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Revista de Folklore número

119



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LA HERRERIA SORIANA

RUIZ JIMÉNEZ, Laura; ROMAN GOMEZ, Fernando; PANIZO ALONSO, Alberto y BUENO VILLANUEVA, Esther

Publicado en el año 1990 en la Revista de Folklore número 119 - sumario >



En territorio soriano, en el histórico Señorío de Calatañazor, en la vega que surca el río Abión, se emplazan las fraguas que vamos a tratar, en las localidades de Abioncillo de Calatañazor y Muriel de la Fuente.

Para su estudio nos trasladamos a las fraguas de Gregorio García Ayllón, conocido popularmente como «el Herrero».

Gregorio nació en 1910 en Cubilla, pueblo ubicado a siete kilómetros de su actual residencia en Muriel de la Fuente (los lugares de nacimiento, residencia y trabajo comentados posteriormente nos indican la escasa movilidad geográfica en la que se ha desarrollado su actividad profesional y de relación, lo que nos limita las influencias en su trabajo y la expansión de sus obras).

Gregorio, hoy jubilado, ejerció el oficio por tradición familiar; sus abuelos fueron herreros, cuenta con tíos y primos herreros; su padre y hermano también lo fueron y con orgullo de casta, dice que sus tres hijos han continuado en el gremio, aunque, según él, mejor situados, ya que éstos emigraron a Buenos Aires, donde hoy tienen un taller mecánico.

El señor Gregorio comenta que él fue herrero por ley natural; «¿Qué iba a hacer si no? No tenía tierras, tampoco ganado ni dinero para salir fuera. Pero tenía en casa un maestro para enseñarme «las artes del hierro». Aprendía sobre la marcha, no existían cursos y, que yo recuerde, tampoco los había en otros pueblos más grandes.

»Yo no tuve ningún aprendiz, con la salvedad de mis tres hijos. Siempre que alguien me dijo si quería ser su maestro, lo rechazaba, porque generalmente se enseñaba lo imprescindible. El trabajo fino y bueno nos lo guardábamos. ¡Eramos unos secreteros!»

Antes de los once años se inició en este trabajo, a la sombra de su abuelo (fragua en Fuentelarbol) y de su padre (fragua en Cubilla). Hasta esta edad fue a la escuela, donde dice que aprendió a leer, escribir, contar, sumar, restar, multiplicar y poco más. Y en esta juventud, adolescencia o quizás temprana madurez, con su padre enfermo, tuvo que dejar la escuela y dedicarse de lleno al oficio de herrero.

Con los años marchó a Ceuta para hacer el Servicio Militar, ejerciéndolo con los armeros. Destacamos el Servicio Militar como el único momento de su vida en que pudo alejarse de su entorno, cambiar de residencia y profesión, ya que según cuenta, de allí quisieron llevárselo a Oviedo, a una fábrica de armas; pero la tierra, la familia o los amores le devolvieron a su lugar natal.

Con los 24 años llegó su independencia. Marchó a Muriel. donde tomó la fragua y contrajo matrimonio.

Tanto Muriel como los pueblos colindantes estuvieron y están poco poblados, teniendo el señor Gregorio que ejercer el oficio de herrero en varios kilómetros a la redonda. Así, trabajaba: los martes en Blacos (pueblo a cuatro kilómetros); lunes, en Calatañazor (a cinco kilómetros); jueves, en Abioncillo (a dos kilómetros) ; miércoles y sábados, en Muriel, y un día al mes, en la Aldehuela de Calatañazor.

Las fraguas en las que trabajaba eran propiedad del Ayuntamiento de cada pueblo, y con el fin de que tanto el herrero como el pueblo cumplieran con su cometido, el día del patrón de cada pueblo se «ajustaba» un contrato entre ambos.

En éste aparece el número de «rejas y punzones» para el arado que el herrero se comprometía a hacer en el año y, por otro lado, la cantidad de grano que los vecinos le tenían que pagar a través del Ayuntamiento. Dice el señor Gregorio que sí no se hacía el contrato tenía entrada la picaresca y había campesinos que en un año hacían las rejas para cuatro años, o bien que algunos vecinos mandaban a otros que les encargaran las suyas, con el fin de no tener que pagar nada más que uno.

Todavía recuerda el herrero lo que cada pueblo le pagaba: 40 medías de trigo, Blacos; 30 medías, Muriel; 25 medías, Calatañazor; 12, Abioncillo, y 10, La Aldehuela.

