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A los gritos de "¡Aleluyas, aleluyas finas, que pasa la procesión!" o "¡Aleluyas, finas aleluyas; aleluyas que va a pasar Dios!", anunciaban, todavía en nuestro siglo, los vendedores ambulantes y copleros aquellos pliegos de papel en donde, con mayor o menor acierto, se contaban historias de lo más diverso para ser recitadas, leídas o escuchadas por el pueblo llano. En último término servían (y esta es una costumbre también preservada basta hace medio siglo) para ser recortadas en pequeños pedazos de papel y arrojadas sobre la carrera que iba a hacer alguna de las procesiones de la Semana Santa o, incluso, sobre las mismas imágenes. Los pequeños, que aguardaban con impaciencia el paso del cortejo, tenían que volver a bajar, casi siempre a última hora, a comprar algún pliego más, pues antes de que llegase el momento oportuno para realizar la operación comentada ya habían arrojado todos los papelitos a la calle. Pese a la popularidad alcanzada por este medio de comunicación, precursor del moderno comic, -o tal vez por eso- tuvo muchos detractores que aborrecieron su estilo, sus dibujos, sus dísticos vulgares o la moralidad latente en sus viñetas; otros, literatos y artistas de gran talla, tal vez más sinceros, confesaron haber aprendido a leer con las aleluyas o haber descubierto en ellas un sentido estético que quedaría indeleble en su memoria y tendría gran importancia para su formación artística.