los turistas, lo cual les dejaba unos ingresos más que suficientes para vivir entonces aparecieron los defensores de lo tradicional que les "obligaron" (por medio de convencer a los poderes del Estado) a regresar a su antiguo estilo de vida, basado en una agricultura de tipo unifamiliar, y prohibiendo los contactos con los occidentales lo que hizo que en menos de una década dicho pueblo se déshiciera, ya que no tenía ni experiencia, ni ningún conocimiento al respecto de esa forma de vida, con lo que las hambrunas y la emigración causó su desaparición como grupo organizado...
VI
El segundo punto, al que hacíamos mención con anterioridad, es mostrar las posibles alternativas de conservación que existen para la cerámica tradicional, para ello hemos de tener claro qué significa cambio y qué innovación, con el principal fin de ver en qué proceso se encuentra en la actualidad. Cambio e innovación son dos conceptos diferentes, pero con una cierta relación entre ellos, entendemos por cambio la incorporación o supresión de algún elemento sobre el objeto (la pieza), que aún pudiendo variar su tipología básica nos permite seguir viendo la estructura funcional, e incluso formal, de dicho objeto, siendo lo común la incorporación (raramente la supresión) de elementos decorativos. Por el contrario, la innovación exige la transformación profunda de la estructura formal de dicha pieza. El artesano en su calidad de tal, como parte de su definición, puede cambiar ciertos elementos de sus piezas, pero raramente se dedica a la innovación, como producto de su relación directa con la cultura en la que vive, que le exige que las piezas cumplan un cometido a priori, es decir formalizado y conocido. Un poco más adelante veremos qué ocurre cuando lo que cambia es la cultura circundante del alfarero, por el momento veamos unos ejemplos de lo que aqui estamos tratando.
"El Obispo", pieza clave de la alfarería de Jiménez de Jamuz (León), hecha inicialmente con barro de la zona, sin ningún elemento decorativo añadido, y con una altura de 30 cm., ha cambiado, encontrándolo en la actualidad de 15 cm. y, en cualquier caso, vidriado. A pesar de que la pieza ha cambiado, seguimos diciendo que es tradicional, porque sus elementos estructurales siguen siendo los mismos, y, sin embargo, los cambios responden a una necesidad, si originariamente tenía una funcionalidad delimitada, el contener vino para servir en la mesa, especialmente cuando había invitados, eso sin contar su contexto simbólico, que sería de una sutil violencia anticlerical por otro lado tan común en la cultura de corte popular y expresada de diferentes maneras, la funcionalidad actual sería, por argumentarlo de forma global la decorativa, tan en boga en nuestras culturas, y, por lo tanto, la reducción del tamaño y el almagrado responderían a esta nueva delimitación. Vemos cómo el alfarero de tipo tradicional puede, y de hecho así lo hace, adaptarse a otras formas, como creador de formas decorativas, para lo cual ha de poner el acento sobre lo decorativo por encima de lo formal, a la par que olvidándose de lo puramente funcional. Una de las piezas que caracterizan en la actualidad al pueblo de Alba de Tormes (Salamanca) es su "botijo charro", el cual no tiene nada de botijo, y todo en él es la superposición barroca de múltiples asas de forma exclusivamente decorativa; en definitiva lo que han hecho es acentuar sobre el elemento decorativo, olvidando lo funcional, la forma sobre el contenido, la búsqueda de lo estético que la tradición ya mantenía, aunque supeditada a una funcionalidad básica.
Un ejemplo esclarecedor, por lo exagerado de sus proporciones, lo representan dos hermanos afincados en Coca (Segovia), aunque provenientes de León que se han adaptado a esas tierras, realizando un sincretismo entre lo aprendido allí y las necesidades segovianas. El caso es que uno de ellos (Gabriel) se dedica a la realización de las piezas tradicionales (castañeras, cazuelas, cántaros, etc.), a las cuales puede incorporar algún elemento nuevo, pero sigue fielmente las formas heredadas; por el contario, su hermano (Luis) ha dejado de lado las formas más tradicionales para dedicarse a la innovación, hace máscaras, bustos de corte surrealista y utiliza su saber en el torno para dedicarse a crear unas jarras de vino (¿tradicionales?) que deforma hasta convertirlas en objetos puramente surrealistas. El caso de Luis parece paradigmático en el panorama de alfarería tradicional, se dedica a la innovación, partiendo de una tradición alfarera que le ha permitido conocer el material y el oficio, a la par que encontrar un sincretismo entre lo que es la tradición cultural y las nuevas maneras de la alfarería decorativa, pero esto, lo queramos o no, no es seguir la tradición, pues el alfarero es una pieza más (anónima) de la enorme maquinaria popular, que si tiene una cierta relevancia es porque nosotros (los investigadores) se la damos, y otro hecho es que sus piezas se convierten en objetos irrepetibles, pasando de ser un artesano a un artista (el tema de la calidad, originalidad, estética, etc., de las piezas, es otro trabajo). Y, sin embargo, éste parece que no es el camino, Luis puede haber empezado a ser un artista, pero a base de traicionar algo que su hermano Gabriel mantiene con orgullo. Si observamos que Pedro Mercedes en Cuenca hizo algo parecido y realmente sólo en las piezas de corte tradicional, aunque con una decoración innovadora, puede hablarse de una calidad mínima, al igual que le ocurre a Paco Correas (Alba de Tormes), que sólo las piezas que tienen como base los cántaros tradicionales y la decoración charra son dignos de mención, el resto puede hacer gracia, incluso venderse con soltura, pero ni Luis, ni Pedro, ni Paco pueden competir con aquellos auténticos artistas salidos de las escuelas oficiales, que utilizan el barro como medio de expresión y que realmente sí son artistas, y sus obras, arte, pertenecientes a otras tradiciones, de ningún modo populares, sino relacionadas con el "arte culto", y donde el máximo exponente lo representa el catalán Artigás.