A modo de agradecimiento, amistad y buena relación, el herrero pagaba una robra de vino (unos 20 litros) el día que se cerraba el trato. Así, en Abioncillo el día 29 de septiembre, día de San Miguel; en Muriel, el 21 de septiembre, día de San Felipe Nerí; en Blacos, el 8 de septiembre, día de la Virgen de Valverde, y en Calatañazor el 15 de septiembre, día del Santo Cristo. El vino se lo bebían entre todos los asistentes, aportando cada uno algo de comída. El señor Gregorio comenta que no solía asistir a esta merienda, para que sus clientes hablaran en libertad acerca de su buen o mal trabajo, ya que siempre y «como no llueve a gusto de todos» había algunas quejas y chismorreos. El herrero, con la risa entre los labios, dice que todo lo que se hablaba llegaba a sus oídos, por boca de alguno de los asistentes.

Lo comentado anteriormente era lo acordado en el contrato; pero, por otro lado, el Herrero hacía muchos otros trabajos, como: herrar caballerías, hacer aperos de labranza, útiles de cocina, cerrajerías, rejerías y un largo etcétera. Todo este trabajo a petición particular se lo pagaba al contado y en dinero el demandante.

Cuando el Herrero hacía un trabajo para otro artesano, como podía ser el alfarero, guarnicionero, cestero, etc., la forma de pago era el trueque.

Estas eran las formas de comercialización de sus productos, ya que no asistía a ferias ni mercados en otros pueblos.

No había horario para el herrero, ya que su trabajo abarcaba todas las horas solares. A las cinco de la mañana, cuando empezaba a clarear ya se levantaba. Esto era así porque sus principales clientes, los campesinos, así lo hacían, y él tenía que estar ya en la fragua por si éstos necesitaban de su trabajo.

Su desayuno, como todo lo que le rodeaba, era duro: «Un buen trago de orujo -que se lo traían de Galicia- y un cigarro liado -dice él-, es el mejor combustible para hacer sonar bien el yunque.»

Hacia el mediodía dejaba la fragua para comer lo que su mujer le ponía en la fiambrera, y pasada una hora aproximadamente reanudaba el trabajo hasta la puesta del sol.

Larga era la jornada del herrero, pero entretenida. El compara la fragua con un lavadero, donde acuden las mujeres del pueblo, que, además de lavar, charlaban por los codos. Por su parte, la fragua era el lugar de reunión de los hombres, al igual que la barbería o la taberna. Por la fragua pasaban todos los hombres, no sólo los campesinos, ganaderos o aquellos que necesitaban de su trabajo, sino que raro era el día que no se dejaban ver por allí los guardias, el cura, el maestro o el médico. Allí se hablaba de todo: del baile del domingo al son de los gaiteros, de los amores de Fulanito o Menganita, de la cosecha, del tiempo, de los acontecimientos grandes o pequeños que ocurrían en el pueblo o la comarca. Se recordaban otros tiempos y hasta se predecía el futuro. El herrero, mientras tanto, trabajaba, oía, veía y callaba; no le interesaba hablar, ya que si daba la razón a unos, se la quitaba a los otros, y eso era perjudicial para su bienestar con todo el mundo.

Era la fragua un lugar curioso, entretenido y que encerraba algo de misterio, hasta el punto que los niños querían ayudar al herrero a tirar del fuelle, pero éstos se tenían que contentar con muy poco tiempo, pues el herrero lo consideraba peligroso por el fuego, las chispas o el hierro al rojo... Así, la desaparición de los centros de relación tradicionales en el mundo rural y su sustitución por los medios de ocio, diversión y entretenimiento personales, ha provocado, posiblemente, una disminución de las relaciones comunitarias.

Eran sus clientes más importantes los campesinos y ganaderos, para los que, además de herrar las caballerías, les hacia los arados, a medias con el carpintero, que le proporcionaba las partes trabajadas en madera, como el timón, la mancera o las orejeras y las rejas, belortas teleras y clavijas eran trabajo de fragua. Para éstos también hacia aperos de labranza, como azadas ligarejas, escardillos, palas, rastrillos y otros muchos que así lo requerian.

También eran trabajo del herrero muchos de los útiles domésticos, como pueden ser las trébedes, tenazas, sesos, badiles, cuchillos, tijeras, navajas, sartenes, cucharrenas, corbeteras, llaves y un largo etcétera.

En todos los oficios, en mayor o menor medida, se utilizaban instrumentos hechos por el herrero. Así, tenemos las paletas de los albañiles las tijeras de los esquiladores, las cuñas y hachas de los leñadores, las plantas de la horma de los zapatos que usaban los zapateros, berbiquíes o azuelas de los carpinteros. También tenía que echar mano de él la iglesia, que necesitaba de los hostieros o de la reparación de las campanas.

Otros trabajos más finos y delicados, según él, eran hacer rejas, cerrajas, llaves, balcones, pomos y manillares de puertas, florones o veletas.

