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I. EL MARCO
Villagarcía de la Torre. Localidad pacense, a sólo siete kilómetros de Llerena. cabecera del llamado Priorato de San Marcos, de León, y sede de un tribunal inquisitorial que extendió sus tentáculos por las tierras extremeñas. Perturba la paz de Villagarcía la N-432, que, no obstante, no logra despertar del sueño al cardenal Martínez Silíceo, catedrático en Salamanca y en París, maestro de Felipe II y arzobispo de Toledo, aquí nacido y aquí enterrado, en la iglesia de Nuestra Señora de Araceli.
Muestra airosos Villagarcía un medieval castillo, del siglo XIII, que da apellido a la localidad, que ostenta un escudo marmóreo de Luis Ponce de León y que, al decir de Madoz, sus «sólidas paredes serán tan duraderas como el mundo». En otro cerro, al que ya no abraza el caserío, me aseguraban que se alzó una mezquita, y con el nombre de Mezquita la conocen los vecinos. El agareno la tuvo, la retuvo y la perdió definitivamente cuando el siglo XIII andaba por su mitad. La sombra del maestre Santiago Pelay Pérez de Correa, el Josué extremeño que en el nombre de Santa María detuvo al sol para, con su luz, vencer a los moros, se siente vagar entre los alcores que supo poner a recaudo desde Tentudía.
En Villagarcía de la Torre son hoy menos que antaño. Sobre las 1.800 almas se contabilizan a mediados del pasado siglo, que hogaño se han convertido en 1.200 habitantes. Fue una emigración que comenzó su galope por los años sesenta, de la que muchos sólo regresaron para que sus cenizas durmieran al socaire del viejo torreón. Murieron voces o marcharon al sotovento, y con las voces murieron la vida y la alegría y, por ende, la fiesta que fue tradición. «Los probis daq'uí s'han dao más a la jarana, de modo que cuando la migración se fueron los que menos tenían pa tiral y las fiestas se vinon de picao», era el resumen que de la situación me hizo un tal Julián Zambrano, pariente de no sé qué cargo del Ayuntamiento.
II. LA FUNCION.
1983. El año del «Estatuto», que trata de inyectar identidad regional y diferencias locales. Villagarcía también se agarra al timón del arado que va a remover sus raíces. Antonio Cordero «El Serio» da vueltas a su magín y memoriza: con dieciocho años, de eso hacía cinco lustros, él participó en la tamborilada de Navidad. Fue la última vez que los ruidos, el grave tantan, despertaron a los habitantes del pueblo. «El Serio» creyó posible la reinstauración de la fiesta y a fe que lo consiguió.
F. M. Pagador, colega en el diario «Hoy» , asistió a los prolegómenos del renacimiento, y dábanos cuenta de ello un día 7 de diciembre en artículo titulado «Tambores para la preñez de María». Nueve jóvenes, nueve tambores y nueve días. Del 16 al 24 de diciembre la tamborilada atrona la calle entre las dos y las siete de la mañana. Dice «El Serio», y lo aseveran los demás: «Los nueve días quieren decir los nueve meses que estuvo Cristo en el vientre de su Madre.»
La Hermandad de la Virgen del Rosario, fundada en el siglo XVI, fue la mantenedora de la costumbre, bastante más vieja que la cofradía mariana. Y la desaparición se dio al unísono. Aquélla la incluyó entre sus rituales, la abastardó y la desnaturalizó. Hoy los mozos han recogido la nueva antorcha y la han encendido de los viejos rescoldos. Con la llegada del otoño se revisan los armazones de los tambores, de latón y de madera; los antiguos armazones de la hermandad que Claudio Gutiérrez, un cofrade de la emigración, se cuidó de poner a recaudo «por si revivía la tradición», Se le ajustan los parches de piel de borrego, apellejada luego de estar varios días a remojo en agua con ceniza. Son los cachiporras de palo de adelfas labrados a base de caricias de navaja y de cristal.
Se suceden los ensayos luego del trabajo vespertino de estos hombres que son obreros del campo. Se aprenden los repiques del tambor, de peculiares ritmos y cadencias, y las «coplas» que respiran solera de siglos. y se suceden las pruebas de la vestimenta, las viejas chambras, algunas apolilladas porque el alcanfor ha hecho por mantener más limpio el único recuerdo del antepasado cofrade tamborilero. Si el préstamo fallara, aún hay tiempo para una confección, que de ello se precian las hembras de Villagarcía, con añejos métodos y delicadezas.