y conviviendo junto a estos otros alfareros innovadores se encuentran otros, cada día menos, que se dedican a lo heredado; son un grupo reducido, pero representativo, que han descubierto que el auténtico camino es lo tradicional. Bernardo Pérez (Alba de Tormes) o el mítico Tito (Ubeda, Jaén) han seguido fieles a una tradición alfarera, en la que realizan cambios, indudablemente, para adaptarse a los tiempos, resaltando lo decorativo, pero sin traicionar ni a la alfarería ni a sí mismos. Los conocedores de lo tradicional saben que pueblos como Salvatierra de Barros (Cáceres) han sobrevivido al tiempo gracias a que han combinado la experimentación artística y los usos tradicionales, ya no hacen piezas de corte tradicional, funcionales en sí mismas, sino que siguen con el bruñido, el torno, las formas panzudas, la inclusión de pedrería... todo aquello que costó años de esfuerzo, a base de pequeños cambios, a sus antepasados.
VII
Hemos empezado este trabajo hablando de las alfareras de Moveros y con ellas vamos a terminar: no hace muchos años en una de las ferias que se realizan en la Bañeza (León), dedicadas a la artesanía local (recuérdese que aun par de kilómetros está Jiménez de Jamuz), como una parte más de la oferta cultural y de ocio de las fiestas patronales, nos encontramos con algunos alfareros conocidos de Castilla-León, y en concreto con el marido de una de las alfareras de Moveros, que como es sabido son los encargados de comercializar las piezas que sus mujeres realizan, el cual se extrañaba de que nos interesáramos (compramos) una muñeca, hecha a base de superponer los elementos, en miniatura, de los cántaros tradicionales; su extrañeza partía de que no le prestáramos tanta atención a las piezas más clásicas, como por ejemplo su famoso "barril de campo", a sabiendas de nuestro interés reconocido por todo aquello que es tradicional; tratando, el vendedor, de forma despectiva aquella muñeca no veía en ella los largos esfuerzos por seguir una tradición que tenía la senda bien marcada.
El ejemplo que hemos mostrado, más anecdótico que otra cosa, pone de relieve lo poco que sienten algunos alfareros todo aquello que se desvía de lo puramente tradicional, que si se dedican a los cambios es por adaptarse a tiempos nuevos, pero que no saben cómo salir adelante, pues no existe creencia en aquello que están haciendo. El alfarero tradicional, excepto en casos contados, vive lo que podemos denominar una contradicción cultural, y le invade, sin más, la tristeza antropológica, el saber que su hacer no es de este mundo, que pertenece a mundos extinguidos donde ellos son los últimos representantes que quedan, que su hacer ya no vale, y que si sobreviven es gracias a una avidez de otros por comprarlo todo, incluso lo inútil, por lo que la decoración se resuelve como el único espacio donde aún pueden entrar, a pesar de que no realizan sus piezas con dicho fin.
El alfarero tradicional sin las pastas existentes hoy en el mercado, sin tornos eléctricos ni conocimiento de modelado, sin barnices, ni esmaltes variados, multicolores, metálicos, sin hornos eléctricos o a gas, que minimizen los riesgos de la cochura, con unos planteamientos formales estáticos, sin posibilidades económicas para investigar, promoverse, salir fuera, contactar con otros, etcétera, y, sobre todo, haciendo obras, que ya no son piezas concretas, con las que no se siente a gusto, que no sabe cómo comercializar, ni puede exponer en galerías, sin poder competir con los artistas, que no cobran 100 duros por pieza, sino miles... y, aún, haciendo lo tradicional, lo súyo, no pueden vivir; sólo con pequeñas piezas con dominio de lo decorativo tiene salida, los aficionados son pocos y no dan para comer, los museos están llenos de piezas "realmente" tradicionales, por pertenecer al pasado, más que por otras razones cocinar en cazuelas de barro es un contrasentido, ante los materiales como el pirex o el aluminio, tan prácticos y bastos como lo fueron los de barro...
Pero antes de que desaparezca el último alfarero tradicional hemos de comprender que lo que no es tradición es plagio, que todos venimos de algún lugar común y aún estamos a tiempo de construir un futuro para todos por igual.