En lo que se refiere a la materia prima que utiliza el herrero, el hierro principalmente, al no existir fundiciones en la provincia de Soria, lo encargaba a una fundición de Echevarría (Vizcaya) .Esta era, principalmente, recortes de chapa de barco y tiras de metal fundido. Los clavos para herrar se los enviaban de Eibar, ya manufacturados.

Con respecto a la materia energética, indispensable para el trabajo de la fragua, este herrero utilizaba el carbón de piña, que él mismo hacía.

Formaban los herreros un gremio o agrupación sindicada en la provincia de Soria, al que pertenecían unos trescientos trabajadores del metal.

La organización, según éste, era muy buena. Tenían un presidente, un tesorero, un secretario y varios vocales. Estos eran elegidos democráticamente, teniendo en cuenta la representación de las distintas áreas geográficas.

Todos los herreros sindicados pagaban una cuota de 15 pesetas por pertenecer a esta asociación, y esto les daba derecho a percibir un subsidio de jubilación. También el sindicato les proporcionaba el hierro necesario en los momentos difíciles y de escasez del metal. En esto vemos el mantenimiento de costumbres muy antiguas, relacionadas con el reparto de la materia prima por parte del gremio.

Como otro oficio cualquiera, tenían también los herreros el día de su patrón: 2 de diciembre, día de San Eloy. Prácticamente, todos los herreros sindicados (unos 300) celebraban este día. Acudían a Soria, donde celebraban una misa y a continuación tenían un ágape, comían, bebían, cantaban y hablaban.

Entre las coplas que entonaban sobre este oficio, el señor Gregorio recuerda las siguientes:

«Soy herrero y me levanto
a las dos de la mañana
a darle los buenos días
al yunque de la fragua.»

«Yo me casé con el herrero
por comer cosa caliente,
y al día siguiente me dío
con el martillo en los dientes.»

Tenía el herrero otras actividades complementarías que le reportaban una pequeña ayuda a su economía doméstica: trabajaba las tierras heredadas por su mujer, en las que sembraba principalmente cereal y algo de patata. A la dehesa comunal llevaba sus siete vacas, que le reportaban leche y crías que vendía. Tenía gallinas y algún cerdo, y cultivaba un huerto que le proporcionaba todo tipo de verduras y alguna fruta.

Además, tenía dos animales de tracción: un caballo para desplazarse a los pueblos y para trabajar el campo y una mula con carro para transportar el carbón y la leña. Aparte de estas actividades, ejercía de ayudante del veterinario, ya que éste «como era más fino que los del pueblo», prefería que fuese el señor Gregorio quién pusiera las inyecciones a los animales y otro tipo de acciones que exigían un contacto dírecto con los animales.

El «status» social de los herreros, dentro de la vida de un pueblo, era un poco más elevado que el del común; éstos formaban parte de los llamados «vainates» (palabra que posíblemente haya degenerado de «magnate») o persona con oficio, como los albañiles, carpinteros, sastres, tenderos, médicos o maestros; es decir, los no agricultores o ganaderos. También se les reconocía popularmente como «los señoritillos» Esta pequeña diferencia era debida a que éstos solían tener dinero contante y sonante; es decir, trabajo que hacían, trabajo que cobraban, a diferencia de los campesinos, que vivían a expensas de que el tiempo les proporcionase buena o mala cosecha una vez al año, con lo que solían pagar las deudas contraídas, que frecuentemente eran al herrero, con lo cual lo anterior era en teoría.

Hoy todavía cuentan las mujeres más mayores, en los pueblos, que preferían casarse con un vainate antes que con un campesino. La causa de esta preferencia era que la mujer de un campesino tenía que trabajar duramente en el campo y en la casa, mientras que la otra se dedicaba a la crianza de los hijos y a las labores domésticas.

-¿Qué ocurrió, señor Gregorio, a finales de los años sesenta y principios de los setenta, cuando llegó a estas tierras del interior la mecanización del campo?

-Mi oficio se acabó. ¿Cómo podía competir un arado romano con las potentes vertederas o un simple y sencillo escardillo con los modernos herbicidas? Pero, como dice el refrán, «no hay mal que por bien no venga», para nosotros los herreros mayores que no podíamos ya modernizarnos fue el fin; para los campesinos se abrió un gran futuro.

»A mi, personalmente, no me faltó la comida, ya que aquéllos eran años en que no faltaba el trabajo. Dos meses al año seguía herrando las caballerías de los ganaderos, aceituneros, aceiteros o vinateros, y el resto del año me pasé a trabajar a montes y algo en el río, haciendo pasarelas, refugios... A pesar de todo, yo he seguido trabajando en la fragua. Cuando me jubilé, el Ayuntamiento de Muriel decidió tirar la fragua para hacer pasar por allí una calle, y pedí encarecidamente que me dejaran preparar «el pobrero» (edificio público para acoger a los pobres y transeúntes que tenían que pasar la noche en el pueblo), que ya no tenía ningún uso, para fragua, y me lo concedieron. Le hice chimenea, coloqué el gran fuelle y todo lo demás, y allí es donde sigo todavía trabajando. Por lo tanto, sentimentalmente no me afectó demasiado el deterioro de este oficio. También en algunas ocasiones voy a trabajar a la fragua de Abioncillo, donde realizo algunas demostraciones para determinados cursos de la Cooperativa del Río.»