Son las dos de la mañana del día 16 de diciembre. A cortos intervalos repican los tambores en una continua llamada y respuesta. Primeros tañidos que cada tamborilero ejecuta a la puerta de su casa, antes de unirse con el resto de los compañeros en el centro de Villagarcía. «Perro infernal» es el sambenito que cuelgan al último que llega a la cita. Inquirí y se me contestó con un encogimiento de hombros. Antonio Martín, un erudito de la vecina Zafra, quiso dar satisfacción a mi curiosidad: «Antiguamente siempre se le daba un tambor pa que lo tocara un cristiano nuevo, que había sido judío, pa ver si se negaba a tocarlo y si se negaba es que no s'había convertío, y entonces el tribunal de Llerena podía echarle el guante; eso era que iba en contra de la Santa Virgen.» Tierra de inquisición y de conversos a la fuerza, lo que no debe sorprendernos en la patria chica de Silíceo, el máximo promotor de la llamada limpieza de sangre. Sus víctimas: judíos y moriscos, que por Badajoz abundan éstos como aquéllos. «Perro infernal» o «perro judío». o sencillamente «perro», nombre heredado de aquel converso remolón o reacio a exaltar públicamente el glorioso embarazo de la Virgen.
Los nueve tamborileros comienzan el recorrido. «El sonido monocorde y grave de los palos de la adelfa sobre los pellejos frescos» tira de la cama a chicos y grandes, para ser testigos del paso ritual por las calles y sentir sobre la piel la emoción perdida, hoy ya ganada al olvido, durante décadas. No duermen los vecinos en esta noche, ni casi en las siguientes. Las ancianas, aún fieles a sus ancestros, musitan los misterios gozosos para que abogue María Santísima por sus hijas y nietas gestantes. Otrora las preñadas de Villagarcía de la Torre sabían que la tamborilada les propiciaba un parto feliz. Una viejecita, María Medina, años atrás me reveló que ella y otras como ella, que es pregonar que todas, pasaron el trance de dar a luz con la estampa de San Ramón sobre los pechos y «mordiendo un palo de adelfa, qu 'era la cachiporra del tamboril». Palo de adelfa que se sacraliza y adquiere cualidad concreta al contacto con el símil del vientre de la virginal María. Así lo adivinó Pagador: «...los parches tensos de los tambores parecen tener una concomitancia subconsciente con el timpanismo grávido del vientre de la Virgen embarazada.»
Marcha en cabeza el portador de «el chinesco», pértiga a la que coronan dos conos superpuestos de latón, con los bordes cuajados de cascabeles y de campanillas. Bajo ellos, también de latón, cruza una media luna en la que los vecinos «reconocen algún misterioso ancestro musulmán». Me apuntaron, lo que no deja de inscribirse en el contexto figurativo, que el cono o «triángulo proyectado sobre sí mismo» es la imagen de la perfección superpuesta a la media luna, el símbolo del dios cristiano que humilla al dios de los agarenos. Quizás. Lo cierto es que «recorremos el pueblo y, cantando unas coplas muy antiguas, vamos parando en la casa que nos parece y la gente se levanta y nos invita a café, a perrunillas, a aguardiente...» Alboradas, coplas a la Virgen, coplas al nacimiento del Niño, algún villancico y cantos de salutación a los amigos componen el repertorio de «El Serio» y de sus émulos.
A las siete en punto la ronda termina a la puerta de la iglesia. Cuando hay cura, cosa extraña en Villagarcía, no falta la misa, ni durante ella faltan tampoco las incesantes percusiones de los tambores. Coplas especiales, como la de el «Bendito», hechas para sentir la emoción o el éxtasis, se cantan en la misa del veinticuatro.
III. A INTERPRETAR.
Dicen que los ruidos ahuyentan a los malos espíritus. No lo negamos. Quién sabe si los tambores de Villagarcía de la Torre pretendieron, en estos finales de diciembre, expulsar con el ensordecedor tan-tan a los agentes maléficos y perturbadores, consiguiendo entrar en la nueva añada limpios de polvo y paja. Que la Virgen y su preñez asimilan el ancestral y luego inexplicable rito, entra dentro de lo posible. Mecanismos de esta índole conocidos son de sobra. Mas no aseveremos.
Dicen que también los ruidos fueron y son la expresión sonora de censura popular, que aquí nos huele a cencerrada. Lo hemos apuntado: «La cencerrada en el partido de Granadilla», Revista de Folklore, 5, 2 (1985), 12 ss. «Casar moza con viejo, no es buen consejo», expone el refranero. La cencerrada preludia estas bodas, y vuelve la cencerrada cuando la joven queda prendida y se duda de la paternidad del senil esposo, y no se guardan los tambores o cencerros porque han de sonar al nacimiento del Niño. Doncella era María y anciano era San José, y ésta fue tierra de moriscos, de judíos y de un abecedario de sectas que nunca aceptaron lo que para ellos suponía inexplicable paternidad. Y la campanillá apareció cada año, porque cada año se conmemora el parto de María y porque cada año se repite lo que fue primordial cencerrada.
Dicen que en Guijo de Santa Bárbara cada Nochebuena suenan los campanillos. Como en Villagarcía de la Torre, la censura se ha convertido en exaltación. y hubo murga, al igual que en el pueblo pacense, en Burguillos del Cerro, en Alía, en Torrejoncillo, en Casares de Hurdes...
Y dicen que en Ahigal a unos pastores que atronaban con los cencerros en la Nochebuena les se queó la mano lacia como de un paralí. A quienes participaron en la irreverente censura les alcanzó el castigo divino.