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A menudo se achaca a los medios de comunicación (sobre todo a los audiovisuales) la pérdida o el deterioro de una serie de valores tradicionales que habían resistido el paso del tiempo en el medio rural.
Es cierto que la televisión y la radio, con su poder de atracción, han acabado con los seranos, con las veladas después del trabajo, y, consecuentemente, con la posibilidad de que los conocimientos que la tradición hubiese preservado, se transmitiesen naturalmente en aquellas verdaderas escuelas de la vida rural.
Los más ancianos han perdido su orden en la jerarquía comunitaria, viendo sustituida su influencia por un aparato que, aparentemente, sabe más que ellos y que ni siquiera puede ser contestado cuando alguien no está de acuerdo con él. Creemos que esto es cierto, aunque en justicia no debamos culpar de todo lo que ha sucedido en estos años a los medios audiovisuales. Tal vez cada persona, como miembro de una sociedad en que la pérdida de muchas tradiciones es una constante, deba preguntarse si pone todos los medios a su alcance para impedirlo. Es muy posible que, en ocasiones, nuestra propia desidia o nuestro retraimiento ante una responsabilidad (una más que la vida moderna y urbana nos exige), hayan hecho más estragos que la propia televisión.
¿Cómo si no definir esa sumisión nuestra ante el acabamiento de fiestas, de costumbres o de conocimientos que eran -y por fortuna en algunos casos siguen siendo- la esencia, el principio de identidad de nuestra comunidad?. Algo ha debido suceder sin duda en la sociedad para que nos avergoncemos con tan poca razón de lo que somos o hemos sido, tan sólo porque la herencia recibida no coincide con las normas de la moda o con las directrices que la misma sociedad va marcando y aceptando sin capacidad de análisis ni crítica.