En 1972, el señor Gregorio presentó varios trabajos, a través del Sindicato del Metal, para un concurso que se llevó a cabo en Granada. En éste obtuvo un diploma, una medalla y 10.000 pesetas como premio. En otra ocasión obtuvo otra medalla, esta vez en Soria. Ambos suponen su reconocimiento «oficial» y su maestría artesana, de lo cual se muestra muy orgulloso.

La herrería es un oficio si no acabado, en grave crisis. Pero ahí quedan sus obras, que jamás podrán ser reproducidas por las industrias de producción, como todos aquellos productos procedentes de cualquier otra artesanía.

Hoy día estas casitas, generalmente a las afueras de los pueblos y al lado del río, llamadas fraguas, en lo que respecta a la zona estudiada, en su mayoría están derruidas, conservándose dos en pie: la de Abioncillo de Calatañazor, restaurada para el fin para el que fue hecha, y la de Rioseco de Soria, restaurada para merendero.

DESCRIPCION DE LAS FRAGUAS DE ABIONCILLO DE CALATAÑAZOR Y DE MURIEL DE LA FUENTE

La fragua, generalmente, es un edificio comunal, emplazado en las afueras del pueblo (quizás debido a la afluencia de animales que tenían que acudir para ser herrados) y cerca del agua, bien sea de un río, pozo o manantial (esta condición venia dada por la necesidad de este liquido para templar los metales) .Estas dos características las podemos comprobar tanto en la fragua de Abioncillo como en la de Muriel.

La fragua de Abioncillo es un edificio de unos 9 metros cuadrados. Su construcción está hecha en mampostería y madera de sabina y pino. La cubrición, con cabrios de sabina y ripia entretejida, que hace de sostén a la teja árabe, es a tres aguas.

Solamente hay dos vanos en el edificio, una puerta relativamente grande, orientada al Mediodía, y una pequeña ventana hacia el Oriente, siendo éstas y la luz desprendida del fogón las únicas fuentes de iluminación de la estancia.

También desde el exterior se puede ver la curiosa chimenea del fogón, estando ésta construida con la unión de dos tejas, revocadas de barro.

En el interior, a mano izquierda, encontramos el fuelle, unido al fogón por el caño. Este está formado por dos tablas grandes de madera superpuestas, unidas con cuero, de tal manera que al separarse las dos tablas (la de abajo tiene un pesón que la hace caer por la gravedad, y la de arriba queda fija) el espacio comprendido entre ambas y el cuero se llena de aire, siendo expulsado y dirigido al fuego cuando se tira de una cadena colocada al lado del fogón (para que el herrero pueda utilizarla con la mano izquierda, mientras que con la derecha sujeta las tenazas que sostienen el hierro que quiere calentar), que hace subir la tabla inferior, comprimiendo el aire y lanzándolo al fuego.

Al fondo encontramos el fogón, levantándose del suelo unos 80 centímetros, teniendo éste una campana semiesférica que recoge el humo y lo dirige al exterior.

En la pared del fondo está situado el pilón, que contiene el agua utilizada para el templado.

En medio de la fragua se encuentra, sobre una gran piedra escuadrada, el yunque.

En la pared de la derecha, además de encontrar la piedra de afilar de píe, se pueden ver las herramientas propias de este oficio: tenazas, martillos, cuerno...

Con el uso a lo largo de muchos años, y principalmente con el abandono de esta fragua, llegó su deterioro y casi ruina. Visto este problema por los nuevos habitantes del pueblo, y siguiendo las directrices de la arquitectura vernácula, cuidando los materiales y las formas, valorando las dimensiones, el espacio y las luces, como si se tratara de una obra de arte, en el verano de 1984 se llevó a cabo su restauración y consolidación.

Por lo que respecta a la de Muriel, la fragua originaria fue destruida en la década de los 70, por lo cual y a petición del herrero, el señor Gregorio, el Ayuntamiento le concedió «el pobrero» para colocar allí la actual fragua, siendo la construcción, orientación y curiosamente la ordenación interior semejante a la anteriormente descrita.



LA HERRERIA SORIANA

RUIZ JIMÉNEZ, Laura; ROMAN GOMEZ, Fernando; PANIZO ALONSO, Alberto y BUENO VILLANUEVA, Esther

Publicado en el año 1990 en la Revista de Folklore número 119.

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